sábado, 12 de diciembre de 2015

Personajes de allá (1)

 Me parece a mí que entre las señas de identidad que nunca se deberían de perder en un lugar pequeño y acogedor como Villafranca, están los recuerdos -imborrables algunos-, de sus moradores, muchos ya fallecidos; aunque también su manera de vivir la vida. La singularidad del espacio-tiempo de mi cuna, la determinan esas montañas abarcándolo todo, los edificios religiosos y civiles con su porte de antiguo y respetuoso esplendor, las calles y callejuelas casi siempre angostas, también la climatología, ni frío ni calor, que se adereza con la lluvia inconstante de las estaciones tibias, o la resolana de las tardes a la siesta cuando el sudor se acomoda al estío. Pero la personalidad de mi Villafranca la han dado y la dan sus gentes laboriosas, modestas, alegres, circunspectas, avasalladoras, tímidas, armadanzas, despreocupadas a lo Viva la Virgen, acaudaladas, pobretonas, cicerones, invitadoras, clarlatanas, pendencieras, timoratas, borrachas, emprendedoras, pigmaliones, soñadoras, filántropas, piadosas, filósofas, escritoras, embusteras, rezagadas, cantoras y la mayor de las veces anónimas más allá de Villafranca. Muchas son personas, personalidades mejor, que dejaron huella indeleble a lo largo de mi infancia y que prefiero dejar en el anonimato, sin mentar el nombre, pues a veces pueden surgir retazos de algunas de ellas poco halagüeños, por no decir algo más descabellado; y además, siempre es más estimulante avivar la imaginación de quien lo lea. El personaje que me ocupa hoy y con el cual abro la galería de mis paisanos, pertenecería en cierto modo a la familia de los laboriosos y con el saber estar por bandera.


  Siendo yo chiquillo de corta edad y acompañante arraigado de mi madre por los comercios de la Villa, presentí que aquel señor bajito, ya maduro y algo sordo, debía ser, cuando menos, el arquetipo de los vendedores, y si no lo era, al menos sí podía presumir de ser el más veterano de los dependientes, porque, ahora, transcurridos infinidad de años, me da a mí que sobrepasaba con creces la edad para el retiro.


  Con la perspectiva que da el tiempo, yo lo calificaría de persona con dominio absoluto del oficio, con soltura y conocimiento en cuanto al paño demandado, además de elegante en los ademanes. Para M., con diminutivo al final (pues en Villafranca de toda la vida se ha tenido querencia por achicar los nombres por aquello de la campechanía), todos los clientes merecían idéntico respeto, así que escuchaba con atención la predilección del color, el tacto de la tela, y su longitud. Luego, con sus herramientas de trabajo, vara y tijeras, medía sobre el mostrador de leña estriado hasta completar el cacho de tejido demandado, y cortaba; más tarde el ama de casa aprovecharía para ultimar la hechura de una falda, siempre larga, con el inevitable pespunte, ¿o por qué no la blusa?, ¿y un vestido?


  Por el negocio ubicado en la calle más comercial de la Villa, desfilaban todas las señoras y señoritas, desde las más encopetadas a las menos pudientes, pasando por las pequeño burguesas. Ninguna se resistía a franquear la puerta, aunque al final solo fuera para pegar la hebra, porque el patrón era servicial y sabía vender, pero también, o eso me parecía a mí, inestimable conversador; un auténtico experto en los asuntos de la Villa, si bien sin dejar el tono cordial en asuntillos escabrosos si la política se terciaba.


  El abigarrado de las telas multicolores se desbordaba por cada una de las baldas que invadían el comercio hasta la altura del techo. Cuando algún rojo pasión era reclamado por el comprador y M. se veía obligado a rescatar la bala con la tela del último estante, cogía una escalera de madera y con la agilidad impropia en un hombre de su edad, escalaba raudo y bajaba el envoltorio para que la atrevida mujer palpase y mirara sin reservas. Yo, lo confieso, me quedaba embobado contemplando las decenas de telas, y calculaba cuántos metros harían entre todas ellas y si puestas una tras otra, previamente desplegadas, alcanzarían para llegar a la estación de Toral.


  M. se fue un día sin hacer ruido, como había hecho toda su vida, pues a discreto no le ganaba nadie; además, a pesar del defectillo en la escucha y aunque el interlocutor hablara bajo, ni era hombre de aspavientos -nada infrecuente en personas con problemas de escucha- ni andaba a voz en grito. Tal vez leyera en los labios de los clientes; si bien, algunas veces, pocas y más al final de sus días, equivocara el reclamo de la señora o señorita de marras.


  Yo guardo un gratísimo recuerdo de M., un perfecto caballero, tal vez porque me empuja a evocar la otra Villafranca que con sus virtudes e imperfecciones ya pasó.

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