viernes, 29 de noviembre de 2019

THE WALL PINK FLOYD

       Mañana se cumplirán 40 años de la publicación de The Wall en USA, todo un hito de la música contemporánea. El disco doble más vendido de la historia, con 33 millones de unidades, es aún hoy fuente de influencias, y en cierta manera supuso en 1979 un derroche de creatividad pocas veces superado. Es, en mi opinión, la segunda mejor obra de Pink Floyd tras el inigualable The dark side of the moon; no obstante, este trabajo es mucho más ambicioso que el de 1973 y pone de manifiesto la necesidad, al menos por parte de Roger Waters, cerebro de la criatura, de explorar otros territorios sonoros dotándolos a un tiempo de una narrativa más cohesionada, sin por ello abandonar su parte alícuota de surrealismo y abstracción,  algo que inspiró el rodaje de sendas películas, una de ellas de animación.



      Yo me hice con el doble cassette en diciembre de 1979 a través de la inolvidable y ya desaparecida revista Discoplay. Llevaba unas semanas descentrado, con el ánimo muy bajo tras el fallecimiento de mi padre el 7 de noviembre. La primera escucha fue para mí un tanto desconcertante, hasta el punto de dudar de la autoría de la obra, aunque sí aparecían a ratos las huellas de la clásica banda británica. Me dispuse a una segunda audición porque aquello superaba a mi raciocinio, si bien intuía que estaba escuchando algo enorme. Empezaba por momentos a entender la dimensión de una obra conceptual tan diferente al resto de su producción, si bien la cara A se me antojaba más digerible que otras. In the flesh?, el primer corte, auguraba un discurso épico, claustrofóbico, paranoico, absurdo, pero también magistral de toda la obra. Como seguidamente The thin ice, y el primer tema imperecedero, con una atmósfera que atrapa, el inclasificable Another brick in the wall part 1. La cara A continuaba con dos temas tan diferentes y a la vez tan bien fundidos que podría parecer un solo tema, o sea: The happiest days of our lives  y Another brick in the wall part 2, con el inconfundible coro de niños. La cara A concluye con una de las piezas, Mother, más descorazonadora y al tiempo brillante del álbum.



    En palabras de Roger Waters, el universo The wall se comenzó a fraguar en Montreal, durante un concierto de la gira Animals, su anterior disco. Un escupitajo al vocalista y bajo del grupo por parte de uno de los asistentes al concierto, hizo pensar a Roger Waters en la posibilidad de elevar un muro entre el grupo y los espectadores, algo por otra parte y hasta cierto punto viable para los futuros shows teniendo en cuenta que la esencia de los británicos era su música, su sonoridad única, también lo visual, y no tanto las poses de sus miembros mientras interpretaban. Roger Waters, el gran muñidor de la ambiciosa obra, comenzó a cincelar a Pink, su alter ego, una estrella del rock alienada a causa de traumas como la muerte de su padre durante la Segunda Guerra Mundial, la sobreprotección de la madre durante su infancia, la vida en la Gran Bretaña de postguerra, la familia, las drogas, sus amores y fracasos, la incapacidad para avanzar en una relación estable, etc. Cada uno de los traumas se convierte en un ladrillo más a colocar en el muro. Roger Waters le presentó el proyecto al productor Bob Ezrin y este escribió un libreto, una especie de guión que sería el germen de toda la obra posterior.



 La cara B comienza con otro temazo como es Goodbye blue sky, un alegato desgarrador contra la guerra que parece interpretado por otro grupo, sino fuera por la voz de David Gilmour. Young lust, tercer corte de la cara B representa la bajada de Pink a la degradación personal por su relación con las groupies, aunque a posteriori descubra que su esposa le ha sido infiel. Esta cara B es bajo mi punto de vista la más desconcertante y turbadora del doble álbum, pero no por ello menos genial.



Hey you, que da inicio a la cara C, es una de las piezas imprescindibles. El muro que se ha creado el propio Pink ya no le deja ir más allá y reclama desesperado el auxilio de algo, alguien. Pero sin discusión posible, es Comfortably numb, el último corte de esta cara, la composición capital y que por si sola justificaría la compra de las cintas cassette. Un fondo sonoro orquestado que va como anillo al dedo, una guitarra como muy pocas veces la ha tocado David Gilmour, y una historia que le ocurrió a Roger Waters, dieron pie a esta composición de ambos a partir de un demo del primero descartado para su primer trabajo en solitario.



 La cara D la inicia The show must go on, con influencias vocales de los Beach Boys -el propio  Bruce Johnston colabora en segundas voces-. Destacar que el grupo Queen grabó posteriormente un tema con el mismo título y cuya primera estrofa comienza con la frase Empty spaces, como el segundo de la cara B de The wall. La última pieza de esta obra maestra es Outside the wall. Entre ambas, hay otras como la discotequera y diabólica  Run like hell, o la más insólita de todas, The trial, el juicio al que Pink es sometido, sentenciando el juez con la destrucción del muro para que vuelva a socializarse y a vivir en la realidad.



   Por circunstancias de aquellos momentos, aunque parezca descabellado decirlo por la temática de esta gran obra, aprendí a sobrellevar mi nuevo estado de huérfano, y mentiría si dijera que la audición de The wall no fue una ayuda impagable en aquellos momentos. Hoy, 40 años después, puedo decir que la habré escuchado más de 100 veces, y a pesar de tantas y tantas audiciones no me cansa. El disco número 11 de estudio de Pink Floyd tiene de todo, incluidos mensajes ocultos, alegatos en favor de los derechos humanos, composiciones únicas. Sin embargo, también hay que decirlo, The wall se convirtió, nunca mejor dicho, en un muro que definitivamente supuso la ruptura de Roger Waters, alma mater del proyecto y Pink Floyd. 


         Estamos ante una obra única y que merece toda nuestra atención. Seguramente no alcance la genialidad y el estado de gracia del grupo cuando hizo The dark side of the moon,  pero no está muy lejos de ese nivel de excelencia de la obra que vio la luz en 1973. Creo que el mejor homenaje que se le puede hacer a Pink Floyd es escuchar con detenimiento The wall en su 40 cumpleaños, estoy seguro que no va a defraudar a nadie. 

domingo, 24 de noviembre de 2019

Los funerales de la Mamá Grande/La mortaja

    Durante estas últimas semanas me ha dado por releer libros de relatos casi olvidados. Volví con curiosidad mis ojos a Los funerales de la Mamá Grande (1962), una colección de relatos del imprescindible García Márquez, que había leído por vez primera en los años 90 -mucho después de haber descubierto al autor gracias a su obra Cien años de soledad 1967)-, y que ya prefiguraba ambientes, elementos y personajes plasmados con posterioridad en su obra capital. Los 8 relatos integrados en la obra fueron escritos entre 1959 y 1962. Era su primer trabajo como cuentista publicado en libro, y en cierto modo un ensayo general de lo que habría de suponer la publicación de su novela más celebrada -entre 1962 y 1967 solo publicó la novela La mala hora (1962), y un año antes, El coronel no tiene quien le escriba-. Macondo emerge como una geografía insondable, un lugar imaginado pero impalpable, espacio bullanguero, inconmensurable, donde todo es posible, pero al tiempo desmembrado, de una solitud descarnada y contradictoria. Y aparecen personajes como el coronel Aureliano Buendía, el primero de los cientos que pueblan la novela Cien años de soledad. Y, como no podía ser de otra manera, juega con la hipérbole, esa especie de barroquismo local, el juego de la fascinación, del hechizo para hacer más digerible a la cruda realidad.


      Con la intención de recuperar lecturas arrinconadas, a continuación rescaté de los estantes a La mortaja (1970), libro integrado por 9 relatos escritos entre los años 1948 y 1963 y que yo había leído en los años 80. A diferencia del autor colombiano, esta recopilación de historias breves, por parte del vallisoletano, suponía su cuarto trabajo publicado como narrador breve. En contraposición a la exuberancia de García Márquez, el maestro Delibes nos muestra su más descarnado realismo, sin adornos,  sin subterfugios, con las palabras justas y la sequedad propia de la vieja Castilla. Delibes, por enésima vez, y aunque sea a cuentagotas en contraposición a sus novelas más ambiciosas, plantea su máxima de: Un hombre, un paisaje, una pasión. Pero también vuelve a explorar en la vida de provincias, el campo castellano y esa afición por la caza; y, por descontado, fluye la constante de la infancia, la naturaleza o la muerte, cuestiones recurrentes y que cuestionan al ser humano en su propia contradicción.



      Es muy razonable pensar cómo se me ocurre equiparar dos libros tan dispares como son sus propios autores, con unas diferencias tan acusadas en todos los sentidos, incluso en sus poses para ser fotografiados, pues, Gabriel García Márquez aparece en casi todas sus fotos con una sonrisa de oreja a oreja, mientras Miguel Delibes muestra el gesto serio, incluso severo, diría yo. A pesar de todo, tienen similitudes nada desdeñables. Miguel Delibes nace en 1920 y Gabriel García Márquez lo hace en 1927, los dos nacieron en los años veinte del siglo pasado. Ambos se iniciaron en el oficio de escribir como periodistas, algo que se refleja perfectamente en sus libros de ficción, pero también, especialmente en el caso del colombiano, en sus obras de investigación: Relato de un náufrago, La aventura de Miguel Littin clandestino en Chile, etc. Los dos son magníficos escritores de relatos cortos y sin embargo son reconocidos mundialmente como maestros de la novela. Los dos aparecían cada año en las quinielas para hacerse con el Premio Nobel, si bien solo lo ganó el de Aracataca. Para terminar: aunque parezca pura contradicción, el americano y el español cultivan con muy opuesta carpintería el realismo, y si bien García Márquez se ayuda de triquiñuelas y de un ingenio desbordante para edulcorar la cruda realidad haciendo más digeribles las penurias de allá, realismo mágico, en el fondo coincide con esa especie de carpintería más simple y exacta que utiliza el vallisoletano, sin adornos, llamando a las cosas por su nombre, y que se ha venido en llamar realismo social.  



     Dos libros de relatos, dos estilos que tenía olvidados y que me han permitido disfrutar de nuevo de su maestría. Dos lecturas ineludibles para entender mejor el universo narrativo de dos de los mejores escritores de siempre.