jueves, 1 de agosto de 2019

Teórica del fuego

    Teoórica del fuego, un relato políticamente incorrecto.


  - Yo, malo, malo, lo que se dice malo, no soy, pero tengo el pronto fácil y no tolero que nadie se propase con mi señora, aunque sea mismamente el rey de España; mucho menos si el salido es un simple fogonero: ¡hasta ahí podíamos llegar! Yo paseaba junto a la vía, entretenido en recoger amapolas florecidas con la llegada de la primavera; también me hago ramitos con otras flores si las hay, no vaya su señoría a creerme un discriminador. Entonces vi llegar el tren con los vagones a rebosar de carbón, camino del lavadero.


  - Y entonces subió.


  - Subí.


  - ¿No trabajaba aquel día?


  - ¡No! ¡Si llevaba una merluza de agárrese que hay curvas! Yo cuando me emborracho prefiero no bajar al chamizo. La mina es muy peligrosa, y si uno no está con el cuerpo y sus facultades mentales en perfecto estado de revista, no hay para qué tentar a la suerte. Diftinio, el maquinista, es buena gente, y fuerte como un toro de lidia. Si la situación se tercia y ando a la verita de los raíles, enseguida me invita a subir a bordo para regresar a casa. Diftinio es un cacho de pan, pero algo panoli. Tal vez no le ayude estar sordo como una tapia, aunque el olfato lo tiene fino como el de un hurón. Se quedó para la eternidad siendo aún joven. Por entonces ni siquiera se había imaginado conducir una locomotora. Estaba manipulando la dinamita en el agujero de la mina, cuando, sin esperarlo, le estalló a cinco metros de su espalda. Algunas esquirlas antojadizas y el estruendo provocaron el defectillo.


  - Por lo de ir al meollo: con todas las reservas debidas, usted parece haber actuado con premeditación, ¿no le parece?


  - Pues no. Si acaso un poquillo cuando empezó a darle a la lengua.


  - No obstante, debería admitir algo de disposición en contra de su vecino, a quien conocía sobradamente.


  - ¡Hombre! ¿A Su Señoría qué le parece? La gente puede hacer cuanto le venga en gana, faltaría más, pero a mí señora no la chulea ni el sargento de la Guardia Civil. A mí me la trae floja, o mejor dicho, me importa poco que fuera martes de carnaval. El muy fresco, aprovechándose de la oscuridad, de la muchedumbre y también de su estúpido disfraz de hombre lobo, mientras bailaba con ella, va y le mete la mano con acelerón bajo la túnica, mientras con la otra le manosea el culo, perdón, quería decir los glúteos. A mí no me torea nadie, ni siquiera mi prima Georgina, que antes de enredarse conmigo era de cascos ligeros. Mientras estuvimos juntos, ni un solo día se le ocurrió dejarme en evidencia. A mi señora la pilló a traición, dejándose manosear como una bobalicona. Cuando al fin reaccionó y le iba a dar un guantazo, o una patada, no recuerdo bien, el hombre lobo había puesto los pies en polvorosa.


  - ¿Y no iba su señora disfrazada de Cleopatra?


  - Pues sí.


  - ¿No es también cierto que los pechos amenazaban con salírsele a través del escote?


  - Pues también, no lo voy a negar. Ese hombre se llamaba, ya lo saben, Horacio Salmerón, alias Manoslargas, que todos mentamos por el apelativo; si bien, otros, los menos, aún le llamaban el Montaraz, que le venía de su afición a hacerse desaparecer por sorpresa y durante días entre las montañas del valle. Nos conocíamos de sobra, ¿cómo no nos íbamos a conocer? ¡Si éramos vecinos desde la eternidad, puerta con puerta! Lo que pasa es que él no tenía ni pajolera idea de quién era la tal Cleopatra... La otra, la de Egipto, sí; faltaría más. Mi señora, la Cleopatra; perdón, quería decir Valentina, si vamos a discutirlo, no es mi señora como tal, sino un apaño. Todos nos procuramos un aparejo, ¿o no? Vivimos juntos hace algunos años, sin que jamás se nos pasara por la cabeza formalizar lo nuestro con papeles y bendiciones. Los dos estamos escarmentados de anteriores matrimonios como para repetir ahora con formalidades. De todos modos, convendrá conmigo en que el lucimiento de los encantos no debe ser motivo para el abuso. ¿Acaso las modelos no enseñan orgullosas piernas y ubres?, y no por ello las van metiendo mano allá por donde van.


  -Sin embargo, la señora o señorita Valentina, según acaba de decir el testigo presencial, le guiñó un ojo mientras bailaban, ¿o no es cierto?


  - Eso no lo sé.


  - Y hablaba al hombre lobo pegándosele en demasía a la oreja, sin dejar de sonreírle.


  - Tampoco lo sé. El Manoslargas, además de ese vicio de palpar, ¡ay si yo les contara!, tenía la bien ganada reputación de embustero. Admito que él también me dijo algo de eso, pero algunas cosas no me las creo. Mi señora, o si lo prefiere mejor, mi compañera, es muy decente, y si bien es cierto que llegado el caso es capaz de exhibir sus portentosos encantos para dejar a los hombres con los dientes largos, coincidirá conmigo en que eso no se puede tomar como una invitación en regla a atropellar los límites del decoro, aunque de por medio esté el carnaval. Por si fuera poco, nadie más ha venido a confirmar las palabras de mi vecino, aquí presente, y en el baile había muchos más danzantes. Le recuerdo que era noche sin luna, y él, con todos los respetos debidos, no está muy allá de la vista.


  - De todas las maneras, no fue la señorita Valentina y sí el señor Cepedas, su vecino, quien le bajó del guindo. O sea, quería decir que fue un conocido, primo segundo suyo para más señas, y hermano de la aludida doña Georgina, quien en primera instancia le advirtió del abuso del hombre lobo en la persona de Valentina.


  - Cierto, pero mi compañera solo tardó un día más en confesármelo con pelos y señales... Cuando, con la ayuda de Diftinio subí al tren en marcha, ignoraba por completo lo que iba a ocurrir después. Por tanto, de premeditación nada de nada; si acaso después, cuando a Manoslargas le dio por irse de la lengua, mientras el buenazo de Diftinio pilotaba la máquina de vapor, al tiempo de silbar sin descanso El sitio de Zaragoza, ajeno por completo a nuestras confidencias.


  >>Antes no lo he dicho y ha llegado el momento de esclarecer. El apelativo de Manoslargas, cualquiera lo puede confirmar, le viene de mozo, cuando no tenía oficio ni beneficio; y para ir tirando sin morirse de inanición, se aventuraba en la contorna perpetrando pequeños hurtos que no pasaban, eso sí, de un melón aquí, unas patatas allá o una gallina nada resabiada en el corral de un desgraciado. Lo pillaron in fraganti y lo pusieron a la sombra algún tiempo. Luego, cuando salió de la trena, por temor a su torcida reputación, la vecindad removió Roma con Santiago para colocarlo en algo provechoso, y así le ofrecieron ser fogonero de locomotora, pues ya se sabe que la ociosidad es la madre de todos los vicios. Pero Manoslargas, a pesar de la ocupación, no dejó de ser una persona de poco fiar. Yo, por aquello de la proximidad, me había amistado con él, si bien nunca llegamos a intimar hasta el punto de cogernos juntos una buena moña; como mucho la repartición de una caña o copita de ojén, y santas pascuas.


 - Pero ¿no iba a hablarnos de los acontecimientos ocurridos en la locomotora?


  - Sí, faltaría más.


  - Pues, hale, ánimo, y no se nos vaya por los cerros de Úbeda.


  - Todo se andará. Se trata de tener un poco de paciencia. Fue dos días después del martes de carnaval. Pero la noche antes, Miércoles de Ceniza para más señas, se ve que lo del arrepentimiento por la fecha ayuda lo suyo, Valentina me confesó lo del magreo, digamos, no consentido por completo. Tras la confidencia y sin haber pegado ojo en toda la noche, yo andaba aquella mañana como irritado, tocándome de continuo la frente, por si palpaba algún indicio de cornamenta. Con la cabeza distraída en pensamientos desagradables, mientras caminaba como un apaleado en dirección a la mina, caí en la cuenta de la taberna y entré a tomar una copichuela que me hiciera más llevadero el reconcomio. Al final, con toda la pereza del mundo, me quedé allí haciendo tiempo; mientras, bien solito, me pimplaba una botella de vino del más peleón. Cuando a las dos horas salí a tomar el aire fresco, convencido del disparate de ir al tajo del carbón, para hacer el recorrido más reparador elegí el rodeo de la vía del tren. Caminaba tranquilo mientras recogía algunas amapolas, aunque tampoco le hago ascos a otras florecillas.


  - Eso ya nos lo ha contado antes.


  - ¡Es verdad!


  - ¿Por qué no prueba a decirnos lo ocurrido a bordo de la locomotora?


  - Ahora mismo. Coger en marcha el convoy no es difícil cuando asciende el repecho de los Verdales. A rebosar de antracita como van sus quince vagones, por mucha energía y potencia a la hora de tirar, la locomotora es incapaz de alcanzar más allá de los veinte por hora. Y además, con la ayuda de Diftinio, que es tan bobalicón, si bien fuerte como un toro de lidia, te sube al pescante como si cogiera una simple pluma. Ya arriba, el buenazo de Diftinio se ocupó en conducir la máquina a lo largo de la costanera, sin dejar de silbar con aplicación El sitio de Zaragoza.Por su parte, Manoslargas, me pareció un poco aturdido por el trasiego, viene y va, de su fiel porrón, y también más locuaz de lo corriente. No obstante, no sabría precisar quién de los dos estaba más achispado. Por lo acontecido más tarde, tal vez fuera yo.


  - ¿No podría ir al meollo de una vez? A la Fiscalía y a los abogados presentes, les trae sin cuidado quién se llevara el gato al agua en lo concerniente a la ingesta de alcohol. Los dos iban cargados y punto.


  - Faltaría más.


  - Pues procure sintetizar y no ande con más rodeos; se lo agradeceríamos en el alma.


  - Ahora mismo. El Manoslargas me ofreció de su enorme porrón y yo, por no desmerecer, le di un meneo espaciado al vino casero. Él hizo lo propio antes de volver a echar unas paletadas más dentro de la caldera. Decía que en cuanto venciéramos la pendiente la locomotora no precisaría de mucho más carbón para llegar a su destino. Cuando al fin cerró la pesada portezuela del hogar y se sentó con cierta dificultad frente a mí, sin venir a cuento, va y me advierte de su inquietud, de su ansiedad a cuenta del último carnaval. Naturalmente me preocupé y decidí preguntarle, con una miaja de curiosidad, no lo niego, por su problema, si bien ignorante total en cuanto a sus comezones más carnales. El muy bellaco va y se rasca la cabeza como si la tuviera asediada por piojos, escupe con la pericia de un marinero, se suena el moquillo con el envés de la mano...


  - Le sugiero con toda la compasión del mundo que vaya al grano.


  - Eso voy a hacer si me dispensa unos segundos.


  - Pues adelante.



   - Adelante voy. Su Señoría perdone... Se suena el mquillo con el envés de la mano y comienza a platicar como quien se entromete con el antojadizo tiempo. Maldecía la hora en que se le había ocurrido bailar con aquella Cleopatra, más buena que el pan, palabras textuales del fogonero. En cuanto mentó el nombre de la reina a mí me entraron unos calores que yo no sufro ni en pleno agosto. No sé si en algún momento lo llegó a notar pero yo estaba furioso, ¡furioso! Sin comerlo ni beberlo me encontraba delante del hombre causante de mis desdichas, y de añadido presumía de la machada, maldiciéndose además por haber maniobrado en el cuerpo de la disfrazada. No sé cómo me contuve y no lo descrismé en ese preciso momento; sin embargo, no sabría decir con certeza si me contuve a cuenta de la indignación, aguardando al final del relato. Quizá no debería deslindar los detalles, mas, a petición de Su Señoría, y aunque me pese en el alma, prosigo con la confesión. Manoslargas le dio otro trago al porrón y ofreció a un servidor, rehusando este para no perder el hilo; también al bendito de Diftinio, enfrascado en la conducción y en silbar con pulcritud El sitio de Zaragoza, pero el fortachón de Diftinio, como era lógico tratándose de un abstemio, rechazó con la cabeza. Luego, reanimado por el calorcillo de la bebida, rebuscó en el bolsillo y se puso a liar un pitillo. También rechacé su tabaco, mientras me decía de la estupidez de perder el tiempo invitando al cacho de pan de Diftinio, pues jamás en su puñetera vida le había visto echar una calada.


  - Le sugiero encarecidamente que no se extienda en consideraciones menores. Sin duda nos trae al pairo si el maquinista fumaba o dejaba de beber o le van a proponer para beato. Limítese al meollo.


  - Eso procuro.


  - Pues en su mano está.


 - Ahí estamos. El Manoslargas reconoció su metedura de pata al invitar a bailar a una desconocida, a la cual las ubres generosas amenazaban con desbocársele por fuera de la pechera. Como tratando de justificarse, el elemento admitió que ella le hablaba con voz disimulada de desatinos, incomprensibles al oído; acaso tan subidos de tono como inenarrables, palabras textuales. Fue en ese momento, al presentir la lengua a medio meter por el conducto auditivo, cuando la audacia le empujó, al principio de momo consentido, a introducir su mano por debajo de la túnica, palpando asombrado por la ausencia de obstáculo alguno, dígase braga, las protuberancias más íntimas de mi señora, y hasta sondear en la parte más recóndita, con el pasmo para su persona de la humedad a raudales a lo largo del recorrido. Eso tiene la explicación del periodo, Su Señoría; ni más ni menos. Y no obstante, le mentiría si dijera que en ese preciso momento no comenzaba a darle vueltas a la mollera, a fin de cobrarme cumplida venganza. Pese a todo, hasta un instante antes, nade de premeditaciones y alevosías. No sé cómo era capaz de refrenar la furia. Sentía un calor inaudito por toda mi cara, más incluso del sufrido en pleno agosto; y sin embargo resistí. Manoslargas parecía hablar enloquecido y con apetito del cuerpo de Cleopatra, quiero decir de Valentina. Y al tiempo de palpar por el frente, con la otra, con la izquierda para ser más exactos, le pellizcaba arriba y debajo de los glúteos sin que ella dijera esta boca es mía. Según su parecer, estuvieron de esa guisa mientras bailaban bien apretados el Lía, de Ana Belén, ahora tan de moda. A punto de concluir la pieza, de súbito, a mi compañera le volvió el juicio y empujó violentamente al hombre lobo, dispuesta a pegarle un bofetón, o una patada, no recuerdo bien, mientras este escapaba veloz sin entender ni pío. Eso me dijo el Manoslargas, no más de un minuto de manoseo. Aunque existe la otra versión, la del amigo y testigo, mi primo Augusto Cepedas, el cual asegura que el rebote y el intento de pegarle, no se produjo hasta que mi compañera se dio cuenta de su presencia, al mirar y remirar la desvergüenza de la escena. Pero Valentina, aquí presente, jura y perjura que jamás de los jamases consintió; y si ocurrió el lamentable incidente fue a traición, pues cuando se quiso dar cuenta, el hombre lobo actuaba como un pulpo tocando aquí y allá, aunque eso duró unos segundos, los justos hasta reaccionar, sin caer en la cuenta de si allí delante estaba el primo Augusto Cepedas, al corriente de su disfraz desde la mañana misma, o el mismísimo señor alcalde. Por lo demás, tampón y braga los llevaba puestos en todo momento allí donde es menester, al menos eso dice ella.



  - ¿Y cuál es su versión al respecto?


  - Mantengo la de mi esposa; quiero decir, la de mi compañera, ¡faltaría más! Metidos en tamaño berenjenal, el Manoslargas comenzó a profundizar en sus cuitas y en admitir que desde el desventurado martes de carnaval no pegaba ojo, pensando, muriéndose por no poseer a aquella desconocida, y preguntándose quién sería en realidad. Yo me abstuve muy mucho de aclararle la identidad de la parienta, y también mi compartido insomnio, si bien a consecuencia del temor a lucir pitones para los restos. Tras apurar una última calada del tabaco de cuarterón, se incorporó para anunciarme su intención de orinar a estribor, evitando así el viento racheado de levante. Por su parte, el beato de Diftinio, quería decir, el panoli de Diftinio, proseguía en el silbido marcial de El sitio de Zaragoza, mientras yo cavilaba sin remedio en la mejor manera de despachar a Manoslargas para el otro barrio, allí mismo. Mientras duraba la evacuación, atraído por la visión constante de la pala, no tardé nada en hacer caso a la llamada salvaje y empuñarla sin remordimiento. Cuando al fin se subió la cremallera de la bragueta y se volvió hacia mí, confiado, le aticé duro en medio de la cabeza, cayendo como un fardo en medio del carbón. Presentí su muerte instantánea al no ser capaz de encontrarle el pulso. Entre tanto, el forzudo de Diftinio, ajeno a todo, a excepción de la panorámica de delante, silbaba la marcha con más ahinco si cabe. Confiado en la ignorancia del cándido maquinista, por la sesera me reviraba la idea de deshacerme del objeto del delito: sin cuerpo presente no existe asesinato, ¿no es así? Por tanto, desatranqué la escotilla del hogar y, sin pensarlo, introduje el cuerpo del Manoslargas para que se incinerara cuanto antes y de él no quedara ni la mínima reliquia.


  - Pero el bendito del señor Diftinio se percató de la maniobra.


  - A medias.


  - ¿No fue él quien cayó en la cuenta?


  - Eso es cierto, pero no hubiera ocurrido de no surgir el inconveniente de la locomotora frenando más allá del apeadero. El cachas de Diftinio seguía silbando y silbando sin parar, y entre tanto el salido de Manoslargas se chamuscaba a velocidad de vértigo. Fue a los pocos minutos, casi llegando al destino, cuando el maquinista, sin dejar de mirar al frente, dijo del peculiar olor a asado quemado, y que no echara más carbón si no quería reventar los émbolos, el hogar o hasta la caldera con toda el agua en ebullición. Cuando se giró por sorpresa y no vio al fogonero, me preguntó, y yo le dije con gestos que se había ido a evacuar por la parte trasera. Diftinio volvió a mirar al frente, mas enseguida dejó de silbar. Parecía no comprender mi explicación y se rascaba la cabeza como si mil piojos le hubieran colonizado el cuero cabelludo.



   >>Como ya llegábamos a la parada, procuré tranquilizarme mostrando un gesto entre despreocupado y risueño, para no hacer cavilar a los del lavadero. La sorpresa ocurrió cuando, con mis pies en el pescante, dispuesto a saltar a tierra, el convoy no se detenía, siguiendo a ritmo cadencioso rumbo al noroeste. Diftinio hacía pitar la locomotora como un poseso, tirando sin parar del cordaje, a la par que trataba por todos los medios de detenerla en el lugar acostumbrado, pero esta parecía no responder a la orden. Cuando al fin lo logró, faltándole tiempo para incorporarse desde su asiento de cuero gris; sin decir ni pío, olvidándose de la necesidad fisiológica del Manoslargas, aunque incrédulo por cuanto había ocurrido con la locomotora, abre la portezuela del hogar y, ayudado de la pala, empieza a menear las brasas con el propósito de calibrar el exceso de carbón. Sin estar por completo seguro, distingue la presencia de algo que ni por asomo se parece a la antracita. A renglón seguido, a traición, me agarra y retuerce un brazo por la espalda, amenazando con arrancármelo si no le explico con exactitud. Como no podía ser de otra manera por el dolor atroz y la amenaza de algo peor, confesé a voz en grito como un bellaco sin agallas, delante de toda la parroquia.


  >>Ahora, bien mirado, hasta le agradezco su conducta de entonces, no en balde en ese momento comenzaba a barruntar la oportunidad de despachar a Valentina para los restos. Ahora ya no, que después de tantos meses a la sombra se me ha enfriado la sesera. Sin embargo, Su Señoría no me lo podrá negar, fue una lástima que justamente ese día se fueran a estropear los frenos de la locomotora. Si nada hubiera ocurrido, el simple de Diftinio jamás habría husmeado entre las llamas justo a mitad de la incineración, y aún estaría creyendo en otra más de las sorpresivas huidas del Manoslargas, pero el diablo no deja de enredar en los rincones más insospechados.  Luego los peritos diagnosticaron la rotura parcial del freno y la distribución por culpa del exceso de fuerza calórica. Al fin y a la postre ya me lo decía mi abuela Graciniana, tan aficionada ella a endilgarme refranes: <<Hombre achicharrado, fuego desbocado>>, y acaso tuviera más razón que un santo.




           Teórica del fuego cierra mi libro de relatos homónimo de 2018.