sábado, 22 de abril de 2023

Natalio Feliz

 

- No leas tanto, te vas a quedar sin ojos -solía atosigarle la pobre Angustias-. De día en día te vas haciendo más renacuajo. Todo el tiempo sentado en el sofá y leyendo sin parar, no es nada bueno para la salud. 


  Pero el afanoso Natalio Feliz no hacía caso de las fastidiosas peroratas de la vieja y le replicaba con la consabida cantinela: "Ojo sin ver es como corazón sin sentir". 

  

  Natalio Feliz había nacido más de medio siglo atrás en la lejana región de la Pampa, de donde desertó en cuanto surgió un comprador decidido a hacerse con Marahoja, la inmensa hacienda heredada cuando él era apenas un mocoso. 


  A Natalio Feliz lo trajeron al mundo para gozar de todas las comodidades afines a cualquier vástago con padres potentados. Y esto fue así durante casi toda su infancia; pero, de sopetón, inopinadamente, el amor familiar se fue al carajo con la muerte de don Crescencio Feliz y doña Casilda Casares, embistidos, corneados y pateados por una manada de vacas, desorientada ante la brusca y estruendosa tormenta estallando encima de sus cornamentas. Cuando fue mayor de edad y pudo disponer enteramente de la herencia dejada por sus padres, tras alguna veleidad por abrazar el sayal negro de una congregación de clausura, vendió el enorme rancho, y con los muchos millones de pesos, se determinó a vivir del cuento en la patria de sus abuelos manternos: España. 


  Ya iba por la cuarta década residiendo entre las escarpadas montañas leonesas, únicamente acompañado de la fiel sirvienta, nativa de la misma aldea de Balouta, en donde ambos reposaban sus maltrechos huesos e inconmovibles reumas. Allí, al albur de las extremas temperaturas invernales y de las copiosas nieves ancaresas, sobrevivían: él, embebido en la lectura de libros, y ella, además de atender a su amo, afanada en alimentar de leña la estufa. Con los años y la costumbre, dejaron de parecer el amo y la criada, y aún hubo algún vecino decrépito aventurando el matrimonio de la leonesa con el argentino, a pesar de los casi treinta años de diferencia entre ambos. 



  A pesar de ser hijo único, o quizá por ello, desde muy chiquitín los padres le inculcaron el amor por la lectura en cuanto aprendió a leer, y no era extraño verle leyendo a Lope, Cervantes, Calderón, Shakespeare o Molière. A los once años, cuando se quedó huérfano, ya había dado cuenta de la friolera de doscientos cuarenta libros, según rezaba en la libreta donde iba apuntando con paciencia franciscana el título, autor, argumento, género literario y el periodo comprendido entre el inicio y la finalización de la lectura. 


  En los últimos tiempos, totalmente adaptado al aislamiento de los crudos inviernos y a los imponentes riscos y peñascos de silencios estremecidos, a Natalio Feliz, lector de al menos cinco mil libros a lo largo de su existencia, le comenzaba a angustiar la lectura de las postreras páginas. En cuanto atacaba la parte final de un libro, sus ojos se encrespaban con venillas dilatadas a su ancho, y los dientes superiores mordisqueaban con espasmos su labio inferior, mientras no dejaba de agitarse inquietamente sobre la butaca granate de grandes orejas. Era entonces cuando se estiraba y desperezaba, y por momentos recuperaba su estatura de antaño. Un día, mientras mal digería las postreras páginas de Flores del mal, su rictus, ya de por sí patético, se mudó en la inexpresividad propia de un ciego, al cerciorarse del atroz silencio que invadía la estancia. Angustias, la fiel sirvienta, no decía ni pío desde hacía más de una hora; era anormal la ausencia de enfurruñamiento de ésta, esa suerte de voces estrepitosas colándose por cada rincón de la vivienda en cuanto tenía la mínima oportunidad de echarle en cara su escaso dinamismo. ¿Y si se había colgado de una de las vigas de las despensa, con su bocio trasegado en bolsas moradas a ambos lados del cuello? ¿Y si se había quemado al intentar retirar el puchero de la leche hirviendo en el fogón? Entonces la llamaba con voz crispada y la vieja Angustias le contestaba cansinamente: "Ya estás a punto de acabar con otro libro, ¿no es así?" Y el argentino se calmaba y volvía a la lectura de las lastimeras hojas. 


  Sin embargo, pese a los contratiempos de los últimos meses, sólo era feliz saboreando la lectura de las palabras repartidas en infinidad de libros y palpando las tapas y hojas, además de aspirar el aroma de éstas, para lo cual pegaba la punta de su nariz al papel escrito y se dejaba ir por senderos reconfortantes. En los escasos instantes de descanso, sus agrietadas pupilas se posaban sobre los libros, cuidadosamente colocados uno tras otro sobre las estanterías de nogal cubriendo las cuatro caras de la sala de lectura, del suelo al techo. 


  Natalio Feliz pasaba meses sin salir de la casa, era Angustias la encargada del negocio de ésta. Sólo con el estío, don Natalio se aventuraba por las tortuosas calles de León a fin de hacerse con una rareza editorial, y si no encontraba lo que buscaba, entonces viajaba a la capital de España, convencido de hallar lo imposible. Paseando entre calles de vicios inconfesables o sobre el firme de una plaza con el socorrido nombre de España, al final solía hacerse con el ejemplar deseado. Entonces, concluido con éxito el viaje, Natalio retornaba, casi siempre con una caterva de legajos y libros al borde de la extremaunción, y así recuperaba la reclusión voluntaria al amor de la literatura. Recobrado el encierro, sólo se topaba con la estación veraniega al abrir por las mañanas la ventana de su habitación, y luego, al hacer lo propio con el balcón de la sala de lectura; aunque más por el canto de algún pájaro, pues la brisa mantinal soplando entre las montañas casi nunca le hacía reparar en el sopor propio de esos meses. 


  -¡Venga! ¡Déjese de versos! Aún se va a enfriar la sopa -solía decirle la hacendosa Angustias para sacarlo del mutismo. De esta manera, Natalio cerraba el libro, lo dejaba ceremonioso sobre la hundida posadera de la butaca y corría al encuentro del alimento; pero con la firme determinación de devorarlo cuanto antes y retornar a la ocupación de su vida. Ni siquiera la sopa de letras, a veces formando inciertas palabras, le hacía sucumbir a los encantos del azar. Mientras comían no solían dirigirse la palabra, si acaso alguna vez, Angustias le conminaba a enderezarse sobre la silla de la cocina, pues sin darse cuenta, Natalio se escurría y su boca apenas llegaba a estar a nivel del plato. 


  -Te estás quedando raquítico. Como sigas empeñado en pasarte los días sentado en el sillón, cuando mueras no alcanzaremos a verte ni con lupa. 


  Al escuchar la afrentosa reconvención de Angustias, su carácter de por sí sosegado se irritaba; así, terminaba saliendo por la tangente y recriminando a la vieja por no haberle echado la suficiente sal al cocido, o por no desalar debidamente las patas y el rabo del cerdo. Cuando la fiel anciana se iba a la cocina en busca del segundo plato, su amo mandaba sus ideas a explorar entre las repletas estanterías. Le atosigab el pensamiento de releer el Trópico de Capricornio u optar por los almibarados versos de Juan Ramón, una vez concluyese la lectura de las últimas páginas de alguna otra obra, si éstas le dejaban concluir y no se moría en el intento. Angustias retornaba de la cocina con el segunda plato y los postres. Mas, por lo común, Natalio prescindía del segundo y se entretenía en deglutir una rosquilla para cumplir con el expediente antes de retornar a la lectura. 



  Siendo adolescente había leído a Voltaire, Racine, Shiller, Goethe, Homero, Virgilio, Petrarca. Luego se empezó a interesar por Faulkner, Galdós, Víctor Hugo, Hemingway, Sartre; pero el desequilibrio de sus ideas comenzó cuando se aventuró a leer a Sábato, Borges, Bioy Casares, García Márquez, Benedetti, Cortázar, Quiroga, Bryce Echenique, Carpentier y otros autores sudamericanos; con ellos le floreció la certidumbre de una muerte súbita instantes antes de concluir la lectura de cualquier obra. La angustia de conocer su suerte final le hacía leer espasmódico hasta altas horas de la madrugada; horas mortecinas, sólo agitadas por los ronquidos de Angustias, ajena a las elucubraciones de su amo. 


  Así fue como en la aldea comenzaron a crecer las desgracias. Un buen día de agosto, cuando Natalio finalizó la lectura de Robinson Crusoe, empezó a nevar y el inesperado espectáculo se prolongó durante dos semanas. Una noche, terminando de leer Ulises, la abnegada Angustias se levantó con un acceso de urticaria en el vientre. Otra de tantas ventosas mañanas de marzo, nada más cerrar el libro y ponerlo junto a los otros sobre la estantería, oyó el estmpido de una escopeta de caza; al punto se enteró del suicidio del viejo Augusto. La desgracia del incendio forestal destruyendo algunas pallozas de la aldea, coincidió con la conclusión de la lectura de Luces de Bohemia. Fue entonces cuando ya no le cupo la menor duda de ser él y sus lecturas los causantes de los infortunios últimos. Llegó a la convicción de estar transmitiendo energía negativa a todo cuanto pertenecía a la aldea; por tanto debía dejar el vicio de la lectura si no quería convertirse en un exterminador. 


  Una noche con un frío de perros, Natalio Feliz le confesó a su sirvienta la certidumbre de su pronta desaparición de esta vida, antes de dar ocasión a alguna nueva adversidad, como la definitiva desaparición de Silvano, el cual se debatía entre la vida y la muerte desde hacía medio año. La atribulada sirvienta no se apartó de su lado aquella noche, limitándose a observar cómo el cariacontecido argentino vacilaba entre abrir o no la novela Nana, continuamente acariciada por sus huesudas manos. 


  Aquella larga noche no ocurrió nada; sin embargo, a la semana siguiente, durante otra madrugada de chirridos de contraventanas y silbidos gélidos penetrando a través de la chimenea de la estufa, Natalio no pudo soportar por más tiempo la angustia de no saber y, ya recostado en su cama, se puso a leer. Cuando Angustias entró en su dormitorio como hacía habitualmente, y le espetó la sempiterna sentencia: "No leas tanto, te vas a quedar sin ojos", vio a su amo muy inquieto y pálido; entonces, cuando la anciana le iba a preguntar si quería una manzanilla o leche caliente, Natalio, con parsimonia y desgana le contestó: 


  -  Para tan pocas horas no merece la pena tu preocupación por mi vista. 


  Sin más, y un poco mosqueada con la actitud de su amo, la siempre servicial Angustias se retiró a su dormitorio a rezar el rosario como hacía cada noche, a pesar de no concluir jamás la plegaria.  


  A la mañana siguiente, al entrar la vieja en el cuarto de su amo con el fin de despertarlo, se encontró con la cama deshecha y sin Natalio. En lugar del lector empedernido se topó con un mamotreto de mil pares de hojas vacías, en cuya cubierta se podía leer la leyenda Remembranzas del criollo Natalio Feliz Casares, y en su primera página: "Para mi buena y fiel Angustias". Y más abajo: "Tú debes hacer de oficiante y rellenar esta historia de mi breve y devota vida de lector sólo conocida por ti". 


                                                                                                                  
  De don Natalio Feliz nada se volvió a saber. Acaso, en un postrero esfuerzo mental, había conseguido esfumarse de esta vida. Angustias barrunta la probabilidad de su petrificación en alguno de los estantes de la sala de lectura, acaso descansando entre las páginas de algún libro; una forma como otra cualquiera de perpetuarse en la memoria, aunque en el estado odorífero y táctil desprendido por aquellos tesoros, guardados con amor paternal por el desdichado Natalio: sus libros. 




  Esta historia está incluida en mi primer libro de relatos, Cuando el tiempo decide (2004), un homenaje sincero a la devoción por la literatura, una especie de oasis para mi salvación terrenal. 


  Por cierto, ¿alguien ha reparado en alguna particularidad de este relato más allá de su argumento? Por si nadie se ha dado cuenta, señalo la singularidad de que el lector no encontrará el término que, o qué en ninguna de sus acepciones, bien sea conjunción, pronombre o adjetivo; una manía como otra cualquiera de explorar en el infinito recurso de las palabras de quienes nos dedicamos al fantástico universo de la escritura.





 




 
                                                                                                                                                                                                          

                                                                                                                
                                                                                                                                                                                  
 
                                                              

                                                                                               


martes, 4 de abril de 2023

Cuando el mal acecha

 

Él está delante de ti, a cuatro o cinco zancadas de distancia, y un escalón de tierra lo mantiene ligeramente más bajo. Tiene las piernas abiertas y los brazos en jarras, y muestra esa sonrisa burlona que lo caracteriza y que se ha adherido a su cara como una garrapata al cuello de una presa. 


  De nuevo un comienzo brillante para una historia -la segunda novela de Ana María Campelo en apenas un año- inquietante, por la cual transita un personaje retorcido que atiende por el nombre de Nelson. En la cara opuesta, la de la transparencia, se mueve Blanca, la protagonista, una mujer de su tiempo casada con un francés al que alguien "se ha cargado" de modo intencionado. La viuda retorna a la casa paterna. Allí se despedirá del padre, e indagará en los años más antiguos para descubrir lo sucedido con su tío Fermín, y en los más cercanos, recuperando la íntima amistad con Nelson al tiempo de descubrir la faceta más siniestra de este. 




De nuevo la autora villafranquina proclama su capacidad de atrapar al lector desde la primera página, sin soltarlo hasta la resolución del misterio. En esta novela donde una detective ocasional (Blanca) quiere llegar hasta el final con el propósito de desentrañar la amenaza que le acecha desde la cercanía, vuelve a manejar con soltura los entresijos de las intrigas familiares. Para ello ha optado por dividir la historia en dos partes fundamentales. En la primera Campelo se sirve de varias estampas domésticas con el fin de introducir poco a poco en materia a los lectores, descubriendo estos las debilidades y fortalezas de cada uno de quienes integran la familia. Mientras la segunda no deja de ser un monólogo de Blanca, a lo largo del cual nos da una visión pormenorizada en torno a quien mucho antes de quedarse a vivir en Francia había sido su novio de juventud. Como Pupilas de escarcha, esta nueva entrega que se enmarca en el subgénero de misterio denominado domestic noir, es una enorme oportunidad de disfrutar con la escritura de Campelo. Ojalá saque pronto una tercera novela tan atrayente como esta titulada, Cuando el mal acecha.