martes, 20 de abril de 2021

Novela negra en estado de gracia

     Cuando uno se ha metido entre pecho y espalda la lectura de un porrón de novelas negras, se tiene la percepción de que será muy difícil sucumbir a la sorpresa de algo inaudito, poco corriente. Y eso fue lo que me pasó al leer esta obra genial del avezado escritor barcelones Francisco González Ledesma.


    Para el año 2007, fecha de publicación de la obra, González Ledesma había escrito unas cuantas novelas protagonizadas por el Inspector Méndez. Nacido en el año 1927 -tras una extensísima obra que incluye infinidad de novelas del oeste, románticas, y la utilización de unos cuantos seudónimos-, el escritor recibió su bautismo de fuego en el género que nos ocupa con su novela, Expediente Barcelona (1983), para a renglón seguido, en 1984, alcanzar el reconocimiento internacional al alzarse con el Premio Planeta por su obra, Crónica sentimental en rojo.

  

     
        Francisco González Ledesma, no cabe duda alguna, no es solamente una de las figuras indiscutibles de novela negra española -si bien siempre ha tenido más predicamente en Francia, donde sus obras se han publicado en ocasiones antes de ver la luz en España-, también es considerado uno de los pioneros del género junto a su paisano Manuel Vázquez Montalbán. Y es que en este género donde se manejan  clichés estandarizados para fabricar una buena obra, González Ledesma se desmarca de la autopista segura a fin de circular con cierto riesgo por carreteras poco convencionales. González Ledesma abandona los tópicos de la carpintería más propicia para llevar a buen puerto una novela policíaca, y a cambio nos seduce con su repertorio de trucos inesperados, giros argumentales y un policía poco convencional, a punto de jubilarse; con propensión a tomrse la justicia por su mano a partir de intervenciones poco ortodoxas.


  Francisco González Ledesma es el gran escritor de novela negra con mensaje social, pero también es un escéptico como su personaje fetiche: el Inspector Méndez. Y solo desde ese escepticimso es capaz de entender una Barcelona muy alejada de la postal, de la que guardan en el imaginario colectivo aquellos turistas dispuestos a empaparse de sus monumentos más recurrentes. Gracias a ese esfuerzo por dejar a un lado la Barcelona más amable, este escritor genial se viste de una especie de Joaquín Sabina, para diseccionar con el alma canallesca la cruda estampa de la cara oculta de la urbe. Se ha empapado tanto de su ciudad natal, que, al menos en esta obra de barrio, ha decidido respirar de los ambientes más impredecibles, para así escribir una suerte de balada triste en la partitura siempre expuesta de la investigación criminal.


   Unos cuantos años atrás se produce un atraco a una sucursal bancaria con el desenlace de un niño muerto. Muchos años después, uno de los dos atracadores aparece asesinado. El otro, un estafador de altos vuelos, temiendo ser la próxima víctima de Miralles (padre del niño y a quien considera el asesino), trata de eliminarlo antes de que sea tarde. En medio de la presunta venganza hace su aparición Méndez. Tras intentos varios de uno contra otro para eliminarse, el desenlace de la novela es, como debe ser, un tanto inesperada, aunque todos nos imaginamos quién será la víctima. No obstante, en sus casi 300 páginas hay espacios reservados para las subtramas, vidas novelescas (personajes como Ruth, Mabel, el propio Miralles o Eva, son dignos de tenerse en cuenta), mucha mala leche, ternura, profesionales del oficio más antiguo del mundo y un padre huérfano de hijo, con una capacidad imaginativa suficiente para recrear su vida, arrebatada en un antiguo atraco a una sucursal bancaria.


   Una novela de barrio ganó el Premio RBA de Novela Policiaca, y es, bajo mi punto de vista, un libro digno de ser leído por los amantes de la literatura, pero muy especialmente por los seguidores de la novela negra. Una auténtica gozada.


  

lunes, 5 de abril de 2021

Pervivir en la memoria

       Del autobús de línea se había apeado portando su maleta de madera raída, el semblante grave y una miaja de torpeza en las piernas por el reuma y la humedad de Gijón; justo en el preciso instante de escucharse seis martillazos sobre la campana más grande de la torre de San Francisco,  señal inequívoca de esa hora de la tarde. En la Plaza, todos observaban el andar pausado del anciano desde las terrazas de los bares, sin atender al resuello del autocar procedente de León, redoblado en tardes de calor como aquella. Parecía transparentársele la sentencia de muerte, pues, uno de los transeúntes que pasaba a su lado, le preguntó por si no se encontraba bien; pero el viajero evitó la enojosa explicación del Alzheimer diagnosticado hacía poco, aduciendo la monotonía de los kilómetros.


 

  Me daré un baño y trataré de olvidar como sea, mientras me tumbo un rato en la cama -pensaba ajeno a tantos ojos ávidos-. En el señorial Hotel Magnánimo había reservado habitación para la Semana Santa: "Y que sea exterior", demandó,  "con vista a la escalinata y pedregal del Campairo", así podría avizorar las jóvenes acacias del fondo. Hacía una barbaridad de su último hospedaje en un hotel; mas ahora, con la Invalided Permanente y Absoluta, podía permitirse un dispendio, y hacer realidad uno de los sueños inalcanzables de su niñez. De aquella hasta habría dado su álbum de cromos y los programas de mano del cine -sus bienes más preciados-, a cambio de alojarse al lado de las señoras y caballeros bien, que desde el corredor de casa veía desaparecer en el vestíbulo: ataviados con traje a medida ellos, y, según temporada, abrigos de chinchilla, o vestidos coronados de chal, las esposas.

   
   Las estancias eran como él las había imaginado siempre, con sus galerías sobrias y pulcras rodeando el patio, los pasillos bruñidos de alabastro; además de habitaciones limpias y amplias, de techos altos, con sus pertinentes radiadores; amén del cuarto de baño alicatado y grifería dorada y refulgente. 


    
    Ya en la suya, al quedarse sólo y aliviado de carga de la pesada maleta, abrió el balcón y, acodando los brazos en la baranda, se demoró, oteando la zona baja del barrio de su niñez y la casa de adobe. La vivienda mantenía el alivio del corredorcito decrépito, donde había destrozado pantalones por las rodilleras y mancado sus dedillos tratando de matar hormigas o abejas, antes de guarecerse en sus nidos, entre las astilladas traviesas de la madera. Ahora, perfilados al fondo los árboles de más abajo con sus primerizas hojas, le devolvían el recuerdo de medio siglo atrás: aquel afán de empujar el balón a la portería contraria enmarcada por dos de ellos, y el esfuerzo de alcanzar la copa de alguno, cuando el culpable de la mala puntería embarcaba la pelota, o bien intentaba escudriñar algún nido de gorrión.



  Inicio de mi novela Pervivir en la memoria (2010), un recorrido pausado por las calles y rincones de Villafranca del Bierzo durante una Semana Santa muy lejana en el tiempo.