sábado, 23 de diciembre de 2023

Feliz Navidad

  El año está a punto de concluir. Como cada diciembre, casi todos nos propondremos ser más felices, mejores personas, también cuidarnos algo más. El propósito de enmienda es sincero, acorde a fechas tan señaladas; pero en cuanto se retiran belenes, árboles y las luces que adornan las calles más comerciales de nuestros pueblos y ciudades, una vez los Reyes han tomado el camino de regreso a Oriente, esa especie de acuerdo tácito se diluye vertiginoso como lo haría un azucarillo en el café de la sobremesa. Así que un año más me limitaré a desearos a todas y a todos paz, salud, trabajo y prosperidad en el nuevo año a punto de comenzar, además de que disfrutéis de una fiesta tan entrañable y familiar como es la NOCHEBUENA (quien desee leer el cuento no tiene más que entrar en la palabra coloreada).




 


jueves, 21 de diciembre de 2023

Medio siglo de Tubular Bells

Hay años que por diversas razones se convierten en fructíferos para la música, y con el paso del tiempo y a pesar de él, en imborrables. Es el caso de 1973, uno de los mejores para la música en general. Entre otros acontecimientos por que un 25 de mayo salía al mercado Tubular Bells, uno de los álbumes imprescindibles para cualquier melómano que se precie, incluido aquel seguidor exclusivo de la música clásica. Aunque unos cuantos meses antes de ponerse a la venta, debió superar varios obstáculos, además de tener la fortuna de su lado por estar (Mike) en el momento y lugar adecuados.  



Claro que en 1972, el entusiasta compositor era un anónimo ciudadano, un completo desconocido para el mundillo de la música. Nadie estaba al corriente de la existencia de un chaval de diecinueve años, no ya solo capaz de componer una obra descomunal, sino de tocar infinidad de instrumentos, además de "campanas tubulares" El veredicto del incipiente trabajo grabado en maqueta fue el rechazo por parte de unas cuantas casas discográficas. Aducían para ello la inexistencia de canciones y la duración desmedida. Hasta que el millonario Richard Branso se fijó en el trabajo y decidió producirlo. Durante medio año Mike Oldfield se encerró en un estudio a las afueras de Londres para plasmar en vinilo lo que su mente había concebido sin cumplir los veinte. De hecho, Tubular bells fue el primer lanzamiento de Virgin Records, la discográfica fundada por el millonario. 



 
En un principio el nuevo álbum no se vendió demasiado, ni tampoco concitó la curiosidad de los críticos musicales. Sin embargo, al estrenarse la película El exorcista -del mismo año-, que utilizaba como parte de su banda sonora la música de Tubular Bells, comenzó a alzar el vuelo hasta convertirse en uno de los más vendidos de la década de los años setenta, proclamando a aquel joven Mike como la sensación del momento, "el nuevo Mozart", dijeron algunos de los más encumbrados expertos de la música. Si bien razones había para ir tan lejos teniendo en cuenta el ímprobo trabajo de composición del joven prodigio. 



Tubular bells es un disco conceptual que se divide en dos partes (por obvias razones de capacidad del vinilo). Se podría decir sin temor a equívocos que estamos ante una sinfonía moderna, originalísima, de una complejidad técnica casi incomparable a otros álbumes coetáneos, siendo un trabajo inspirador para muchos artistas y grupos de música progresiva que aparecerían más tarde. Hoy, cincuenta años después, aún supone un reto extraordinario tocar en vivo T.B. debido a la profusión de instrumentos musicales que se necesitan a fin de ejecutar la obral tal cual suena en el disco, con el añadido de hacerlos sonar ensamblados. 



El primer trabajo de Mike Oldfield permaneció en las listas de éxitos británicos durante más de 250 semanas, además de haber vendido en torno a quince millones de copias. Tubular bells tuvo dos secuelas en los años 1992 y 1998, sin llegar a alcanzar el éxito de aquel. 



                                                                                        
                            

 

martes, 5 de diciembre de 2023

Personajes de allá (9)

 

Por entonces, pongamos como ejemplo 1970, había una farmacia de ubicación incierta, otra farmacia en su tramo final, una droguería, varias tiendas de ropa, sastrerías, un bar, uno o dos restaurantes, el estanco, la ferretería, la oficina de telégrafos, una pastelería, una tienda de pinturas, zapatería, mercería, y por supuesto una tienda inclasificable para aquel entonces, pero que hoy podríamos denominar de obsequios y/o juguetería. Naturalmente era la Calle del Doctor Arén, la calle más comercial de la Villa, hoy un poco menos. En la tienda, con el suelo por debajo del nivel del firme de la calle, un desnivel vencido gracias a la existencia de dos o tres escalones, se podían encontrar todo tipo de objetos susceptibles de ser envueltos para regalo. 

          

Y ahí estaba ella, E ¿o H? A una edad incierta para fijar la memoria, el único recuerdo perenne que tengo de ella es el de una mujer madura, de cierta edad, respetable e incapaz de perder la compostura: ni una sola vez recuerdo haberla vista con una sonrisa de oreja a oreja. Ella se desenvolvía con destreza y sabiendo qué artilugios vendía y cómo los tenía que vender. La profesionalidad de la señora estaba fuera de toda duda a tenor de las ventas constantes de objetos útiles, como de algunos indicados para disimular el desconchado de una pared, o para acompañar a los humildes agumanil y palangana en los hogares modestos. 


Más bien menuda, con los cabellos peinados cual una señora distinguida (nunca supe si era viuda), a mi madre la atendía con delicadeza y trato cercano, sin excesos. Y yo, acompañante mudo escuchaba con atención el diálogo entre ellas. Cuando la acompañaba era por interés propio, pues había la posibilidad de conseguir otro más de los cochecitos antiguos a escala que la señora guardaba en uno de los estantes protegidos por puertas correderas acristaladas que daban de frente  al mostrador. Y es que aquellas estanterías guardaban auténticas maravillas, o al menos lo eran para mí, chiquillo con pantalones cortes y muchos pájaros en la cabeza. 


La señora tenía esa costumbre tan universal y villafranquina de exponer en los escaparates lo más llamativo de su repertorio, de manera que cuando se aproximaba la Navidad, las idas y venidas a su tienda se volvían incontables; al fin y al cabo era ella quien tenía la exclusividad de proveer a los Magos de Oriente los juguetes más exclusivos solicitados por los peques, al menos así ocurría en la calle más comercial de la Villa. Mis padres no fueron una excepción, así que algunos de los regalos pedidos -previo escrito de una carta- en aquellos años los adquirieron en su tienda. 


Hoy, ya consumido más de medio siglo, aún guardo como reliquias aquellos cochecitos a escala con regusto a antiguo. Y cuando les echo un vistazo como de soslayo, aún veo caminar con mesura a E ¿o H?  para descorrer las puertas y alcanzar una de esas miniaturas con ruedas que durante la infancia me hizo disfrutar una barbaridad, como también creo que a muchos de los niños de aquel tiempo, y a sus madres, por supuesto.





miércoles, 29 de noviembre de 2023

Gabriela, clavo y canela

 

No cabe la menor duda en cuanto a la maestría del autor brasileño Jorge Amado. Pero eso no es lo mejor, porque si algunos eruditos y críticos han puesto en tela de juicio su técnica (al menos en esta novela), no es menos cierto que, bajo mi punto de vista, la novela está estructurada de forma impecable, sin que se perciban fallas en la carpintería que mantiene firme la trama a lo largo de sus más de quinientas páginas. Por no comentar el indudable acierto, bajo mi punto de vista, de la proliferación de personajes que, sin llegar a ser profundos, ayudan y de qué forma a conocer tan bien como sus habitantes las costumbres y forma de vida de Ilhéus. 


  Porque al fin y a la postre es Ilhéus el protagonista esencial de esta historia tan maravillosamente narrada por Jorge Amado (tal vez el escritor más internacional y reconocido de Brasil). El título es inequívoco al mencionar a Gabriela como la indiscutible figura; sin embargo, a pesar de su importancia capital para la novela, la localidad de Bahía es el escenario por el cual transitan los viejos y los nuevos tiempos: el pasado, colonizado por "coroneles" y ricos hacendados, por pistoleros y matones, por calles sin asfalto o carencia de restaurantes; y el futuro, donde la ley comienza a tomar fuerza -al menos eso se trasluce al final de la novela con la condena al "coronel" Jesuíno Mendonça por haber matado a la esposa y su amante-, se ejecutan las obras en la barra para que puedan entrar al puerto las grandes embarcaciones, se construyen nuevos cines, se lanzan periódicos y levantan bibliotecas, dando carta de naturaleza al progreso en busca de un espacio para ser el protagonista. 


Gabriela, clavo y canela (1958) es un canto a la vida y a la esperanza, siendo su obra más celebrada de entre sus más de veinte novelas. Tal vez la clave de su rotundo éxito (más de ochenta ediciones, además de estar traducida a treinta y dos idiomas, y haber cosechado múltiples premios), estribe en la sencillez de contar los variados sucesos, además de la benevolencia con que trata a todos sus personajes, incluyendo los más retorcidos y testarudos. Pero también a la imprevisibilidad, es decir: a la facilidad que sus lectores tenemos de ponernos en lo peor cuando se han saltado todas las líneas rojas, para enmendar el autor nuestras suposiciones más negativas pocas páginas después, haciendo que triunfe algo tan impensado como es la dicha. 


Como anécdota a destacar es que fue tan enorme el éxito y revuelo de la publicación, que muchos de sus compatriotas que se embarcaron en sacar adelante un bar, a este lo bautizaron con el nombre de la mulata. Una mulata, eso sí, capaz de quitar el hipo al más estoico de los hombres según se desprende de las páginas.  


Una novela en resumidas cuentas que debe ser leída por quien se considere lector empedernido. Quien lo haga no se arrepentirá de una aventura tan sugestiva, mientras se sumerge en el goloso negocio del cacao, porque ¿a quién no le agrada disfrutar de un buen chocolate hecho con el cacao de Ilhéus?








 

                                                                                                       

domingo, 29 de octubre de 2023

Novelas incompletas

 

Novelas incompletas o algo asi es como yo califico a aquellas historias que por diversos motivos no terminan de fructificar, impidiéndose su publicación, o al menos ser leídas por ojos ajenos al del autor. Son como los hijos que nunca llegaron a nacer, o aquellas especies de animalillos malogrados por la voracidad del depredador de turno. 


El caso concreto de estas páginas que a continuación escribiré, corresponden a mi primera novela, una novela inédita, fallida en su estructura, si bien podría corregirse, pero inaceptable para los tiempos actuales teniendo en cuenta el cambio radical de pensamiento y costumbres de la sociedad con respecto a la de hace casi treinta años. Por entonces podría haber tenido aceptación, hoy sería tildada de políticamente incorrecta y rozaría el mal gusto. Así que, como en tiempos pretéritos donde terceras personas decidían el nacimiento o no de un nuevo libro, yo mismo y sin la colaboración de otros me he encargado de censurarla. No obstante, aquí os dejo el prefacio de esta novela incompleta, a través del cual se adelanta un poco por dónde van los tiros. 


PREFACIO  


Me gustaría comenzar argumentando sobre la conveniencia de que, tal vez, el título más adecuado para esta historia habría sido, El amante en la distancia, si solo se tratara de una ficción; sin embargo, con atinado criterio, el letrado de entonces y hombre de confianza del protagonista, me desaconsejó la utilización de esos vocablos que seguro son más literarios y prometedores que los de Juegos de artificio. Mas la veracidad de los hechos es tan palmaria y a la vez absurda, que ambas palabras, Juegos y Artificio, encajan en un mecano como encajaría la última pieza del rompecabezas en este asunto de homicidio. 


Dicho lo cual, en fecha reciente se dictó sentencia en un segundo juicio que, como en el primero, inculpa al Señor Maravilla, si bien enmienda la condena de treinta años de privación de libertad, quedando reducida a ocho años y un día de reclusión por el homicidio perpetrado en la persona de Doña Luciana Padilla. En el veredicto el delito pasa a calificarse de homicidio involuntario. Algunos de ustedes recordarán los detalles y particularidades de ambos procesos, ya que los medios de comunicación se hicieron eco de lo más relevante ocurrido a lo largo de las intensas jornadas vividas en la sala. Y a pesar de ello, soy consciente de que, si bien los más avezados en leyes creen saberlo todo del triste suceso, se equivocan, atreviéndome a afirmar que, ni siquiera conocen con exactitud de lo más trascendental. Sin ir más lejos, al margen de las pruebas periciales por imperativo legal, otras, que la inmensa mayoría desconoce, se quedaron al margen del primer sumario, como la entrevista registrada en dos cintas casete. Una grabación que habría ayudado a entender la conducta estrafalaria y equívoca de Don Prudencio Maravilla, la cual atenúa la visión desenfocada y brutal que aún se tiene de él. 


                                                                

Algunos meses después de publicarse en la prensa la noticia del presunto crimen perpetrado en la persona de Luciana Padilla Centeno, un periódico solicitó la publicación por entregas de las cintas previamente transcritas, unas cintas grabadas el 28 de noviembre de 1995, justo un día antes del homicidio. El diario vigués sabía de la existencia de las casetes por mi amigo Argimiro, el cual se dio cuenta de la utilidad y conveniencia de sacar a la luz pública las confesiones "inocuas" de su tío, por lo que -y provio consentimiento con reparos de éste y de buena parte de su familia-, aceptó el reto, aunque se pusiera al descubierto la verdadera personalidad del reo. 


Una vez cerrado el sumario, en el cual se omitía cualquier consideración respecto a la existencia de las cintas, y visto para sentencia el primer juicio; con la autorización del inculpado, se redactó la entrevista tal cual, sin omitir una sola coma. La entrevista que yo le hice, movido, lo admito, por cierta morbosidad, fruto de las constantes conversaciones con mi amigo, en las cuales me advertía de las acusadas peculiaridades de su tío, adolece de cierta discontinuidad en la cronología de los hechos; sin embargo, en aquel momento no me movía ningún afán periodístico, sólo, reitero, la curiosidad malsana. También, a modo de advertencia, admito que algunas de las preguntas se repiten, reconociendo que no todas tienen interés. Por otra parte, quien lo desee, podrá leer íntegra y de un tirón la célebre entrevista, en la cual queda demostrada la extraordinaria enfermedad que aqueja a Don Prudencio Maravilla López. 


Si bien, para prueba esclarecedora y definitiva, la segunda autopsia realizada a Doña Luisa, mucho más concienzuda que la primera, en la cual y por neglicencia del forense de turno, no se revelaba nada diferenciador, como no fuera la profusión de heridas y cardenales repartidos a lo largo de su cuerpo. Esa segunda autopsia no hubiera tenido lugar de no haber aparecido de un modo rocambolesco el diario de la asesinada, en el cual se apunta a la pista definitiva, precipitando así la exhumación de esta. 




Ahora, con la esperanza de que sea aceptada a trámite la apelación ante el Tribunal Superio de Justicia, el recurrente pasa los días en la Prisión de Alama, con la confianza de que la publicación del libro pueda ayudar en algo, mientras se preocupa por la incertidumbre de quedar absuelto o no. Por su parte, el Señor Sutil, su abogado, prepara con tenacidad y a conciencia la defensa y argumentos que encaminen a su representado hacia la libertad total sin cargo alguno, para lo cual incidirá en la premeditada argucia de la fenecida y su propósito de que el reo cargara con la condena de su autoinmolación.




                              





sábado, 30 de septiembre de 2023

BIENVENIDO MISTER MARSHALL (21)


 

En 1953 Luis García Berlanga dirigió su primera película en solitario -anteriormente había realizado tres cortos y el largometraje, Esa pareja feliz, en colaboración con Juan Antonio Bardem- logrando con ella el reconocimiento unánime de crítica y público, y formando parte desde entonces del selecto grupo de los más grandes realizadores españoles. La película, que en un principio se trataba de un encargo con el argumento de lanzar al estrellato a una cantante folclórica, termina, tras varias rectificaciones de guión, convertida en una suerte de comedia costumbrista, pero con otra visión más profunda a través de la cual se vislumbra la realidad española de mitad del Siglo XX. De esa visión tiene gran parte de culpa Miguel Mihura, que junto a Bardem y Berlanga firman el guión. El fundador de la Revista La Codorniz, es quien aborda algunos de los cambios más significativos con respecto al primer guión. De hecho es él quien ingenia la célebre frase que el alcalde (Pepe Isbert) pronuncia en bucle varias veces: <<como alcalde vuestro que soy...>> o el sueño que el propio Isbert tiene al convertirse en sheriff, como si se tratara de una película del Oeste. 



La historia comienza con la llegada a Villar del Río ("un pueblo español como cualquier otro", dice el narrador) de Carmen Vargas, una célebre cantante folclórica. El acontecimiento coincide con el anuncio por parte del Delegado General de la visita de un nutrido grupo de personalidades norteamericanas que reparten dinero por todo el país, y harán parada en el Pueblo. Manolo (Manolo Morán), el representante de la artista, plantea convertir a Villar del Río en una localidad andaluza. Para ello los vecinos convierten sus calles y rincones en un gran plató de cartón que sustituye a sus viejas piedras. El anunció de la llegada de un maná impensado ilusiona a sus moradores, hasta el extremo de confeccionar una extensa lista en la que cada cual pide algo para su casa y familia. Sin embargo, llegado el día X, la caravana de vehículos pasa de largo sin hacer parada. La cruda realidad regresa sin disimulos: los jornaleros del campo seguirán sudando la gota gorda durante jornadas interminables, haciendo frente al miedo y a la acción de sequías extremas, mientras desmontan el atrezo equívocado de días antes. 




A partir de personajes arquetípicos tan habituales en largometrajes y/o novelas como el alcalde, el médico, el boticario, el cura, el secretario del ayuntamiento, el barbero (siempre en masculino), y la cantaora, Berlanga traza con cierta improvisación y sin ambages la imagen certera de una España pobretona que se ilusiona con la utopía de una ayuda que sí tuvo la otra Europa al final de la Segunda Guerra Mundial. Si bien, pocos meses después de su estreno en el Cine Callao en abril, España y EE.UU. firmarían un acuerdo de colaboración en el cual entrarían en juego las bases militares.  


Como curiosidades cabe añadir que el film se rodó en la localidad madrileña de Guadalix de la Sierra. El presupuesto final se desvió hasta más de los cuatro millones de pesetas, cuando la media de coste solía rondar los dos millones y medio, si bien es cierto que la productora Uninci contó con 1.600.000 pesetas de subvención. Como dato curioso al respecto, Lolita Sevilla (la cantaora en la peli) se llevó 200.000 pesetas, Manolo Morán 75.000 y Pepe Isbert 50.000. También como dato interesante de la época, destacar que muchos de sus habitantes dejaron por unos días de atender la tierra para trabajar como extras en el rodaje, a razón de 25 pesetas diarias, cantidad nada desdeñable para la época. Otra de las curiosidades, o mejor decir sorpresa, es que el largometraje pasó con nota los recortes de la Censura, algo incomprensible teniendo en cuenta el tono reprobatorio disimulado entre las innumerables escenas cómicas. 


Bienvenido Mister Marshall triunfó en el Festival de Cannes como mejor película de humor; siendo hoy, a pesar de los setenta años transcurridos y aún admitiendo que los años sí le han pasado factura, una de las más celebradas películas de la historia del cine español.                                                        

                                                 



           
                                                                                           


                                                                                
       

martes, 15 de agosto de 2023

PERSISTIR EN LA MEMORIA

 

En el año 2018 publiqué “Teórica del fuego”, colección de 20 relatos que profundizan en el lado más siniestro de los seres humanos. Sicópatas, ladrones de ocasión, mujeres de doble vida, estrellas de la tele, torturadores, represores de la Guerra Civil, vaqueros de gatillo fácil, víctimas de la dictadura argentina, adolescentes esquizofrénicos, o exhibicionistas, transitan por las páginas del libro; incluso algunos de los ocasionales protagonistas mantienen relación con algunas otras de las historias del libro. “Teórica del fuego” me ha servido para profundizar en otras formas narrativas que en muchas ocasiones han huido de la ortodoxia y convencionalismos utilizados más habitualmente. Este relato titulado “Persistir en la memoria”, es la historia resumida de mi novela, Pervivir en la memoria (2010), si bien con ciertas licencias y contado de otra manera, con más libertad, donde el monólogo interior es el recurso utilizado por una mujer viuda para reflexionar sobre su vida: un amor traicionado, otro amor equívoco, la posibilidad de recuperar aquel primer amor deshecho por los convencionalismos familiares, aunque realmente resulte imposible por padecer el hombre la enfermedad de Alzheimer; y los recurrentes malos tratos a manos de un marido celoso y equivocado, guardia civil, que finalmente la deja viuda cuando es abatido a disparos por una partida de maquis. Esta historia tiene su continuidad en el relato “El primer bofetón”, incluido en  este mismo libro.



Justo cuando la tromba se está volviendo menos densa, presiento el momento de salir del cobijo de la marquesina y ampararme en el viejo paraguas de la adolescencia, a chapotear con esmero en los charquitos del andén. Y aquí estoy, discurriendo qué es lo que voy a decirte cuando al fin me encuentre contigo; mientras un ansia repentina de libertad y una inconsciencia de niña me reconfortan lo indecible. Hace un rato, no sé, hará el cuarto de hora, me vino a la memoria mamá, sus órdenes inequívocas. ¡Siempre haciendo la real gana! ¡Llévate el paraguas y ponte las botas! ¡Después cogerás un resfriado, y otra vez al médico y las dichosas inyecciones! Pero era mamá y todo lo que decía iba a misa, a ver si no quién era la guapa que le confesaba que quien realmente me hacía tilín eras tú. Ya sabes que no me gusta para nada ese amigo tuyo, y mucho menos que os paseéis bajo la lluvia como dos estúpidos jovencitos a la vista de los viajeros, por culpa de esa manía tuya de las caminatas a la verita de la estación. Dicen de él, tú ya me entiendes…, y yo, que bueno; pero solo es un compañero del colegio y nos llevamos bien, nada más. Cualquiera le decía que una vez en el ruinoso retrete de la sombría estación, el amigo Guto, tú, habías intentado ir más allá del beso en los labios. Tú cuidadín, que el chaval tiene querencia por las malas costumbres. Ya ves lo que dicen de Raquel, aunque sus padres se hagan los ciegos y miren para otra parte. Tú eras como eras, un poco lanzado, aunque con quince años y huérfano desde los doce, como yo, si bien solo de padre, tampoco era para pedir peras al olmo. Lo de Raquel ocurrió porque ella se dejaba y los dos iban algo achispados, que Guto, otra cosa no, mas mentir, ¡ni por estas! ¡Mira a Miguel, hija! Eso es otra cosa, alguien más sensato. Ha vuelto de la mili y ya se decidió por continuar en el servicio a la Patria, ahora como Guardia Civil. A pesar de su nueva responsabilidad, ahí lo tienes, intentando por todos los medios meter en vereda a ese rebelde de hermano, ¡Guto se llama!, ¿no?, para que no termine convirtiéndose en la oveja negra de los hermanos. Y no te creas, que bien a las claras se le ve que tú le gustas. Pero yo venga a llevar la contraria con que apenas tenía los dieciséis para andar de bailoteo con un hombre hecho y derecho de veintitrés. Y claro, por no desairar, por miedo al castigo, a obedecer como un corderillo cuando él dio el primer paso; así que accedí a los acompañamientos y a distanciarme de ti, por cierto, tan muerto de celos como nunca te he vuelto a ver. Primero fueron los paseos vespertinos por el andén de la estación, lo mismito que antes contigo; más tarde el baile de los domingos por la tarde y finalmente la pedida de mano que, qué más quieres niña, si te llevas al mejor partido del municipio, si solo le falta un bigotito como el de tu padre, que en gloria esté, y se parecería al mismo Errol Flynn. No tenía otra salida por la amenaza de meterme a redentorista, así que tras seis meses de novios formales nos casamos, yo recién cumplidos los diecisiete. No sabía nada de la vida, salvo obedecer y ser una buena esposa. Ahora que han pasado tantos años solo recuerdo con emoción los escasos paseos a la anochecida, arriba y abajo de la estación, cuando todavía no me había puesto la mano encima; y por descontado, los viajes al ralentí en el tren con destino a la capital, a verme el doctor lo del embarazo. Luego, eso de estar en casa junto a él se me volvió un suplicio. 

A los pocos meses de matrimonio ya estaba con su paranoia de si tú y yo nos veíamos a escondidas, si yo seguía estando perdidamente enamorada de ti. Pero ya ves, aquellas tardes de sosiego caminando al ladito de los raíles se fueron definitivamente al garete cuando el médico me dijo que venía muerto. Entonces Miguel no hacía otra cosa que culparme, reprochándome mi escaso entusiasmo y poca vitalidad, y sacudirme la cara cuando había empinado el codo. La primera vez, todavía lo recuerdo como si hubiera ocurrido ahora mismo, él venía bebido, propinándome un bofetón tras insultarme y llamarme desvergonzada, a cuenta tuya. Enseguida se mostró arrepentido y me imploró el perdón. Naturalmente le creí, pensando que jamás volvería a ocurrir algo parecido. Finalmente terminamos en la ducha, abrazados como dos tortolitos. Sin embargo, los malos tratos  se convirtieron en una costumbre en cuanto se emborrachaba. Y mamá, que no te preocupes, pues muy pronto tendréis otro. No vino ninguno más, ya que Miguel me dejó viuda al segundo año de vida en común. ¡Quién iba a pensar en una emboscada de los maquis, y más en un hombrón como él! Si hubiera sido por un accidente de tráfico, o qué se yo. En fin, es la vida. Pese a todo, yo no me volvería a casar, niña, y mucho menos con la bala perdida de tu cuñado, ¡te lo prohíbo! ¿Y si encima de vago nos sale un sádico como el hermano? Pero tú no cesabas de tirarme los tejos al mes del entierro, incrementando las acometidas en cuanto me puse de alivio. Para ti era un acicate verme con ropas menos oscuras y la tristeza olvidada; aunque yo, si te miraba atrevida, me parecía estar traicionando la memoria de tu hermano, ya ves. Me dicen por ahí que a Guto se le ve merodear por la calle, cerca de donde pisan tus pies; y alguien, no te voy a decir el nombre, me ha contado que el viernes pasado os han visto juntos en el tren que volvía de la capital. Te lo advierto porque aún eres una cría: ni se te ocurra hacerte ilusiones con el chaval, pero si tienes tentaciones fuertes, antes prefiero verte encerrada en ese convento. Sería capaz de matarte si ocurre algo indecente. Y yo, que sí mamá, que solo coincidimos en el vagón, y que qué querías que hiciera, ¿mandarlo a paseo? Te recuerdo nuestro parentesco y la cortesía. Tú venías de hacer unas compras y yo ya sabes a lo que había ido. Claro que la primera intención había sido ir a casa de mi amiga enferma, si bien, luego me encontré en la calle con Guto y lo acompañé por las tiendas. No le dejé tocarme ni un pelo, mamá; además, él sabe de sobra que soy la viuda de su hermano. En realidad, pero esto ya no se lo dije, dejé que me dieras un beso con los labios descosidos, nada más. Aunque tú intentaste persuadirme para hacerlo en una pensión discretísima, y yo te dije a ver si estabas chalado, como si hubiera hablado por boca de mamá, con la boca más pequeña, eso sí. Y ya ves, Guto, ahora que han pasado cuarenta años, me demoro bajo la lluvia, tratando de aprisionar una miaja de aquella libertad vigilada, a la espera de que llegue el tren, lo mismo que aquella tarde de septiembre de fiesta patronal y agua a mansalva. Ni un pasajero se veía deambular, y los cuatro o cinco viajeros se guarecían en la cantina, mirándome como hipnóticos. ¡Si no salí de la marquesina nada más que en el momento de la despedida, mamá! Ya, pero la mojadura fue de órdago. Yo bien sé lo que pasó, a mí no me engañas con esas cosas de la cortesía y la vieja amistad, que alguno todavía habla de la fuerza de ese idiota, y tú dejándote agarrar, sin bajarte de la escalerilla hasta el pitido del jefe de estación para la salida del tren.                                                                                          
¿Y qué se me perdía a mí en Gijón para decidir escaparme contigo? Mamá tenía razón, y tú también, pues no dejé de llorar en toda la noche, pensando en el embuste: si tú no me gustas ni para ir de compras, mucho menos para vivir juntos en una ciudad desconocida. Pero te quería como jamás he querido a nadie, con la rabia de mi cobardía, los celos royéndome por si caías muy pronto en las redes de otra pelandusca más, y por preferir la obediencia ciega hacia mi madre. Aunque también has de reconocer que con eso de irte a probar fortuna sin un duro en el bolsillo, y con tu fama bien ganada de vividor y holgazán, el futuro no parecía demasiado halagüeño. Es que si hubieras decidido marcharte con él las hubieras pasado canutas, hija. Muy capaz era de ponerte a trabajar en la calle y él a vivir del cuento y de tu deshonra, o tal vez a zurrarte la badana, como hacía su hermano. Pero mamá, ¿tú te crees que nací ayer? Aunque tal vez fuera cierto, porque, en ese momento, para nada me hubiera importado haber huido y sacrificar cuanto fuera por estar amarradita a ti. Ya me dirás un joven que abandona la escuela nada más quedarse huérfano de ambos padres, y a vagabundear; porque Miguel intentó por todos los medios colocarle de recadero en las oficinas de la mina, y él que para cien duros al mes no se molestaba en madrugar. ¿Tú te crees, alma cándida, que en cuanto llegue a Asturias se va a enderezar un chico como él, sin oficio ni beneficio? Te digo que en dos semanas habrá encontrado un puesto de trabajo remunerado como Dios manda, mamá, con todos los derechos y Seguridad Social incluida. Sin embargo, no fueron dos semanas y sí medio año el tiempo transcurrido hasta que te dieron el trabajo en el puerto, que ¡ya me gustaría saber cómo te ganaste la vida esos primeros meses en Gijón! Nunca sueltas prenda, pero ahora hay tiempo de que me lo confieses antes de lo irremediable. Aunque ya ves tú la vida, que el camino no se te habrá hecho de rosas, pero yo también he pasado mis penas hasta bien cumplidos los cuarenta. Mi matrimonio, ya no importa si te lo digo, no fue amargo, sino un auténtico suplicio. Ni mamá era capaz de confortarme; con decir de la puñetera obediencia en las alegrías y las calamidades, y si don Benigno venía a decirme lo mismo cuando me confesaba, ya estaba solucionado el asunto. Así que a sufrir las humillaciones y los golpes. Lo mejor en tu condición de viuda es ponerte a servir, ya el señor del piso de arriba se ha interesado por si podrías irle a limpiar dos veces por semana. Yo como una bobalicona me puse de criada y cocinera, porque el rico señorote no sabía hacer ni un triste huevo frito; ahora, eso sí: ni una palabra en cuanto a posible matrimonio. Si es más retraído que tu tío Arturito, mamá. Es que hija, eres más fría que un témpano de hielo. Algunos hombres prefieren ceder la iniciativa, y si tú no le insinúas, en fin, ya me entiendes: ¡jamás! Ahora, hazte a la idea de que resolverías tu futuro de un plumazo, sin dar un palo al agua. ¿No me decías de no volverme a casar nunca? Sí, hija, pero este es un partido inmejorable. Di muchos palos al agua, pues hasta los treinta y tres, no hice otra cosa que deambular de casa en casa al ritmo que tú debías tener romances con las asturianas. Ya ves, los seis años siguientes los pasé sin salir de casa, cuidando de mamá hasta que Dios se acordó de ella. Suerte de sus ahorros y de la pensión de viudedad, si no, no sé. Te digo lo de las asturianas, no vayas a pensar que me chupo el dedo, pues que tú guardes un silencio sepulcral no significa que yo sea tonta. Bien sé de cuando Raquel se escapó del pueblo en secreto, sin saber adónde, y luego me enteré por un pajarito que ella se había ido para vivir contigo, ¡y por dos años, nada menos! Me dolió ese idilio, aunque no veas el alegrón cuando me enteré que ella te ponía los cuernos con un compañero tuyo, también cargador en el puerto. Donde las dan las toman, hija. ¿No te dije más de una vez que Raquel no era trigo limpio? Cuanto sí tengo claro, es que tu amiga de la infancia se ha dejado corromper por ese que aún te atreves a llamar cuñado. Y ya ves, ¡quién podía imaginar que muchos años después de aquel desliz de adolescentes la dejarías volver a tu lado! ¿De verdad ese hijo tuyo no era también de ella? Sé que por los once años actuales de Santiago, difícilmente podría haber parido con cincuenta, mas la gente no para de cavilar, y que ella murió por el sobreparto. Espero que algún día te decidas a romper el silencio, porque a mí, ya ves, a mis casi sesenta, tras haber sufrido los maltratos de un marido y de haber superado un cáncer de mama, me importa un bledo todo tu pasado. 

Bueno, sí que me importa, pero no para echártelo en cara ni esas cosas; simple y llanamente me pareces un desconocido muy conocido con el cual me hubiera carteado tantos años, primero en Villafranca, y luego mientras estuve de cooperante en la ONG americana hasta hace una semana. Me reprocho haber sido una mojigata, no emprender una vida en común contigo, que tú bien que me lo escribías en las cuartillas, como si me lo restregaras por la cara y si te comportabas como un inmoral por mi desprecio. Vamos, que me caso, me enderezo y a formar un hogar con muchos niños, decías. Y mamá, que no quiero carteándote toda la vida con ese mequetrefe, yo bien sé, solo pretende conquistarte para que hagas el papel de barragana. Ya ves, Guto, y que mis padres que en paz descansen me perdonen, ahora estoy dispuesta a casarme contigo si aún es tu voluntad. Para nada me importa lo que te pueda suceder, ¡después de lo que he visto en Centroamérica! ¡Mira! Ahora llega un tren y pudiera ser el mío, aunque este parece más chico; y yo como una estúpida paseándome con el paraguas abierto cuando ha dejado de llover. ¿Te acuerdas de aquella vez en pleno invierno? Habíamos quedado de vernos en la capital, a pesar del aguacero; y mamá, pero hija, ¿a quién se le ocurre salir con la que está cayendo, nada más que por ver la crecida del río y las huertas anegadas? Yo que por curiosidad, pues he quedado con las amigas; y luego me iré a casa de, no recuerdo quién le dije, para hacer la taquigrafía con ella, que para eso es la más lista de la clase de don Osvaldo. Llovía seguido desde hacía cuatro o cinco días y me puse a caminar con el paraguas a la espera del convoy. A los diez minutos, como por ensalmo, cesó de caer agua.                                                 
En León a cántaros, y tú enseguida me abrazaste para cobijarnos en tu enorme paraguas, camino de Guzmán el Bueno, donde íbamos a consumarlo; mas, ya en el hostal, un miedo irracional a esas caras de mamá y de tu hermano Miguel, resucitado con tricornio puesto, que revoloteaban constantemente por la habitación con ceños fruncidos, me alteraban el ánimo, así que me impidieron realizarlo. Ya ves que estupideces hablo, aunque con la voz queda, no vayas a creer, pues solo cuchicheo. Realmente me resulta difícil anudar los diálogos para cuando nos veamos, y es que ignoro por completo tu nivel de comprensión. Pues no, Guto, este que llega se va para Madrid; parece un Talgo. Espero que no se te haya olvidado ir a recogerme, porque de Gijón apenas recuerdo nada, como no sea la playa de San Lorenzo. ¡Hace tanto tiempo! Acababa de cumplir los cuarenta y a mamá hacía un año que la había perdido. Yo apenas llevaba seis meses en el trabajo como oficinista y tenía ahorrados algunos cuartos. Tú, venga a incordiar con el dichoso viaje, a conocer el mar, ya verás cómo vas a disfrutar. Ahora sola como estás no tienes excusas; y no te preocupes que no pienso tocarte un pelo. Al final me dejé convencer, que no veas tú el calorón de aquel mes de julio y la humedad de ahí; suerte de los baños diarios, y lo bien que te portaste, si cuando me lo propongo soy como una hermanita de la caridad, me decías. Y a fe que lo fuiste, menos la víspera de mi partida, que no veas la moña. Tú, venga a forcejear, incluso llegaste a arrancarme algún botón de la blusa, y yo como una farsante defendiendo el santuario. No pasó a mayores porque la cogorza te impedía hacer más fuerza, aunque tal vez lo mejor hubiera sido llegar al final y hoy quizás ya fuera tu esposa. Tras aquel suceso no pude evitar un distanciamiento y la tardanza en dar respuesta a tus misivas, las cuales se redujeron a cuatro o cinco al año. Aunque, no vayas a engañarte, que a los pocos días de haber regresado al pueblo te había perdonado. Lo que no soportaba eran los infundios de la gente y ese afán de si yo era tu querida, que ya ves tú cómo llegaron a saber de mis vacaciones en Asturias. Así que me convertí en solterona más que en viuda, venga a leer libros y a ensayar en el coro, que no sé qué se te ha perdido a ti en la iglesia para dejar pasar el tiempo entre imágenes y cantos sacros. Y si no quieres casarte conmigo, hazlo con quien te venga en gana, o amontónate,  pero no despilfarres los pocos años de juventud que te puedan quedar. Si estás más rica que el pan; por si no te lo crees, más de uno, incluso más joven, estaría dispuesto a llevarte al altar. Y yo, que venga, no me vengas a vacilar. Eso me lo decías la penúltima vez que volviste al pueblo, hace ya casi diez años, porque la última, la de la Semana Santa pasada, es harina de otro costal. Entonces parecías el ratón y yo el gato, bueno, la gata; y no veas nuestros paisanos cómo nos escrutaban con sus miradas condenatorias. Fue entonces cuando me di cuenta de que ya no eras el mismo. Y no porque hayas envejecido lo tuyo, que eso es normal si toda la vida has hecho un trabajo tan duro y vas camino de los sesenta y uno; pero tu comedimiento, esos despistes frecuentes, cuando antes, si algo tenías era el memorión; y por encima de todo, cuando admitiste haber penitenciado el Viernes de Dolores, día de tu llegada, me hicieron cavilar. Me dejaste preocupada, lo admito. No vayas a creer, que cuando me dijiste: me confesé con un cura durante al menos diez minutos, y que si desde la Primera Comunión jamás lo había hecho, que ni siquiera recuerdo haber vuelto a pisar una iglesia, me alegré horrores pensando en tu conversión, mucho más cuando me acompañabas a todas las procesiones y te atreviste a portar como uno más la imagen del Nazareno. Pero intentaré por todos los medios recordarte nuestros años más jóvenes, que eso dicen va muy bien a las personas que padecen desmemoria, si bien evitaré hablarte de las palizas de tu hermano a cuenta de los celos. De haberme ocurrido aquello en estos tiempos, tal vez ni mi madre ni el padre Benigno hubieran sido tan consentidores con tu hermano, pero de aquella, hasta unas bofetadas de vez en cuando se podían convertir en algo razonable. 

Ya ves, ahora sin que me requiebres, cuando me has dejado de proponer en matrimonio hace un siglo, me pareces más vulnerable, yo diría, menos enigmático, si bien más interesante con tus canas y ese bastón que te acompaña allá donde vas. Mira tú lo poco interesante que puede llegar a ser un muchacho como ¿Guto, dijiste?, pero si ni siquiera los buenos días, que a lo más un buenas, y santas pascuas. Y lo faltón que es hija, y vago; en fin, dejaré el tema de una vez. Yo, señora, le juro a usted por estas, que a su niña no le ha de faltar un mendrugo de pan ni un abrigo en invierno. Si a su hija la deja, le juro que en cinco años, cuando volvamos al pueblo, no la conoce ni usted ni nadie. Y tú, venga a insistir, que si ya era mayor de edad y podía hacer mi real gana. Después, cuando te marchaste, no veas la bronca, que cómo se atreve ese entrometido a amenazarme con el rapto si no te dejo. Ahora no me importaría dejarme secuestrar y hacer esas cosas de jóvenes. Me parece que está llegando el tren. Por segunda vez en mi vida volveré a Gijón, quién sabe si para quedarme, aunque estoy pensando que si tú no me aceptas o ya no me reconoces, no por eso voy a abandonarte, ni tampoco a tu hijo. Con tu pensión y mis ahorros nos podremos arreglar al menos un par de años; y si se prolonga la situación, no te preocupes, pues yo me pondré a trabajar ahí. Estoy tranquila, pues si ocurre lo peor, regresaremos al pueblo con tu hijo Santiago y volveré al trabajo en la oficina. Lo pasaremos bien y saldremos a pasear cada día mientras sea posible, y cuando no, nos conformaremos con ver la panorámica de la ciudad desde tu buhardilla mientras te leo algún libro, como este Arpa de hierba que tú me regalaste la última vez, ¿o ya no te acuerdas? No obstante, te diré que eres un granuja por no decirme la verdad, siempre con evasivas cuando vas de reservado, que cuando no te interesa, te sales por los Cerros de Úbeda como si tal cosa. Lo decía mamá a veces, ya me dirás, hija, este mocoso de siete años que se llama ¿Augusto, o Guto, dijiste?, qué bien nos toreó con el asunto del tren, y si voy a escuchar el traqueteo del correo poniendo la oreja pegada a los raíles, eso es cosa mía, decías, y luego a pillar ranas en la charca, al ladito de la estación. Por cierto, este que viene sí me parece el tren a coger. Luego descubrí por otra persona lo del hijo tardío, y me dolió horrores, pues sin decir mentiras, no dejaba de ser una verdad a medias, aquello de no poder volver de vacaciones al pueblo por ¿estar ocupado? Ahora, lo que me va a costar perdonarte de veras, es que no me contaras lo de tu senilidad, o Alzheimer que llaman ahora. Gracias a que Santiago me lo confesó por teléfono, estoy subiendo ahora a este que definitivamente sí es mi tren. Deseo que vivamos juntos por el resto de nuestros días, también cuidar de tu hijo como se merece. ¡Anda! ¡Sí que se acerca pronto el revisor a mi compartimento! Es momento de dejar la matraca y de leer un rato esta revista del cotilleo: tiempo habrá de pegar la hebra.




 

 

 

 


                                  

lunes, 31 de julio de 2023

El Jarama

Cuando se pregunta por las novelas más destacadas e influyentes de la literatura española de postguerra, una de las que se cita siempre es El Jarama (1955). La obra de Sánchez Ferlosio, junto a La colmena (1951) de Camilo José Cela, El camino (1950) de Miguel Delibes, Los hijos muertos (1958) de Ana María Matute, Los cipreses creen en Dios (1953) de José María Gironella, Con el viento solano (1957) de Ignacio Aldecoa y Entre visillos (1958) de su esposa de entonces, Carmen Martín Gaite, conforman un ramillete de obras narrativas fundamentales para entendernos y entender la España de mitad del Siglo XX. Obviamente existen algunas otras que podrían añadirse a estas siete, si bien en lo esencial las citadas resumen a la perfección lo que era la vida entonces y cómo la población se adaptaba a las circunstancias y cánones del momento, existentes o sobreentendidos. 


Cuando Rafael Sánchez Ferlosio (Roma 1927) publica su novela más reconocida -a lo largo de su dilatada carrera literaria solo llegó a publicar tres-, ya es un escritor con cierto reconocimiento, después de haber publicado en 1951 su novela iniciática Industrias y andanzas de Alfanhuí, un trabajo de tintes picarescos abordado desde un incipiente realismo mágico. Su salida a la luz pública provoca entre los lectores un cierto revuelo después de muchos años sin publicaciones del género, un género dejado de lado en detrimento de otros más en candelero, algo tal vez provocado por aquellos años de escasez y fantasías que no eran propicios para ahondar en la realidad del momento. 


 
En esta novela intachable que es El Jarama, Sánchez Ferlosio nos describe con parsimonia y sin estridencias, una estampa veraniega de domigno a través de infinidad de diálogos (en mi opinión uno de sus mayores aciertos) que un nutrido grupo de jóvenes procedentes de Madrid intercambia mientras pasan buena parte del tiempo al lado del Río en una de las localidades próximas a la Capital. Dichos diálogos pueden parecer insustanciales, mas en su conjunto trazan sin altibajos ni sorpresas la estampa ideal de un conjunto de jóvenes deseoso de disfrutar de un baño apetecible. La acción tiene también otro escenario, y ese no es otro que la cantina de Mauricio, donde algunos parroquianos de más edad dejan que las horas se escurran sin remordimientos, atentos a las andanzas y peripecias del grupo de bañistas. A través de esa estampa costumbrista esculpida sin prisas, el autor hace una radiografía casi perfecta de la sociedad, de sus anhelos y fracasos, de su culpa y del retraimiento, de la alegria por compartir algo con los amigos, pero también de los roces entre ellos. 


                                                                                                              
Y al final, cuando parece que nada anormal va a ocurrir, cuando los jóvenes planean el regreso a Madrid, unos en moto, otros en bicicleta, algunos en tren, sucede lo inimaginable, que una chica, Lucía, termina ahogándose con la anochecida, y sin que los compañeros hayan podido hacer nada por salvarla. Las páginas parsimoniosas de la mayor parte del libro se vuelven aceleradas, al tiempo que el grupo de amigos se debate entre maldecir la jornada dominical y al tiempo cuchichear con respecto a la desgracia; contemplar con morbosidad el espectáculo de la muerte dibujado en el rostro de una chica joven con un porvenir incompleto. 


El Jarama,
creo yo, es una obra de obligada lectura,  al menos para quienes somos empedernidos seguidores de una de las generaciones más brillantes que haya dado las letras españolas, como es la de los años 50. Su mayor logro es que resulta de fácil lectura; y aunque pueda parecer estática, los diálogos la hacen ágil, de buen ritmo. Esta obra supuso para Rafael Sánchez Ferlosio el reconocimiento definitivo como escritor de primer orden, refrendado con el Premio Nadal y Premio de la Crítica Narrativa en Castellano. Un lujazo su lectura para acompañar en este verano de calores desmedidos.









 

jueves, 22 de junio de 2023

Pereira en el recuerdo

 
La primera imagen que guardo de Antonio Pereira viene precedida de un coche de línea al ralentí, con el sofoco al ascender el Puerto, y algunas caminatas por las más reconocidas calles de León, antes de entrar en el gran comercio del villafranquino. Mi madre estaba persuadida de su fiabilidad si adquiría un artilugio doméstico -no recuerdo cuál- estando disponible en el gran comercio al por mayor de su primo carnal. Antes de comprarlo, mejor observarlo con detenimiento y aceptar las recomendaciones del comerciante, que de ello sabía un rato. 

  Antonio, al menos desde mi visión de niño con muchos pájaros y escaso discernimiento, me pareció un señor más bien alto y distinguido; acaso las gafas de pasta ayudaran a esa impresión. Aunque también estaba su voz, una voz cálida, como de hombre conciliador, también excéptica (en grado venial), y barnizada con un pizco de socarronería. En realidad esa es la impresión que yo tengo ahora, pues a mis ocho o nueve años... No obstante, ese hombre elegante, de eso si estaba seguro entonces, no se parecía a ningún comerciante de la Villa, e incluso de Ponferrada.


  Y es que ahora que ha pasado más de medio siglo, infiero que Antonio, el hijo de José Pereira -hermano de mi abuela Concha, y por tanto su sobrino- comenzó a modular su voz al tiempo que consumía la vista leyendo libros en la trastienda de la Imprenta (Nieto), la que abrió mi abuelo Tomás, de oficio tipógrafo. El de Valladolid, de Valbuena de Duero, se convirtió en el tío político, y de rebote en su padrino de bautizo, algo que casi todos los villafranquinos desconocen. Acaso el carácter más bien seco de Tomás Nieto (nada que ver con la simpatía expansiva de los Pereira) ayudara al joven seguidor de muchos escritores a cultivar otra manera de expresarse más cálida, natural y a un tiempo convincente, solo posible en algunos escritores (no tantos) que han sido capaces de amalgamar el vivir diario con la creación literaria. 


  El primer libro de Antonio Pereira que cayó en mis manos fue su primera novela, Un sitio para Soledad. Algunos críticos vaticinaban que se trataba de una obra de iniciación, como si quisiera aprender el oficio de narrador de largo recorrido. Y nada más lejos de la realidad, pues con esta obra daba muestras de madurez, de ser un escritor cuajado, y además atrevido al abordar en pleno 1970 los anhelos de una mujer de provincias que huye del ambiente cerrado en el cual vive para experimentar nuevas sensaciones muy lejos de casa. Inevitablemente leí a continuación su primer libro de relatos, Una ventana a la carretera (1967). Una colección de relatos breves por donde se respira Villafranca, si bien, y a pesar de un localismo convencional, se traslucía un espacio vívido, venturoso, con moratoria para seguir superando obstáculos antes del decaimiento generalizado. Cuando terminé de leerlo, tal vez a los quince años, ya no quise otros divertimentos salvo el de escribir; y si escribía como nuestro paisano, mucho mejor. Así que hubo un tiempo de indefinición estilístíca en el cual mi máxima era imitar sobre una cuartilla sus invenciones, lo cual nunca logré, es obvio, teniendo en cuenta que Pereira es inimitable en la suerte de la narración breve. 


En su casa de la Calle Concepción he estado muchas veces de niño. Acompañaba a mi madre, muy aficionada a hacer visitas a Claudia, la madre de Antonio, "la tía Claudia", que decían siempre en mi casa. De la vivienda guardo el recuerdo imperecedero de una galería, y a ella, a Claudia, recostada en una mecedora, o en un butacón. Y hablaban, hablaban sin parar, de las cosas, de Villafranca, de las primeras publicaciones de Antonio. Aquello era algo parecido a un filandón diurno, como de andar por casa, pero capaz de calentar la cabeza de un chavalín hasta el extremo de idealizar ese oficio de inventar y contar. 


  A Antonio Pereira, ya reconocido en el mundillo de las letras, lo vislumbro subido a una tarima al final de la Herradura. Es junio de pájaros y negrillos, de poesía y recitadores. A su lado veo a otros del oficio más bello del mundo, pero nunca falta Victoriano Crémer; no me lo puedo quitar de la cabeza. Y antes, la víspera, a él junto a un nutrido grupo de poetas y villafranquinos siguiendo la estela de una ronda emocionada por las calles y callejas, atentos a las declamaciones, por lo común elogiosas con la capital de la poesía. El de la Cábila es ya un escritor de renombre, pero el espaldarazo -me parece a mí-, el reconocimiento unánime, llegaría muy poco después. 


   
   En 1984, el cineasta berciano José María Martín Sarmiento recluta a lo más granado de la narrativa leonesa, es decir: Julio Llamazares, Luis Mateo Díez, José María Merino, Pedro Trapiello y por supuesto Antonio Pereira, a fin de que cada cual elija un relato de su cosecha para adaptarlo a la gran pantalla en El filandón. Pereira se decanta por Las peras de Dios, publicado solo dos años antes en el libro, Los brazos de la i griega. El éxito de la película es inmediato y "las peras" están en boca de todos, siendo la historia una de las más celebradas  por su frescura, espontaneidad y el humor por la abundancia frutal entreverado con un erotismo incipiente. 


  Impelido por la popularidad de la Película, Pereira publica en 1988 El síndrome de Estocolmo, uno de sus mejores trabajos en narrativa breve, obteniendo el favor de la Real Academia de la Lengua en forma de Premio Fastenrath, y colocándolo en lugar preeminente en el mapa de la cuentística en el ámbito nacional. Desde entonces ya no para de publicar cuentos y más cuentos, algo insospechado antes de la Película, teniendo en cuenta que de 1967, año de Una ventana a la carretera, a 1982, cuando sale al mercado, Los brazos de la i griega, solo ha publicado un libro más de cuentos en 1976;  El ingeniero Balboa y otras historias civiles.   


  Al hilo de la abundancia de relatos,  un día de agosto de 2003 con canícula, mientras Pereira y yo departíamos en el tanatorio debido a la muerte de mi madre, afirmó más que preguntar, que con toda seguridad había abusado escribiendo tanto cuento. Yo le dije que de ninguna manera, aunque en conjunto rondase el número de doscientos, pues la calidad había sido la nota predominante de cada uno. Se quedó pensativo y no insistió, regresando al momento presente para decir que la prima Petra tenía buen aspecto, teniendo en cuenta la largura en años y la crueldad del Parkinson. 


  Con él me hubiera gustado charlar mucho más, pero estaba el impedimento de cientos de kilómetros de por medio. No obstante, al menos en los últimos quince años antes de su fallecimientos, nunca faltó el intercambio de tarjetones de Navidad, o las llamadas recíprocas a través del teléfono para darnos la enhorabuena por un nuevo libro, algún reconocimiento o galardón (muchísimos más él). Y por supuesto guardo como oro en paño su escrito a máquina que habría de servir de prólogo para mi libro de relatos,  Cuando el tiempo decide. Previamente a su publicación le ofrecí la dedicatoria de uno de los relatos, en concreto La mujer del anillo, por parecerme muy acorde -salvando las distancias- a la forma que él tenía de transformar los aconteceres más convencionales en espectáculos para el goce de la vista. Como es natural rechazó de plano el ofrecimiento por considerarlo fuera de lugar teniendo en cuenta su condición de prologuista, y yo añadiría, por no tener la calidad suficiente para hacerse acreedor (mi relato) a tan alta distinción.                                            

 Para concluir diría que si tengo que elegir mi libro favorito de relatos, yo, como Antonio Periera, me decanto por este prodigio de composiciones (cuatro relatos) llamado El ingeniero Balboa y otras historias civiles (1976). Muchos de los lectores empedernidos de su narrativa se sorprenderán por la elección teniendo en cuenta que el tratamiento de cada una de las historias no es el más frecuentado por él. En el libro, más que en ningún otro, Pereira da rienda suelta a la inventiva a través de nuevas experimentaciones. Quizás se atrevió a ello motivado por los acontecimientos de aquel momento, un tiempo de cambios radicales y muchas incertidumbres. Es así como el villafranquino pergueñó cuatro relatos extensos y suculentos donde se adivina su pluma; no obstante, aunque pueda parecer contradictorio, es el menos pereiriano de sus libros. En lo concerniente a las novelas, a pesar de la calidad de la primera, no puedo negar mi debilidad por País de los Losadas (1978).  


  No sé si mi madre llegó a adquirir el artilugio de marras previo descuento para parientes. Lo que sí puedo asegurar es que durante algún tiempo menudearon los viajes a la Capital con destino al gran comercio de Antonio Pereira, si bien la mayoría los hacíamos con mi padre al volante del Milquinientos, sin demasiado entusiasmo por su parte si ello suponía "perder el tiempo" antes de comprar el penúltimo grito de un electrodoméstico para el hogar.