miércoles, 22 de marzo de 2023

Cinefranca 2023

 

Lo bueno del cine es que durante dos horas los problemas son de otros. Eso decía con muy buen criterio Pedro Ruiz. Atendiendo a la sentencia del presentador y humorista, debemos multiplicar esa ausencia de problemas por ocho (películas), obteniendo dieciséis horas de despreocupación, incluso un regalo posterior de horas o días con buen sabor de boca para quienes nos consideramos cinéfilos contumaces, siempre y cuando ese tiempo haya sido ocupado en ver una obra de calidad. 




Después de algunas ediciones sin  celebrarse el Festival de Cine a causa del Covid-19 -si la memoria no me juega una mala pasada-, los organizadores del evento vuelven a poner a Villafranca y a El Bierzo en el escaparate del Séptimo Arte. Puede ser un espacio geográfico reducido, sí, pero suficiente para hacer felices a cuantos se acerquen al Teatro, convertido durante un fin de semana en el teatro de los sueños. Por ello, gracias una y mil veces a los responsables haciendo posible que los villafranquinos y bercianos recuperen el interés de ver largometrajes y/o cortometrajes en pantalla grande; todos, por cierto, de alta calidad, relacionados este año con la música. 





Cinefranca dará comienzo en el Teatro Gil y Carrasco el próximo viernes 24 con la bienvenida a los asistentes. Sobre las 22:00 se proyectará el documental The Beatles: Get Back. El documental aborda las fechas de grabación del álbum Let it be, una suerte de imágenes donde la camaradería, "el buen rollo", parece ser el denominador común de un grupo brillante dando sus últimos estertores. Para el recuerdo las imágenes de los cuatro tocando por última vez en vivo en la azotea de los estudios Abbey Road. El documental dará pie a una tertulia en torno al grupo más influyente en la historia de la música contemporánea. 




Tras dar apertura al ambigú y a un desayuno en el Bar Compostela, a eso de las 10:00 horas del 25, sábado, se proyectará Cantando bajo la lluvia. Poco se puede añadir a las críticas unánimes y elogiosas de esta obra maestra de Gene Kelly y Stanley Donen, con escenas increíbles, como la de Gene Kelly empapado mientras baila abrazado a una farola. Solo añadiré que está considerada entre las cinco mejores películas del género musical. 



Sobre las 12:00 se proyectará, Once, película irlandesa del director John Carney. Musical con muy buena pinta a tenor de los comentarios elogiosos de la crítica, y de la cual no puedo dar mi opinión al no haberla visto. 

  Tras la botillada para reponer fuerzas en el Mesón Don Nacho, en torno a las 16:30, se pasará el film francés, Azul. Correspondiente a la trilogía, Tres colores (los de la bandera francesa), del director polaco Krzysztof Piesiewicz. Juliette Binoche compone un personaje soberbio a través de un metraje que evoluciona con morosidad, para que fluyan con tino los sentimientos y angustia de la protagonista tras la pérdida del marido. 



Una noche en la ópera
es la propuesta para las 19:00 horas. Este clásico de 1935 dirigido por Sam Wood, supuso la consagración definitiva de los Hermanos Marx como estrellas indiscutibles del humor más hilarante, con permiso de Charles Chaplin. Para el recuerdo escenas como la del camarote del barco (el camarote de los Marx), siempre presente en el imaginario de los cinéfilos más empedernidos. 

  Antes de irse a la cama, tras la cena de rigor, coincidente con la fiesta en el Bar Pitillo a la misma hora, 00:30, se proyectará The Rocky Horror Picture Show, cinta de culto de 1975 que bebe de distintos géneros, suponiendo para Jim Sharman su mayor logro tras la cámara. Una avería en el vehículo, una tormenta y un castillo con un morador poco convencional, son el cocktail perfecto para disfrutar de cien minutos de metraje diferentes.



El domingo día 26 se inicia a las 11:00 con el pase de, Ensayo de orquesta, cinta rodada en 1979 por el genial Fellini. Sin ser uno de sus mayores logros, todo hay que decirlo, nos encontramos ante un trabajo singular, como casi todos los del italiano. En cierto modo es un ensayo, un ensayo sobre la política italiana de aquel momento; un ensayo con músicos de por medio que optan por rebelarse ante la tiranía de quien lleva la batuta. 

  A continuación, a las 13:00, y como final de fiesta del Festival, se proyecta, como en anteriores ediciones, una cinta de cine mudo, en este caso, otro de los enormes logros de Buster Keaton, El moderno Sherlock Holmes (1924), un mediometraje de 45 minutos durante los cuales, a través de un sueño, Keaton debe librar a la novia de un individuo infame. Naturalmente, para llevar a buen puerto el cometido de convertirse en quien no es, se acompañará de golpes de humor impagables. Al piano estará Ricardo Casas. 



De buena gana asistiría a la fiesta anual del cine, aunque hay el impedimento de la distancia para el disfrute de cintas de tanta calidad como estas. No obstante, cuando regresa Cinefranca, en mí siempre vuelve a renacer el recuerdo imperecedero de aquellos remotos veranos, cuando el Cine mantenía una actividad frenética, proyectando films de indudable calidad, martes, jueves, sábados y domingos, manteniéndose constante la afluencia de espectadores. ¿Qué tiempos aquellos! 


  A quien alberga dudas en cuanto a hacer una escapada, que las destierre: Villafranca es el lugar perfecto para disfrutar del buen cine, de su gastronomía y del entorno, acompañado en todo momento por gente que sabe de esto, como Fernando Navarro o Nacho Carretero. 



                                   

                                                         

                                                                                                  


                                                                                                                   
                                 



                                                                                                             








martes, 7 de marzo de 2023

Tranvía a la Malvarrosa, un tranvía hacia la libertad

 

Tranvía a la Malvarrosa (1994), es, no cabe duda, una de las novelas capitales de la última década del Siglo XX. Con un lenguaje sencillo, sacando a relucir estampas recurrentes de una Valencia provinciana aún (con el olor prendido a cada página de los tarongers) y sumergíendose en la memoria de muchos años antes, Manuel Vicent pergueña una obra en esencia autobiográfica. La novela abarca el periodo comprendido entre 1953 y 1958, o sea, toda la etapa como estudiante universitario de Manuel (Vicent), antes de partir a Madrid para añadir a su formación académica los estudios de periodismo, haciendo a posteriori fortuna como escritor de novelas y articulista en diversos medios de la prensa escrita de la Capital. En cierto modo, Tranvía a la Malvarrosa es, en esencia, la historia de dos viajes. Traumático el primero y satisfactorio el último. Entre uno y otro el castellonense escribe los anales de su estancia en la capital levantina. 


Al inicio de la novela, Vicentico el Bola, arquetipo de personaje con mayúscula, acompaña al joven Manuel y a otros más al burdel en la capital (castellonense). Ejerce de anfitrión, pues él se desenvuelve como pez en el agua en el ambiente del vicio pagado a tocateja. La excursión no acaba como se había proyectado, aunque Vicentico el Bola crea lo contrario. Al final, en la última secuencia, Manuel y Julieta/Marisa (su novia) se han subido al Tranvía con destino a la playa situada a tres kilómetros del centro de Valencia. Allí, junto a la joven francesa, tendrá su primera experiencia sexual. Pero entre la primera y última secuencias, acontecen historias cotidianas dignas de un buen escritor, como es Vicent. 


 
Por el resto de las páginas discurre el vivir diario de un estudiante de Derecho. Su lucha entre el bien y el mal, encarnados por la religión y el despertar de los sentidos. El aprecio por las melodías de moda (casi todas boleros) en los años cincuenta. La interminable mezcla de olores esperanzados, imposibles de eludir. Y una pléyade de personajes hechos de una pieza. Algunos inventados, pero inolvidables, como Vicentico el Bola, o la China; y otros que aún existían o ya habían fallecido, entre ellos el mismo Franco cuando visitó Valencia en aquellos años cincuenta. Aunque por encima de todo -obviando el recorrido personal de Manuel desde la adolescencia a una incipiente madurez-, la obra es un homenaje a la ciudad levantina. A través de varias estampas pintorescas, Vicent desgrana las vivencias diarias en comercios, burdeles, cabarets, colegios, la Universidad. También en calles o travesías reiteradas, a veces emotivas; y por supuesto, en la playa de la Malvarrosa, solo al alcance de quienes se aventuraban a coger el tranvía de colores verde y amarillo. Una metáfora de la libertad conquistada.                                                              

miércoles, 1 de marzo de 2023

Un fluido rosa que escaló hasta el cielo

 
Voy a retroceder casi cincuenta años. Estoy en el Campairo, en torno a 1974. Es verano, si la memoria no me juega una mala pasada. Hay bullicio de chavales como yo que jugamos al fútbol en la parte baja. El canto de los pájaros acompañan a nuestras escasas habilidades con el balón. Sindo (q.e.p.d.) toca en el piano alguna pieza clásica que llega a nuestros oídos a través del balcón abierto. Eduardo "Cañón" (q.e.p.d.), casero de nuestra familia, dialoga a voz en grito con la Sra. Engracia (q.e.p.d.) al inicio de la escalera de piedra adosada a nuestra casa. Y en la tienda de Sarmiento no dejan de despachar bombonas de butano azules. Cuando el partidillo concluye, Alejo, mi amigo de toda una vida, dice que lo acompañe a su casa (pegada a la mía). Alli nos entretenemos con nuestras cosas, entre ellas echar un vistazo a nuevas cintas cassette adquiridas por alguno de sus hermanos mayores. Junto al Abbey Road de The Beatles, alguna -no recuerdo cual- de Creedence Clearwater Revival, o alguna otra de Elvis, aparece otra tan llamativa como extraña por su carátula. Un rayo de luz blanca se refracta sobre un prisma triangular. Podíamos haberla puesto en el radio cassette, pero preferimos ir a lo seguro escuchando a The Beatles. 




Navidad del mismo año. Estoy en la casa de mis tíos (q.e.p.d) en Ponferrada. Mi primo Jesús (q.e.p.d), el hijo de mis tíos, es un fan de la "musica moderna" -razonable teniendo en cuenta que me lleva casi seis años de ventaja-. Cada mes compra las novedades a través del boletín Discoplay (ya desaparecido). Entre las adquisiciones me llama la atención que también él se haya hecho con la casette de marras. Me resulta todo misterioso, incluido el nombre, Pink Floyd, y un título tan largo, The dark side of the moon (ni puñetera idea de su significado; menos aún que estuviera escrito en inglés). En realidad no sabía si Pink Floyd era el título de la obra. Solo me quedaba la alternativa de escucharla con el volumen bajo al irme a dormir, haciendo tiempo hasta que mi primo regresara a casa después de estar con los amigos.


 
Al principio de la escucha sentí temor. Algo parecido al latido de un corazón, mezclándose con diversos ruidos, y la voz desesperada de alguien antes de dar paso al segundo corte, era para poner los pelos como escarpias, al menos en mi caso. Pero Breathe, era otra cosa. Un tema pausado que no se parecía a nada de lo que yo había escuchado hasta entonces. Claro que un temor -no tan intenso- regresó con el estresante On the run, una suerte de carrera contra el reloj dentro de las tripas de maquinaria pesada, aunque fueran sintetizadores. De súbito una explosión daba paso a una calma chicha acompañada del tic tac de múltiples relojes que pronto, a un tiempo, convergerían en un rebato de timbres, campanas, cucos; una extravagancia, pensaba yo, más llamativa teniendo en cuenta la condición de relojero de mi tío. Cuando pensé que ya no volverían los sobresaltos, teniendo en cuenta el inicio suave de The great gig in the sky, alguien de repente (Clare Torry) grita con desesperación, como si la vida le fuera en ello. La audición era un sinvivir, y sin embargo, algo, no sabría cómo explicarlo, me impedía pararla.


Pero antes de darle la vuelta a la cinta necesitaba tomar un respiro. Tuve incluso el momento de duda, pero al final la curiosidad de escuchar lo que quedaba tras la cara oculta, la morbosidad de extasiarme con sonidos tan atractivos como apocalípticos, esa de explorar en una realidad paralela, acabó por empujarme a poner la cara B.

La vuelta empezaba con un sonido familiar, el de máquinas registradoras. El bajo resultaba ahora más humano, al margen de arcanos singulares. Era el tema más terrestre, el más fácil de asimilar. Inferí que el resto de la música discurriría por la vía convencional, sin sobresaltos. Y sí, la cara B enseñaba menos los cuchillos. Cuando acabó la cinta, el latido del corazón me parecía menos desalentador que al comienzo. Era necesaria una segunda audición al día siguiente, reflexionaba, al tiempo de llegar mi primo, extrañándose de que hubiera elegido a Pink Floyd para hacer más soportable la espera.


Han pasado casi cincuenta años desde entonces, y sin dudarlo, esta es la obra que más veces he escuchado a lo largo de mi vida. Cuando compré mi primer radio cassette stéreo, la primera cinta en escuchar fue The dark side of the moon. Luego vendría el plato, y con él la compra del vinilo. Por último la adquisición de un reproductor junto al CD. No voy a ser original si digo que a una isla desierta me llevaría la composición de los británicos, tal vez para sentirme más cerca del cielo.


The dark side of the moon se puede catalogar de milagro en todos los sentidos. En 1973 Pink Floyd estaba en la plenitud creativa de su carrera. The dark... empezó a tomar cuerpo en la cocina de la casa de Nick Mason. De allí salió la idea de crear una obra conceptual en torno al estrés, la muerte, la avaricia y también la locura (algunos de los cortes están dedicados a quien fuera su líder, Syd Barret, fuera de combate por el consumo de LSD). Lo más chocante del caso es que en 1971 ya habían compuesto algunos de los cortes, tocándolos en directo sin aún haber sido publicados. Bien es cierto que todavía les faltaba el pulido final para rematarlos con pulcritud. El ensamblaje acometido en los estudios de Abbey Road estaría a cargo de Alan Parsons, reputado ingeniero de sonido que anteriormente había trabajado en algunos álbumes de The Beatles. El resultado final es una obra maestra. Los diez temas están aquilatados a la perfección, unidos con maestría, de manera que si alguno faltase, la obra se resentiría. No sobra ni una nota de este cocktail monumental.



Es meritorio destacar que, aun teniendo en cuenta los avances tecnológicos de los estudios de grabación a lo largo de los últimos años, en 1973 no era tarea sencilla llevar a los surcos de un vinilo las composiciones como Pink Floyd las había concebido, aunque ahora pueda sorprender a la gente más joven, teniendo en cuenta que con un simple ordenador se pueden conseguir sonoridades infinitas. Y es que PF destaca por muchas virtudes, pero en mi opinión sobresale por la pulcritud en el acabado, la persecución inmisericorde hasta atrapar el sonido perfecto, algo a lo cual nunca han prestado tanta atención ninguno de los artistas o agrupaciones, incluyendo a los más clásicos de la música popular.


Medio siglo más tarde (se publicó por primera vez el 1 de marzo de 1973 en EE.UU, y el 21 de marzo del mismo año en UK junto al resto del mundo), los logros de The dark..., son incuestionables. En muy pocos casos se ha dado tal unanimidad entre crítica y público al calificar de sobresaliente esta grabación. Por derecho propio es el tercer disco más vendido de todos los tiempos, con unas ventas próximas a los cincuenta millones de ejemplares. Es a su vez, el álbum que más tiempo ha permanecido en las listas de venta, por más de 900 semanas -cerca de 18 años-, 730 consecutivas, algo inédito, un hito que ni siquiera se ha repetido y difícilmente va a ocurrir. Los años que van de 1973 a 1975, e incluso después, con la publicación de su siguiente álbum, Wish you were here, Pink Floyd se convierte en la superbanda del momento, con montajes escénicos únicos por aquel entonces, donde el diseño de pantallas redondas e infinidad de luces se funden con la sonoridad impecable, siendo el denominador común de espectáculos inolvidables. Cabe añadir el éxito rotundo de su carátula, diseñada por George Hardie, perteneciente al colectivo Hipgnosis. Según la revista Rolling Stone, se trata del segundo mejor diseño para un disco en la historia de la música rock.



En resumidas cuentas se puede decir sin temor al equívoco, que hay un antes y un después tras la publicación de The dark... Antes de 1973, el rock sinfónico, o progresivo, se consideraba música para escuchar por minorías. A partir de entonces, la etiqueta de elitista dejó paso a multitudes deseosas de escuchar música diferente, dándose impulso a ellos mismos, pero también a agrupaciones que se desenvolvían en el mismo territorio musical, como Genesis, Yes, King Crimson, Jethro Tull, Emerson, Lake & Palmer, Camel, etc. Con The dark..., el cuarteto integrado por David Gilmour (guitarra y voz), Roger Waters (bajo y voz), Richard Wright (teclados y voz) y Nick Mason (batería), pusieron patas arriba el panorama musical de entonces, invitando a sus fans a emprender un viaje extraordinario por las profundidades del alma humana, sin necesidad de recurrir a comodines lisérgicos ni sustancias prohibidas; porque ellos solos, con su talento ilimitado, eran capaces de provocar un estado alterado de conciencia a cualquiera que escuchara esta obra imperecedera que es como una catedral sonora.