sábado, 7 de mayo de 2016

Nunca pasa nada (12)

  Casi al final de la película, Julia (Julia Gutiérrez Caba), una mujer de su tiempo, o sea, casi sometida a la autoridad del marido, es quien se viste de audaz y propone a su marido, Enrique (Antonio Casas en el film) que dé un paso adelante aunque sea a costa de romper el matrimonio, si en ello va la felicidad futura, o eso se deduce de las palabras, más atrevidas que en ninguna otra de sus brillantes escenas ( de los mejores papeles que le ha tocado en suerte). Porque, como ocurre en otras películas del madrileño, son finalmente las mujeres las que muestran más fuerza y coraje, a pesar de una secular dependencia del otro sexo que se acentúa con el advenimiento del franquismo.

   Junto a Muerte de un ciclista (1955) y Calle Mayor (1956), seguramente Nunca pasa nada (1963) forma el trío de obras capitales del maestro Juan A. Bardem, y eso a pesar de que al exhibirse en Italia, allí la bautizaron como Calle Menor, por considerarla un trasunto o copia inferior a la de 7 años antes. Es cierto que la crítica de entonces se mostró desorientada con el nuevo planteamiento narrativo del director, a lo cual ayudó la denuncia atroz de los sectores más reaccionarios, que para nada participaban de la mirada crítica hacia el matrimonio en la España de inicios de los 60, con sus dificultades para convivir en armonía. El sector más a la derecha consideraba una ficción el planteamiento de Bardem, pues en su opinión el matrimonio era el estado perfecto de estar en la sociedad de ese momento. Por todo ello, Nunca pasa nada no llegó a gozar del reconocimiento unánime de sus predecesoras, si bien en la actualidad sí se la acredita como se merece. 

  El argumento es de lo más convencional, pero solo al principio. Jacqueline (Corinne Marchand), una corista francesa  perteneciente a una compañía de revista que hace gira por distintas localidades de provincia, se ve obligada a permanecer en Medina del Zarzal (Aranda de Duero y Peñafiel) tras ser operada de apendicitis por el doctor Enrique. El hombre de 51 años que toda su vida la ha dedicado en cuerpo y alma a su vocación y vive casado desde tiempos remotos, siente una sacudida en sus entrañas a medida que se relaciona con la jovencita. Lo que al comienzo podía ser una agradable novedad en su rutinaria vida, se vuelve codicia y celos, pues termina por darse cuenta de que junto a ella podría reinventar el amor, algo por otra parte inaudito a tenor de la disparidad de edades, de la imposibilidad de entenderse -ella solo habla francés-, además del escándalo que supondría en la localidad una huida a la francesa.

  La proliferación de planos largos, atmósfera lluviosa y fría, secuencias nocturnas, paseos vespertinos, el acierto indudable de la N-I que pasaba por en medio de Aranda, además de un excelente ritmo narrativo, sin olvidar la magnífica fotografía a cargo de Juan Julio Baena, y las extraordinarias interpretaciones de Julia Gutiérrez Caba, Antonio Casas, Corinne Marchand y Jean-Pierre Cassel, hacen de la película una experiencia reflexiva y visual única. De añadido, escenas excelentes que pueden dejar al espectador noqueado.

    Resumiendo, Nunca pasa nada, además de un retrato fidedigno de una época ya pasada, deja la sensación en quien la ve de una sugestión antigua, o más bien yo diría que se convierte en un vehículo que amplifica un alarmante trasfondo de opresión de una sociedad rígida, y más en una ciudad o pueblo de provincias donde nunca pasaba nada.