martes, 14 de enero de 2020

La lluvia amarilla, la lluvia que no cesa

      La lluvia amarilla es por encima de una novela intimista descrita con la precisión de un neurocirujano, un sobrecogedor testamento de cómo un pueblo se sume en el abandono y olvido absolutos. Es un bofetón en la inconsciencia de quienes nos movemos en el medio urbano sin profundizar en la realidad inconmensurable de lo que se agosta delante de nuestras narices, incapaces (nosotros) de reaccionar, paralizados ante la irresoluble devastación de cientos de pueblos y miles de moradores que han de buscar otros lugares tal vez menos hostiles para sobrevivir.

                    

          Julio Llamazares escribió en 1988 este monólogo que supone su segunda novela tras haber publicado tres años antes Luna de lobos, un éxito editorial de crítica y lectores, posteriormente adaptada al cine por Julio Sánchez Valdés, y que profundiza en un grupo de maquis durante los primeros años de postguerra. Esta segunda, La lluvia amarilla, es algo más que un alegato o reivindicación de la vida rural, es una llamada de socorro desesperada y "silenciosa" reclamando la atención de quien se sienta llamado a salvar la agonía de los pueblos y sus moradores, y que en cierta manera podría considerarse una prolongación de la primera si únicamente nos ceñimos a la dureza de la montaña en la que se desarrollan ambas historias.


         
        Llamazares, que es un escritor comprometido con el ser humano y con la naturaleza, seguramente por su procedencia rural y sus éxodos de la infancia, a optado por reiterarse en la utilización de vocablos como: olvido, soledad, desesperanza, locura, melancolía, memoria, penuria, muerte, sombras, oscuridad, aparecidos, herrumbre, descomposición, podredumbre, tiempo, nieve, viento, niebla, con la firme determinación de subrayar el tono apocalíptico de la historia, con una clara intención de perseguir a los lectores hasta que por fin seamos conscientes de la verdadera dimensión que representa la pesadilla vivida por Andrés, el último ser viviente de Ainielle. En última instancia recurre a esa metáfora de la lluvia amarilla, en un claro ejercicio de querer equiparar la caída incesante de las hojas en el otoño invernizo de las montañas, con el transcurrir repetido y cansino del tiempo que se le enreda entre los recuerdos antiguos y evocadores de vecinos fallecidos, o que le habían abandonado a su suerte en pos de la suerte más factible en una ciudad. Finalmente sucumbe al influjo de la lluvia amarilla que le lleva a perderse en la enajenación, en el color amarillo en todas partes, también en su sombra que ha dejado de ser negra.


      Bajo mi modesta opinión, esta obra genial de Julio Llamazares, más vigente que nunca, debería ser de obligada lectura para nuestros representantes políticos, que en buena medida son los responsables últimos de la agonizante situación del medio rural, de esta España vaciada de la que no se cansan de predicar sin dar soluciones al respecto, muy al contrario, optando por medidas que se dan de bruces con el discurso de apoyo institucional, invitando a la emigración de sus moradores y a la desaparición inmisericorde de otro estilo de vida en puertas de ser engullido por la sociedad actual, por la unificadora costumbre de lo "racional" y provechoso.


   

        Reitero, obra genial del leonés Llamazares que deberíamos de leer por puro disfrute de sus párrafos y palabras, pero también para no sucumbir al egoísmo del tiempo actual, para no olvidar la memoria de otro tiempo, para no borrar de nuestras mentes una forma de vida que es anterior y muy diferente a la de los urbanitas, sustentada en un tiempo diferente, provisto de sabiduría y principios, de solidaridad y respeto a la naturaleza.