-No leas tanto, te vas a quedar sin ojos -solía
atosigarle la pobre Angustias-. De día en día te vas haciendo más renacuajo.
Todo el tiempo sentado en el sofá y leyendo sin parar, no es nada bueno para la
salud.
Pero el afanoso Natalio Feliz no hacía caso
de las fastidiosas peroratas de la vieja y le replicaba con la consabida
cantinela: “Ojo sin ver es como corazón sin sentir”.
Natalio Feliz había nacido más de medio siglo
atrás en la lejana región de la Pampa, de donde desertó en cuanto surgió un
comprador decidido a hacerse con Marahoja, la inmensa hacienda heredada cuando él
era apenas un mocoso.
A Natalio Feliz lo trajeron al mundo para
gozar de todas las comodidades afines a cualquier vástago con padres
potentados. Y esto fue así durante casi toda su infancia; pero, de sopetón,
inopinadamente, el amor familiar se fue al carajo con la muerte de don
Crescencio Feliz y doña Casilda Casares, embestidos, corneados y pateados por
una manada de vacas, desorientada ante la brusca y estruendosa tormenta
estallando encima de sus cornamentas. Cuando fue mayor de edad y pudo disponer
enteramente de la herencia dejada por sus padres, tras alguna veleidad por
abrazar el sayal negro de una congregación de clausura, vendió el enorme
rancho, y con los muchos millones de pesos, se determinó a vivir del cuento en
la patria de sus abuelos maternos: España.
Ya iba por la cuarta década residiendo entre
las escarpadas montañas leonesas, únicamente acompañado de la fiel sirvienta,
nativa de la misma aldea de Balouta, en donde ambos reposaban sus maltrechos
huesos e inconmovibles reúmas. Allí, al albur de las extremas temperaturas
invernales y de las copiosas nieves ancaresas, sobrevivían: él, embebido en la
lectura de libros, y ella, además de atender a su amo, afanada en alimentar de
leña la estufa. Con los años y la costumbre, dejaron de parecer el amo y la
criada, y aún hubo algún vecino decrépito aventurando el matrimonio de la
leonesa con el argentino, a pesar de los casi treinta años de diferencia entre
ambos. A pesar de ser hijo único, o quizá por ello,
desde muy chiquitín los padres le inculcaron el amor por la lectura en cuanto
aprendió a leer, y no era extraño verle leyendo a Lope, Cervantes, Calderón,
Schakespeare, o Moliere. A los once años, cuando se quedó huérfano, ya había
dado cuenta de la friolera de doscientos cuarenta libros, según rezaba en la
libreta donde iba apuntando con paciencia franciscana el título, autor,
argumento, género literario y el periodo comprendido entre el inicio y la finalización
de la lectura.
En los últimos tiempos, totalmente adaptado
al aislamiento de los crudos inviernos y a los imponentes riscos y peñascos de
silencios estremecidos, a Natalio Feliz, lector de al menos cinco mil libros a
lo largo de su existencia, le comenzaba a angustiar la lectura de las postreras
páginas. En cuanto atacaba la parte final de un libro, sus ojos se encrespaban
con venillas dilatadas a su ancho, y los dientes superiores mordisqueaban con
espasmos su labio inferior, mientras no dejaba de agitarse inquietamente sobre
la butaca granate de grandes orejas. Era entonces cuando se estiraba y
desperezaba, y por momentos recuperaba su estatura de antaño.
Un día, mientras mal digería las postreras
páginas de Flores del mal, su rictus, ya de por sí
patético, se mudó en la inexpresividad propia de un ciego, al cerciorarse del
atroz silencio que invadía la estancia. Angustias, la fiel sirvienta, no decía
ni pío desde hacía más de una hora; era anormal la ausencia de enfurruñamiento
de ésta, esa suerte de voces estrepitosas colándose por cada rincón de la
vivienda en cuanto tenía la mínima oportunidad de echarle en cara su escaso
dinamismo. ¿Y si se había colgado de una de las vigas de la despensa, con su
bocio trasegado en bolsas moradas a ambos lados del cuello? ¿Y si se había
quemado al intentar retirar el puchero de la leche hirviendo en el fogón?
Entonces la llamaba con voz crispada y la vieja Angustias le contestaba
cansinamente: “Ya estás a punto de acabar con otro libro, ¿no es así?” Y el
argentino se calmaba y volvía a la lectura de las lastimeras hojas.
Sin embargo, pese a los contratiempos de los
últimos meses, sólo era feliz saboreando la lectura de las palabras repartidas
en infinidad de libros y palpando las tapas y hojas, además de aspirar el aroma
de éstas, para lo cual pegaba la punta de su nariz al papel escrito y se dejaba
ir por senderos reconfortantes. En los escasos instantes de descanso, sus
agrietadas pupilas se posaban sobre los libros, cuidadosamente colocados uno
tras otro sobre las estanterías de nogal cubriendo las cuatro caras de la sala
de lectura, del suelo al techo. Natalio Feliz pasaba meses sin salir de la
casa, era Angustias la encargada del negocio de ésta. Sólo con el estío, Don
Natalio se aventuraba por las tortuosas calles de León a fin de hacerse con una
rareza editorial, y si no encontraba lo que buscaba, entonces viajaba a la capital
de España, convencido de hallar lo imposible. Paseando entre calles de vicios
inconfesables o sobre el firme de una plaza con el socorrido nombre de España,
al final solía hacerse con el ejemplar deseado. Entonces, concluido con éxito
el viaje, Natalio retornaba, casi siempre con una caterva de legajos y libros
al borde de la extremaunción, y así recuperaba la reclusión voluntaria al amor
de la literatura. Recobrado el encierro, sólo se topaba con la estación
veraniega al abrir por las mañanas la ventana de su habitación y luego, al
hacer lo propio con el balcón de la sala de lectura; aunque, más por el canto
de algún pájaro, pues la brisa matinal soplando entre las montañas casi nunca
le hacía reparar en el sopor propio de esos meses.
-¡Venga! ¡Déjese de versos! Aún se va a
enfriar la sopa-, solía decirle la hacendosa Angustias para sacarlo del
mutismo. De esta manera, Natalio cerraba el libro, lo dejaba ceremonioso sobre
la hundida posadera de la butaca y corría al encuentro del alimento; pero con la firme determinación de devorarlo
cuanto antes y retornar a la ocupación de su vida. Ni siquiera la sopa de
letras, a veces formando inciertas palabras, le hacía sucumbir a los encantos
del azar. Mientras comían no solían dirigirse la palabra, si acaso, alguna vez,
Angustias le conminaba a enderezarse sobre la silla de la cocina, pues sin
darse cuenta, Natalio se escurría, y su boca apenas llegaba a estar a nivel
del plato.
-Te estás quedando raquítico. Como sigas
empeñado en pasarte los días sentado en el sillón, cuando mueras no alcanzaremos
a verte ni con lupa.
Al escuchar la afrentosa reconvención de
Angustias, su carácter de por sí sosegado se irritaba; así, terminaba saliendo
por la tangente y recriminando a la vieja por no haberle echado la suficiente
sal al cocido, o por no desalar debidamente las patas y el rabo del cerdo.
Cuando la fiel anciana se iba a la cocina en busca del segundo plato, su amo
mandaba sus ideas a explorar entre las repletas estanterías. Le atosigaba el
pensamiento de releer el Trópico de
Capricornio u optar por los almibarados versos de Juan Ramón, una vez
concluyese la lectura de las últimas páginas de alguna otra obra, si éstas le
dejaban concluir y no se moría en el intento. Angustias retornaba de la cocina
con el segundo plato y los postres. Mas, por lo común, Natalio prescindía del
segundo y se entretenía en deglutir una rosquilla para cumplir con el expediente
antes de retornar a la lectura.
Siendo adolescente había leído a Voltaire,
Racine, Shiller, Goethe, Homero, Virgilio, Petrarca. Luego se empezó a
interesar por Faulkner, Galdós, Víctor Hugo, Hemingway, Sartre; pero el
desequilibrio de sus ideas comenzó cuando se aventuró a leer a Sábato, Borges,
Bioy Casares, García Márquez, Benedetti, Cortázar, Quiroga, Bryce Echenique,
Carpentier, y otros autores sudamericanos; con ellos le floreció la certidumbre
de una muerte súbita instantes antes de concluir la lectura de cualquier obra.
La angustia de conocer su suerte final le hacía leer espasmódico hasta altas
horas de la madrugada; horas mortecinas, sólo agitadas por los ronquidos de
Angustias, ajena a las elucubraciones de su amo.
Así fue como en la aldea comenzaron a crecer
las desgracias. Un buen día de agosto, cuando Natalio finalizó la lectura de Robinsón Crusoe, empezó a nevar y el
inesperado espectáculo se prolongó durante dos semanas. Una noche, terminando
de leer Ulises, la abnegada Angustias
se levantó con un acceso de urticaria en el vientre. Otra de tantas ventosas
mañanas de marzo, nada más cerrar el libro y ponerlo junto a los otros sobre la
estantería, oyó el estampido de una escopeta de caza; al punto se enteró del
suicidio del viejo Augusto. La desgracia del incendio forestal destruyendo
algunas pallozas de la aldea, coincidió con la conclusión de la lectura de Luces de Bohemia. Fue entonces cuando ya
no le cupo la menor duda de ser él y sus lecturas los causantes de los
infortunios últimos. Llegó a la convicción de estar transmitiendo energía
negativa a todo cuanto pertenecía a la aldea; por tanto debía dejar el vicio de
la lectura si no quería convertirse en un exterminador. Una noche con un frío de perros, Natalio
Feliz le confesó a su sirvienta la certidumbre de su pronta desaparición de
esta vida, antes de dar ocasión a alguna nueva adversidad, como la definitiva
desaparición de Silvano, el cual se debatía entre la vida y la muerte desde
hacía medio año. La atribulada sirvienta no se apartó de su lado aquella noche,
limitándose a observar cómo el cariacontecido argentino vacilaba entre abrir o
no la novela Nana, continuamente
acariciada por sus huesudas manos.
Aquella larga noche no ocurrió nada; sin
embargo, a la semana siguiente, durante otra madrugada de chirridos de
contraventanas y silbidos gélidos penetrando a través de la chimenea de la
estufa, Natalio no pudo soportar por más tiempo la angustia de no saber y, ya
recostado en su cama, se puso a leer. Cuando Angustias entró en su dormitorio
como hacía habitualmente, y le espetó la sempiterna sentencia: “No leas tanto,
te vas a quedar sin ojos”, vio a su amo muy inquieto y pálido; entonces, cuando
la anciana le iba a preguntar si quería una manzanilla o leche caliente,
Natalio, con parsimonia y desgana le contestó:
-Para tan pocas horas no merece la pena tu
preocupación por mi vista.
Sin más, y un poco mosqueada con la actitud
de su amo, la siempre servicial Angustias se retiró a su dormitorio a rezar el
rosario como hacía cada noche, a pesar de no concluir jamás la plegaria.
A la mañana siguiente, al entrar la vieja en
el cuarto de su amo con el fin de despertarlo, se encontró con la cama deshecha
y sin Natalio. En lugar del lector empedernido se topó con un mamotreto de mil
pares de hojas vacías, en cuya cubierta se podía leer la leyenda Remembranzas del criollo Natalio Feliz Casares, y en su primera
página: “Para mi buena y fiel Angustias”. Y más abajo: “Tú debes hacer de
oficiante y rellenar esta historia de mi breve y devota vida de lector sólo
conocida por ti”.
De don Natalio Feliz nada se volvió a saber.
Acaso, en un postrero esfuerzo mental, había conseguido esfumarse de esta vida.
Angustias barrunta la probabilidad de su petrificación en alguno de los estantes
de la sala de lectura, tal vez descansando entre las páginas de algún libro;
una forma como otra cualquiera de perpetuarse en la memoria, aunque en el
estado odorífero y táctil desprendido por aquellos tesoros, guardados con amor
paternal por el desdichado Natalio: sus libros.
Natalio Feliz formó parte del libro coral que como bien indica el título incluía 100 relatos. Por otra parte, también integró mi libro de relatos, Cuando el tiempo decide, distingudio en 2005 como libro leones del año en la modalidad de creación.