miércoles, 26 de mayo de 2021

Entrevista a Cristóbal Halffter (1ª parte)

 

       Retrocedo 36 años en el tiempo.

      Es sábado 1 de diciembre de 1984. La Colegiata acoge el concierto nº 100 de la Sociedad Filarmónica Juan del Enzina. Interpreta el Coro Universitario de León bajo la dirección de su director, Samuel López Rubio. En la primera parte, la agrupación vocal interpreta obras de Juan del Enzina, Monteverdi, Tomás Luis de Victoria, etc. Para la segunda, el plato fuerte: Gaudium et Spes-Beunza (1972), que se tocaría por segunda vez en España. Una cantata para coro de 32 voces y cinta magnética -a cargo de la cual estaba el propio Cristóbal Halffter-, que venía a homenajear a Pepe Beunza, objetor de conciencia, y con él a todos los objetores de conciencia que por aquel entonces apelaban a su libertad personal para eludir el llamamiento a filas. Una muestra más de su liberalidad y compromiso social. Del concierto me hice eco publicando una amplia reseña al sábado siguiente en lo que era el nº 9 del Semanario Bierzo 7.


     El éxito fue tan arrollador, con aplausos prolongados, que el villafranquino de adopción, emocionado por las muestras incondicionales de apoyo a su creación, tuvo que decir, visiblemente emocionado, algunas palabras de gratitud para los asistentes y también para el Coro y su director. Por mi parte, o mejor dicho, mi parte más mística e inmaterial, parecía navegar por otra dimensión. El Impacto al escuchar la interpretación fue tan brutal, me dejó tan impactado, noqueado en términos pugilísticos, que pensé que yo tenía la obligación de entrevistar al compositor con domicilio en el Castillo, si no estaba viajando debido a sus obligaciones profesionales.

     

        Concretar la entrevista no fue tarea fácil. Hubo al menos tres intentonas, pero, o bien porque Halffter no estaba en Villafranca, porque yo era un recién estrenado corresponsal de la Villa haciendo mis primeros pinitos, o porque el Semanario Bierzo 7 -para el que escribía- acababa de nacer el 13 de octubre de 1984 y por tanto aún no era demasiado conocido, la entrevista no se apalabró hasta un mes más tarde.

      

         

         Era 4 de enero de 1985. Por la tarde, aunque no puedo concretar la hora, tal vez en torno a las siete. Mi prima Victoria y yo fuimos recibidos por Marita y dos pastores alemanes, si no me falla la memoria. No hacía demasiado frío, me parece, y desde luego no llovía, porque Pedro, su hijo pequeño, estuvo todo el tiempo fuera. Su madre nos advirtió de que ese mismo día celebraba su cumpleaños, el 14. En la cocina, con funciones de recibidor, una joven acompañaba a nuestra anfitriona, pero no recuerdo bien de quién se trataba. El hogar estaba caldeado gracias al fuego de la gran chimenea.


     Estuvimos unos quince minutos hablando mientras el maestro Cristóbal se ocupaba de algo en otra estancia: tal vez de una composición, de una charla telefónica amigable, o de una charla telefónica con un fin más concreto, como dar otra entrevista. Marita, amabilidad personificada, se interesaba por nuestras vidas. Mi prima acababa de terminar Magisterio y yo había finalizado el servicio militar. Tras algún intercambio más de información poco trascendente, nos anunciaba que su marido tenía la agenda completa hasta bien entrado 1986. Se refería, claro está, a compromisos compositivos, y los diversos conciertos o recitales a los cuales estaba invitado, especialmente en territorio germano, donde allí sigue siendo una autoridad musical de primer nivel.


    Al fin y tras una espera que me empezaba a impacientar, Cristóbal Halffter apareció en la cocina disculpándose por la tardanza, a pesar de que Marita había intentado acortarla avisándole de nuestra presencia, por si se le había ido el santo al cielo. Lo acompañamos a través del pasillo, y si la memoria no me traiciona, ascendimos por una escalera angosta hasta la primera planta. Allí nos adentramos en una salita acogedora. Nos sentamos en torno a una mesa camilla breve. De la estancia no me acuerdo para nada, solo de la camilla. Nos saludamos más brevemente que lo habíamos hecho con su esposa -yo estaba francamente nervioso por la dimensión de mi entrevistado; y por si fuera poco, la entrevista la iba a hacer entre los muros de un castillo-. Unas cuantas frases de cortesía fueron suficientes para comenzar con la interviú, no sin antes darle la más sincera enhorabuena por el concierto del primero de diciembre. Sin embargo, la entrevista no podía empezar de peor manera. La grabadora parecía no marchar. Me temí lo peor: que se hubieran agotado las pilas. Pero no, lo que realmente fallaba era la cinta. Una casette regrabada y que seguramente no era la más apropiada. Finalmente la grabación se pudo realizar sin contratiempo -aún la conservo en la cassette, como oro en paño-, pero el sonido deja bastante que desear, aunque sí es audible.


     La entrevista se prolongó durante casi una hora. Finalmente salió publicada al mes siguiente en dos entregas, concretamente los sábados días 2 y 9 de febrero. A Marita, como prometí, le envié por correo certificado los dos ejemplares a su casa de Madrid. Desde entonces, y aunque la distancia de los kilómetros no me ha permitido tratarlo con más frecuencia, siempre hemos mantenido la cordialidad. Pero a lo que no he renunciado jamás es a la admiración más sincera por uno de los compositores más comprometido, no únicamente con la sociedad, también con la búsqueda constante de nuevas vías compositivas, con la innovación en resumidas cuentas, huyendo constantemente de cualquier tipo de encasillamiento.


       En próximas entradas transcribiré íntegra la entrevista publicada.

miércoles, 19 de mayo de 2021

Un disco sobresaliente para un año convulso

    Cuando Bruce Springsteen publicó en 1980 el quinto álbum de su carrera, titulado The river, posiblemente ya era sabedor de que había parido el primer gran disco de la década. Aunque 1980 ya había alumbrado obras como Back in black de AC/DC, Closer de Joy Division, o los discos debut de Iron Maiden y Pretenders, que llevaban en sus carátulas idéntico título, el disco doble compuesto por el Boss era algo especial.
  
     En 1978 Springsteen había publicado The darkness on the egge of town tras ímprobos esfuerzos y tres años de silencio forzado, después del apoteósico recibimiento de su tercer y consagratorio trabajo, Born to run. Este, paradojas del destino, supondría la ruptura con su representante y amigo Mike Appel. A cambio de volver a publicar y que este renunciase a su representación, debió desenbolsar una importante cantidad de dinero que le dejaría casi sin blanca. Todo aquel litigio que se desarrolló en paralelo a la gira de promoción del Born to run por EE.UU., influiría decisivamente en sus posteriores composiciones. Temas más oscuros, sin la inocencia de los anteriores, pero más elaborados, fueron la base de The darkness on the egge of town, transmitiéndose esa suerte de melancolía a algunos de los veinte temas que integran The river, si bien con menos dramatismo.

   
   
En su autobiografía, traducida por Ignacio Juliá, Springsteen dice al respecto del nuevo disco: <<Tras la seriedad implacable de The darkness, quería que las canciones escogidas tuvieran un rango emocional de mayor flexibilidad. Además de gravedad, nuestros conciertos abundaban en diversión, y esta vez iba a asegurarme de que ese factor no se perdiera>>. Más adelante admite que: <<Tras algún tiempo de grabación, preparamos un álbum sencillo y lo entregamos a la compañía discográfica. Consistía de una primera cara con The ties that bind, Cindy, hungry heart, Stolen car, Be true; y una segunda con The river, You can look (but you better not touch), The price you pay, I wanna marry you y Loose ends>>. Más adelante confiesa no estar satisfecho con el resultado final de esos diez temas (algunos como Cindy, Be true o Loose ends serían descartados finalmente), al respecto dice: <<Quería algo que solo pudiese provenir de mi voz, informado por la geografía externa e interna de mi propia experiencia. El álbum sencillo The river que había entregado no nos llevaba a ese lugar, así que volvimos a meternos en el estudio.


      Bruce Springsteen volvió a encerrarse en el estudio para grabar durante otro año más, hasta componer un racimo de temas fantásticos que terminarían por completar uno de los discos dobles más importantes en la historia del Rock, y no tan formal ni sombrío como su predecesor. Claro que para ello contó con la inestimable calidad y saber estar de la E Street Band. A propósito de sus acompañantes de toda una vida musical, Bruce decía: <<Es el álbum en el que la E Street Band llegaría a su máxima expresión, logrando el perfecto equilibrio entre una banda de garaje y el profesionalismo que se requiere para hacer buenos discos>>. Para el recuerdo y entre surcos quedó el trabajo impagable de sus integrantes, o sea: Roy Bittan al piano y teclados, Steven Van Zandt a la guitarra, Clarence Clemons al saxofón, Garry Tallent al bajo y Max Weinberg a la batería.

   
    En la memoria colectiva de millones de seguidores quedan composiciones elaboradas durante una segunda tanda muy fructífera. Para ello, encerrado durante cientos de horas, madrugadas incluidas; mezclas, mezclas y más mezclas; y rodeado de micrófonos diseminados a lo largo y ancho del estudio, el de New Jersey fue dando sentido a lo que estaba persiguiendo, hasta conseguir el sonido épico que destila este trabajo maravilloso. Al escuchar temas como Sherry darling, Jackson cage, Two hearts, Independence day, Out in the street, Point black, Cadillac ranch, I'm a rocker, Ramrod o Drive all night, uno se da cuenta de estar enfrentándose a algo genial, una colección de veinte temas sin que ninguno de ellos desmerezca.

miércoles, 12 de mayo de 2021

Natalio Feliz


 

 

-No leas tanto, te vas a quedar sin ojos -solía atosigarle la pobre Angustias-. De día en día te vas haciendo más renacuajo. Todo el tiempo sentado en el sofá y leyendo sin parar, no es nada bueno para la salud.

  Pero el afanoso Natalio Feliz no hacía caso de las fastidiosas peroratas de la vieja y le replicaba con la consabida cantinela: “Ojo sin ver es como corazón sin sentir”.

  Natalio Feliz había nacido más de medio siglo atrás en la lejana región de la Pampa, de donde desertó en cuanto surgió un comprador decidido a hacerse con Marahoja, la inmensa hacienda heredada cuando él era apenas un mocoso.

  A Natalio Feliz lo trajeron al mundo para gozar de todas las comodidades afines a cualquier vástago con padres potentados. Y esto fue así durante casi toda su infancia; pero, de sopetón, inopinadamente, el amor familiar se fue al carajo con la muerte de don Crescencio Feliz y doña Casilda Casares, embestidos, corneados y pateados por una manada de vacas, desorientada ante la brusca y estruendosa tormenta estallando encima de sus cornamentas. Cuando fue mayor de edad y pudo disponer enteramente de la herencia dejada por sus padres, tras alguna veleidad por abrazar el sayal negro de una congregación de clausura, vendió el enorme rancho, y con los muchos millones de pesos, se determinó a vivir del cuento en la patria de sus abuelos maternos: España.


  Ya iba por la cuarta década residiendo entre las escarpadas montañas leonesas, únicamente acompañado de la fiel sirvienta, nativa de la misma aldea de Balouta, en donde ambos reposaban sus maltrechos huesos e inconmovibles reúmas. Allí, al albur de las extremas temperaturas invernales y de las copiosas nieves ancaresas, sobrevivían: él, embebido en la lectura de libros, y ella, además de atender a su amo, afanada en alimentar de leña la estufa. Con los años y la costumbre, dejaron de parecer el amo y la criada, y aún hubo algún vecino decrépito aventurando el matrimonio de la leonesa con el argentino, a pesar de los casi treinta años de diferencia entre ambos.

  A pesar de ser hijo único, o quizá por ello, desde muy chiquitín los padres le inculcaron el amor por la lectura en cuanto aprendió a leer, y no era extraño verle leyendo a Lope, Cervantes, Calderón, Schakespeare, o Moliere. A los once años, cuando se quedó huérfano, ya había dado cuenta de la friolera de doscientos cuarenta libros, según rezaba en la libreta donde iba apuntando con paciencia franciscana el título, autor, argumento, género literario y el periodo comprendido entre el inicio y la finalización de la lectura.

  En los últimos tiempos, totalmente adaptado al aislamiento de los crudos inviernos y a los imponentes riscos y peñascos de silencios estremecidos, a Natalio Feliz, lector de al menos cinco mil libros a lo largo de su existencia, le comenzaba a angustiar la lectura de las postreras páginas. En cuanto atacaba la parte final de un libro, sus ojos se encrespaban con venillas dilatadas a su ancho, y los dientes superiores mordisqueaban con espasmos su labio inferior, mientras no dejaba de agitarse inquietamente sobre la butaca granate de grandes orejas. Era entonces cuando se estiraba y desperezaba, y por momentos recuperaba su estatura de antaño.

  Un día, mientras mal digería las postreras páginas de Flores del mal, su rictus, ya de por sí patético, se mudó en la inexpresividad propia de un ciego, al cerciorarse del atroz silencio que invadía la estancia. Angustias, la fiel sirvienta, no decía ni pío desde hacía más de una hora; era anormal la ausencia de enfurruñamiento de ésta, esa suerte de voces estrepitosas colándose por cada rincón de la vivienda en cuanto tenía la mínima oportunidad de echarle en cara su escaso dinamismo. ¿Y si se había colgado de una de las vigas de la despensa, con su bocio trasegado en bolsas moradas a ambos lados del cuello? ¿Y si se había quemado al intentar retirar el puchero de la leche hirviendo en el fogón? Entonces la llamaba con voz crispada y la vieja Angustias le contestaba cansinamente: “Ya estás a punto de acabar con otro libro, ¿no es así?” Y el argentino se calmaba y volvía a la lectura de las lastimeras hojas.


 Sin embargo, pese a los contratiempos de los últimos meses, sólo era feliz saboreando la lectura de las palabras repartidas en infinidad de libros y palpando las tapas y hojas, además de aspirar el aroma de éstas, para lo cual pegaba la punta de su nariz al papel escrito y se dejaba ir por senderos reconfortantes. En los escasos instantes de descanso, sus agrietadas pupilas se posaban sobre los libros, cuidadosamente colocados uno tras otro sobre las estanterías de nogal cubriendo las cuatro caras de la sala de lectura, del suelo al techo.

  Natalio Feliz pasaba meses sin salir de la casa, era Angustias la encargada del negocio de ésta. Sólo con el estío, Don Natalio se aventuraba por las tortuosas calles de León a fin de hacerse con una rareza editorial, y si no encontraba lo que buscaba, entonces viajaba a la capital de España, convencido de hallar lo imposible. Paseando entre calles de vicios inconfesables o sobre el firme de una plaza con el socorrido nombre de España, al final solía hacerse con el ejemplar deseado. Entonces, concluido con éxito el viaje, Natalio retornaba, casi siempre con una caterva de legajos y libros al borde de la extremaunción, y así recuperaba la reclusión voluntaria al amor de la literatura. Recobrado el encierro, sólo se topaba con la estación veraniega al abrir por las mañanas la ventana de su habitación y luego, al hacer lo propio con el balcón de la sala de lectura; aunque, más por el canto de algún pájaro, pues la brisa matinal soplando entre las montañas casi nunca le hacía reparar en el sopor propio de esos meses.

  -¡Venga! ¡Déjese de versos! Aún se va a enfriar la sopa-, solía decirle la hacendosa Angustias para sacarlo del mutismo. De esta manera, Natalio cerraba el libro, lo dejaba ceremonioso sobre la hundida posadera de la butaca y corría al encuentro del alimento;  pero con la firme determinación de devorarlo cuanto antes y retornar a la ocupación de su vida. Ni siquiera la sopa de letras, a veces formando inciertas palabras, le hacía sucumbir a los encantos del azar. Mientras comían no solían dirigirse la palabra, si acaso, alguna vez, Angustias le conminaba a enderezarse sobre la silla de la cocina, pues sin darse cuenta, Natalio se escurría, y su boca apenas llegaba a estar a nivel del plato.

  -Te estás quedando raquítico. Como sigas empeñado en pasarte los días sentado en el sillón, cuando mueras no alcanzaremos a verte ni con lupa.

  Al escuchar la afrentosa reconvención de Angustias, su carácter de por sí sosegado se irritaba; así, terminaba saliendo por la tangente y recriminando a la vieja por no haberle echado la suficiente sal al cocido, o por no desalar debidamente las patas y el rabo del cerdo. Cuando la fiel anciana se iba a la cocina en busca del segundo plato, su amo mandaba sus ideas a explorar entre las repletas estanterías. Le atosigaba el pensamiento de releer el Trópico de Capricornio u optar por los almibarados versos de Juan Ramón, una vez concluyese la lectura de las últimas páginas de alguna otra obra, si éstas le dejaban concluir y no se moría en el intento. Angustias retornaba de la cocina con el segundo plato y los postres. Mas, por lo común, Natalio prescindía del segundo y se entretenía en deglutir una rosquilla para cumplir con el expediente antes de retornar a la lectura.

  Siendo adolescente había leído a Voltaire, Racine, Shiller, Goethe, Homero, Virgilio, Petrarca. Luego se empezó a interesar por Faulkner, Galdós, Víctor Hugo, Hemingway, Sartre; pero el desequilibrio de sus ideas comenzó cuando se aventuró a leer a Sábato, Borges, Bioy Casares, García Márquez, Benedetti, Cortázar, Quiroga, Bryce Echenique, Carpentier, y otros autores sudamericanos; con ellos le floreció la certidumbre de una muerte súbita instantes antes de concluir la lectura de cualquier obra. La angustia de conocer su suerte final le hacía leer espasmódico hasta altas horas de la madrugada; horas mortecinas, sólo agitadas por los ronquidos de Angustias, ajena a las elucubraciones de su amo.


 Así fue como en la aldea comenzaron a crecer las desgracias. Un buen día de agosto, cuando Natalio finalizó la lectura de Robinsón Crusoe, empezó a nevar y el inesperado espectáculo se prolongó durante dos semanas. Una noche, terminando de leer Ulises, la abnegada Angustias se levantó con un acceso de urticaria en el vientre. Otra de tantas ventosas mañanas de marzo, nada más cerrar el libro y ponerlo junto a los otros sobre la estantería, oyó el estampido de una escopeta de caza; al punto se enteró del suicidio del viejo Augusto. La desgracia del incendio forestal destruyendo algunas pallozas de la aldea, coincidió con la conclusión de la lectura de Luces de Bohemia. Fue entonces cuando ya no le cupo la menor duda de ser él y sus lecturas los causantes de los infortunios últimos. Llegó a la convicción de estar transmitiendo energía negativa a todo cuanto pertenecía a la aldea; por tanto debía dejar el vicio de la lectura si no quería convertirse en un exterminador.

  Una noche con un frío de perros, Natalio Feliz le confesó a su sirvienta la certidumbre de su pronta desaparición de esta vida, antes de dar ocasión a alguna nueva adversidad, como la definitiva desaparición de Silvano, el cual se debatía entre la vida y la muerte desde hacía medio año. La atribulada sirvienta no se apartó de su lado aquella noche, limitándose a observar cómo el cariacontecido argentino vacilaba entre abrir o no la novela Nana, continuamente acariciada por sus huesudas manos.

  Aquella larga noche no ocurrió nada; sin embargo, a la semana siguiente, durante otra madrugada de chirridos de contraventanas y silbidos gélidos penetrando a través de la chimenea de la estufa, Natalio no pudo soportar por más tiempo la angustia de no saber y, ya recostado en su cama, se puso a leer. Cuando Angustias entró en su dormitorio como hacía habitualmente, y le espetó la sempiterna sentencia: “No leas tanto, te vas a quedar sin ojos”, vio a su amo muy inquieto y pálido; entonces, cuando la anciana le iba a preguntar si quería una manzanilla o leche caliente, Natalio, con parsimonia y desgana le contestó:

  -Para tan pocas horas no merece la pena tu preocupación por mi vista.

  Sin más, y un poco mosqueada con la actitud de su amo, la siempre servicial Angustias se retiró a su dormitorio a rezar el rosario como hacía cada noche, a pesar de no concluir jamás la plegaria.

  A la mañana siguiente, al entrar la vieja en el cuarto de su amo con el fin de despertarlo, se encontró con la cama deshecha y sin Natalio. En lugar del lector empedernido se topó con un mamotreto de mil pares de hojas vacías, en cuya cubierta se podía leer la leyenda Remembranzas del criollo Natalio Feliz Casares, y en su primera página: “Para mi buena y fiel Angustias”. Y más abajo: “Tú debes hacer de oficiante y rellenar esta historia de mi breve y devota vida de lector sólo conocida por ti”.

  De don Natalio Feliz nada se volvió a saber. Acaso, en un postrero esfuerzo mental, había conseguido esfumarse de esta vida. Angustias barrunta la probabilidad de su petrificación en alguno de los estantes de la sala de lectura, tal vez descansando entre las páginas de algún libro; una forma como otra cualquiera de perpetuarse en la memoria, aunque en el estado odorífero y táctil desprendido por aquellos tesoros, guardados con amor paternal por el desdichado Natalio: sus libros.



                     



Natalio Feliz formó parte del libro coral que como bien indica el título incluía 100 relatos. Por otra parte, también integró mi libro de relatos, Cuando el tiempo decide, distingudio en 2005 como libro leones del año en la modalidad de creación.                                                     

















           



martes, 4 de mayo de 2021

La playa de los ahogados

Nos acaba de dejar el escritor vigués Domingo Villar tras un inesperado derrame cerebral. Con su desaparición España pierde a uno de sus referentes en novela negra.  En Mayo de 2021 publiqué esta entrada sobre una de sus novelas más celebradas. Sirva como homenaje a su quehacer literario.   


 Esta novela publicada en el sello Siruela en 2009, es para mí una de las Novelas Policiacas con mayúsculas. El vigués afincado en Madrid, Domingo Villar, ha tenido la paciencia infinita de un artesano, y la visión profunda de un arquitecto para concluir con éxito un tratado impecable sobre los entresijos del género.  


    A partir de un lenguaje sencillo, y de una morosidad intencionada, Villar nos da las claves de cómo se encofra un libro para que a mitad de trayecto no se termine viniendo abajo. Porque el gallego, mejor que nadie, sabe perfectamente que sin una buena arquitectura previa a la historia, la historia puede colapsar. Un libro sin cimientos sólidos está abocado al fracaso. 


    La playa de los ahogados es la segunda entrega protagonizada por el inspector Leo Caldas (gallego como el autor, con retranca, además de taciturno) y su ayudante Rafael Estévez (aragonés, grandullón e incapaz de entender el carácter de los gallegos). A partir de la aparición de un cadáver flotando en el mar, aparentemente un suicida, la pareja irá escudriñando cada mínimo detalle, al tiempo de profundizar en el conocimiento de algunas de las personas con las cuales se relacionaba. Con la pericia de un cirujano va penetrando en un pasado aciago conectado con el presente. Si bien, para fortuna del lector -como en las más celebradas intrigas de Agatha Christie-, el nombre del asesino no se conocerá hasta las postreras páginas de este libro, de obligada lectura para los amantes del género.    

    
    Domingo Villar ambienta con perfección y sin recurrir a la desmesura, la Galicia costera, las costumbres de los pescadores, también las de "los marineros de tierra", y nos dibuja la ciudad de Vigo con nostalgia y concisión, además de dotar de credibilidad a cada uno de los personajes que aparecen por sus más de cuatrocientas páginas. Si con Ojos de agua (2006), Villar se da a conocer al gran público, con esta segunda entrega de Leo Caldas y Rafael Estévez, logra la consagración, además de premios varios, como el Antón Losada Diéguez, el Brigada 21, Libro del Año, otorgado por la Federación de Libreros de Galicia; Novelpol o el Frei Martín Sarmiento, de honda significación para nosotros, los villafranquinos.


    Esta novela -originalmente escrita en gallego, como su predecesora-, que ha sido traducida a multitud de idiomas y que en 2015 sería adaptada al cine por Gerardo Herrero, es en mi modesta opinión, un ejercicio de equilibrios perfectos, como los ejecutados por un acróbata con el horizonte del abismo al fondo; es, en resumidas cuentas, una novela espléndida que nadie debería dejar de leer, especialmente los lectores adictos al género policíaco. Muy recomendable, de veras.