martes, 23 de abril de 2024

CHISPAZO

 
Un hombre talludito, decían que majareta, guardaba en su corazón mucho amor aún por estrenar. Un día, de visita a una original exposición de arte congelado, halló una muñeca de hielo con piernas infinitas, emboscado su nacimiento en una minifalda de quitar el hipo. Tenía el busto prominente, escondido tras un suéter ajustadísimo, amén de poseer carita de ensueño. Sin duda, había encontrado a la mujer de su vida, y se la llevó a casa por un módico precio. Allí la amó y amó hasta la hartura, pues a pesar de su frialdad fue una amante complaciente. No obstante, tras horas de goce ignorado, se sintió morir a consecuencia de hipotermia, pero realizado y feliz. La muñeca, por su parte, jamás hubiera imaginado derretirse de modo tan sublime, al calor íntimo y humano de alguien tan entregado como su comprador, ¿o habría elegido, acaso, la infame seguridad de una cámara frigorífica?          

                                                                                                          



Chispazo es una de las historias que integran mi libro de relatos, Cuando el tiempo decide (2004).                              




       

jueves, 18 de abril de 2024

Fraterno atribulado

 

Regresó una mañana de sol impenitente, aunque nadie llegó a saber los pormenores. Fraterno había decidido hacerse un hombre, hecho y derecho, guerreando contra los sublevados, o eso decían

 En el pueblo todos estábamos al corriente de su filiación revolucionaria y de la defensa a ultranza que esgrimía cuando a algún imprudente se le ocurría cagarse en el poder establecido y en la madre que parió a Azaña. Pese a todo, muchos sabían que la osadía no era su fuerte y; no obstante, a los amigos les ocasionaba un enojoso zumbido en los oídos cuando porfiaba en enaltecer a los asesinos de frailes, incendiarios de iglesias o a los héroes de Casas Viejas, si bien solía decirlo con la boca pequeña.

  A Fraterno se le dejó de ver callejeando al mes de iniciada la Guerra. Su amigo Conrado había pasado la noche previa con él, mas declaró a las autoridades que nada le había dicho en cuanto a hacerse desaparecer, salvo recordarle que en toda la contorna acrecían los paseos para elementos sospechosos y disolventes como él.

  Con el transcurso de los meses, la figura del desaparecido se fue mitificando al socaire de la inexistencia de un paradero. Unos inventaron a un titán sin currículo, quizás matando sublevados en la Batalla del Ebro o en Brunete; los escépticos, por el contrario, reprochando la cobardía y tal vez un exilio voluntario en Francia.

  No obstante, los muchos feligreses que se agolpaban con cada misa del domingo en el templo, además de en los enigmáticos y farragosos latinajos del sacerdote, ponían especial atención en el mínimo detalle aéreo, comenzando a propagar el bulo de que por el cimborio de La Colegiata, entre el barandal, se vislumbraba la figura desgarbada, escuálida y familiar del antiguo cartero; e incluso, los más perspicaces o hábiles urdiendo desatinos, aseguraban haberlo visto, en ocasiones, asomado a alguno de los ventanucos de la linterna. Lo que es indudable, a pesar de algunas pesquisas sin resultado, es que con frecuencia, el párroco echaba en falta hostias, alguna que otra garrafa de vino dulce, atuendos de misacantano en tres ocasiones o las perras de algún cepillo.

  La vez que el páter propuso a la Guardia Civil la expedición hasta lo más alto, por si un quítame esas pajas, a pesar de que Fraterno había aseverado que ni harto de vino pisaría una iglesia, ocurrió que la pareja benemérita halló entre los recodos empedrados un empolvado ejemplar del Capital Social, además de una sotana arrugada y pringosa que recién había desaparecido de la sacristía; delito endilgado de inmediato al sacristán, cuando una de las ancianas de homilía diaria sorprendió hablando al subalterno y al Augusto, el ferretero, justo cuatro días antes del estallido de la contienda, tramando dijo ella, en contra de Franco y del tuerto ese de Millán Astray.

  Fraterno regresó concluida la guerra. Parecía tener los mismos veintiocho años, aunque sorprendía verlo con el rostro extremadamente descolorido, como si acabara de librarse de un largo encierro. Vestía camisa blanca y almidonada, nueva, como el pantalón de tergal; y el cabello rasurado, recién de peluquería. Así que cuando su amigo Conrado lo divisó deambulando a la verita de los raíles, cerca del apeadero, con una chocante boina de visera a cuadros, lo interrogó sobre su estrella, la indumentaria de domingo y los espléndidos zapatos de charol. Al viejo compañero se le aligeró el semblante con la mueca risueña y le contó de un viaje por el Cantábrico arriba, hacia Inglaterra, escapando de las tropas franquistas que lo tenían a tiro de piedra, y de su fortuna como chófer y para otros menesteres de la mismísima duquesa consorte de Bedford.

  En la Comarca casi nadie se creyó la historia con aroma británico, mucho menos cuando la Guardia Civil le preguntaba cómo se decía en inglés <<me cago en la puta República>> o <<encantado de conocerle>>. Pese a todo, cuando nadie daba un ochavo por su vida, hete aquí que al antiguo alborotador nadie se atrevió a tocarle un pelo; si bien, a cambio de salvaguardar su integridad física debía apechugar con la dureza de arar las tierras más baldías para el sustento diario, con la ignominia de dar los buenos días al sargento del puesto en cada amanecida.

 

  Aquello de presentarse en el cuartelillo se mantuvo casi el año, hasta que un buen día, una dama vestida de blanco elegante y con sombrilla a juego, apareció en el pueblo, preguntando en castellano por el señor Fraterno Valdeomar. La señorita deslumbró con su pálida belleza septentrional y el lujo de un Rolls tan blanco como el de sus neumáticos. Fuera por el antojo de una millonaria para alternar con un pobretón o tal vez por una antigua amistad, enseguida se les vio amarraditos y con ganas de intimidad; mas unos días bastaron para que la dama ahuecara el ala como lo había hecho Fraterno pocos años antes, durante una madrugada. 

El labrador de nuevo cuño adujo compromisos ineludibles en la corte británica, la imposibilidad de casarse con la joven por culpa de la disparidad social, aunque allí estuviera permitido el divorcio, y me cago en mi madre. Sin embargo, si manifestó que la elegante dama retornaría muy pronto, siempre y cuando pudiera prescindir del aburrido protocolo de la Corte.

  Como siempre ha ocurrido en asuntos de tanta enjundia, muchos no se creen la veracidad del cargo, y dicen haber visto a la aristócrata enredada entre bambalinas y titiriteros, representando el papel de duquesa consorte de Bedford. No obstante, pese a las sospechas generalizadas, otro público con mente más reflexiva, así se califica, comienza a hilar cabos,  hasta el extremo de conjeturar con el perdón del desgraciado merced a la mediación en Madrid de la influyente señora. 

  Fraterno no comenta al respecto del arte, pero por desdecir a un tribunal tan exigente como suele ser el del paisanaje más incrédulo, asevera que su amada tiene la pasión secreta del teatro.




Relato del libro Teórica del fuego




miércoles, 3 de abril de 2024

Personajes de allá (5)

 

A lo largo de su existencia J. fue uno de los guardianes, o mejor, depositarios de ese rinconcito en la Plaza, con aromas suculentos, huéspedes permanentes, idas y venidas a la tienda de ultramarinos de al lado, al bar del otro costado donde se ingeniaban nuevos bebedizos, o el estrecho espacio que servía de almacén a los bultos que venían en el coche de línea procedente de León. La casa donde vivía mi abuela -en la última planta- era toda ella una olla colosal desprendiendo el olor inconfundible de los callos, porque el patrón, sin desmerecer al resto de cocineros que también preparaban la casquería reina en la Villa, preparaba los mejores callos que uno haya degustado jamás.


  Pero J. no solo era un gurú de los callos y otros platos menos contundentes que preparaba en la fonda de su propiedad. A eso de la media tarde, antes de servir las cenas, ejercía como maestro de ceremonias en el juego de la brisca. Allí, en torno a la mesa separada de la cocina por un liviano tabique o mampara, no recuerdo bien, competían en ocasiones hasta cuatro parejas de contendientes que dirimían la honrilla o sabe Dios qué. Cuando su pareja cometía alguna imprudencia o se despistaba, J. se encendía como una dinamo al primer pedaleo y dejaba que su genio explosionara, digamos, de una manera controlada. Eso sí, él disfrutaba mucho más que con la victoria final, cuando tenía la fortuna de que su as de triunfo comía al tres del mismo palo, algo que el grupo denominaba piolla. Entonces gritaba como un feriante: ¡piolla!, ¡piolla!, mientras con el nudillo del dedo índice trataba de perforar el tapete, el hule y hasta la misma madera de la mesa. No es ningún secreto que mi madre era muchas veces participante activa en ese juego de las señas y las tres cartas.


  Como otros muchos villafranquinos, J. no faltaba nunca a la romería de agosto para festejar a la Virgen de Fombasallá. Me atrevería a decir que, al menos en sus últimos años de viudez, lo más separado que llegaba a estar de su casa era el día 15, cuando se aventuraba monte arriba para participar como uno más de la música, la comida, la alegría y la procesión, en compañía de otros vecinos y curiosos que no querían perderse la celebración. Y ¡cómo le gustaba acompañar en los tragos reparadores de la bota!, también en el manteo de algún novato que pisaba por vez primera la tierra prometida.


  Aunque si algo mantengo más fresco en mi cabeza de la  infancia, son aquellos coloquios interminables en las noches del estío, cobijados bajo esos soportales menos distinguidos que los de unos metros abajo. En esas veladas se podía hablar de lo divino y lo humano, del huésped X de la primera planta, o de la cosecha de cerezas y <<para cuando los tarros con el aguardiente>>. Claro que si J. se iba de la lengua maldiciendo al Dictador gobernante, los parroquianos le imploraban que callase la boca, no fuera a liar la madeja; pero si le insistían, él más se obstinaba haciéndose el valiente. Creo que de aquellas tertulias a la luz de la luna, entretejidas con las voces provenientes de las terrazas de los bares, es posible que parta en buena medida mi afán de contar historias.


  Un buen día J se fue, como se fueron otros miembros de aquel selecto grupo que lo acompañaba en el Rincón. La fonda cerró, los huéspedes desaparecieron, y ese rincón de la Plaza tan palpitante, tan querido para mí, se ha convertido hoy en un espacio muerto, en un lejanísimo recuerdo de otro tiempo, de cuando J. "gobernaba" aquel espacio mágico sin abandonar un solo momento su boina negra y eterna.