miércoles, 3 de abril de 2024

Personajes de allá (5)

 

A lo largo de su existencia J. fue uno de los guardianes, o mejor, depositarios de ese rinconcito en la Plaza, con aromas suculentos, huéspedes permanentes, idas y venidas a la tienda de ultramarinos de al lado, al bar del otro costado donde se ingeniaban nuevos bebedizos, o el estrecho espacio que servía de almacén a los bultos que venían en el coche de línea procedente de León. La casa donde vivía mi abuela -en la última planta- era toda ella una olla colosal desprendiendo el olor inconfundible de los callos, porque el patrón, sin desmerecer al resto de cocineros que también preparaban la casquería reina en la Villa, preparaba los mejores callos que uno haya degustado jamás.


  Pero J. no solo era un gurú de los callos y otros platos menos contundentes que preparaba en la fonda de su propiedad. A eso de la media tarde, antes de servir las cenas, ejercía como maestro de ceremonias en el juego de la brisca. Allí, en torno a la mesa separada de la cocina por un liviano tabique o mampara, no recuerdo bien, competían en ocasiones hasta cuatro parejas de contendientes que dirimían la honrilla o sabe Dios qué. Cuando su pareja cometía alguna imprudencia o se despistaba, J. se encendía como una dinamo al primer pedaleo y dejaba que su genio explosionara, digamos, de una manera controlada. Eso sí, él disfrutaba mucho más que con la victoria final, cuando tenía la fortuna de que su as de triunfo comía al tres del mismo palo, algo que el grupo denominaba piolla. Entonces gritaba como un feriante: ¡piolla!, ¡piolla!, mientras con el nudillo del dedo índice trataba de perforar el tapete, el hule y hasta la misma madera de la mesa. No es ningún secreto que mi madre era muchas veces participante activa en ese juego de las señas y las tres cartas.


  Como otros muchos villafranquinos, J. no faltaba nunca a la romería de agosto para festejar a la Virgen de Fombasallá. Me atrevería a decir que, al menos en sus últimos años de viudez, lo más separado que llegaba a estar de su casa era el día 15, cuando se aventuraba monte arriba para participar como uno más de la música, la comida, la alegría y la procesión, en compañía de otros vecinos y curiosos que no querían perderse la celebración. Y ¡cómo le gustaba acompañar en los tragos reparadores de la bota!, también en el manteo de algún novato que pisaba por vez primera la tierra prometida.


  Aunque si algo mantengo más fresco en mi cabeza de la  infancia, son aquellos coloquios interminables en las noches del estío, cobijados bajo esos soportales menos distinguidos que los de unos metros abajo. En esas veladas se podía hablar de lo divino y lo humano, del huésped X de la primera planta, o de la cosecha de cerezas y <<para cuando los tarros con el aguardiente>>. Claro que si J. se iba de la lengua maldiciendo al Dictador gobernante, los parroquianos le imploraban que callase la boca, no fuera a liar la madeja; pero si le insistían, él más se obstinaba haciéndose el valiente. Creo que de aquellas tertulias a la luz de la luna, entretejidas con las voces provenientes de las terrazas de los bares, es posible que parta en buena medida mi afán de contar historias.


  Un buen día J se fue, como se fueron otros miembros de aquel selecto grupo que lo acompañaba en el Rincón. La fonda cerró, los huéspedes desaparecieron, y ese rincón de la Plaza tan palpitante, tan querido para mí, se ha convertido hoy en un espacio muerto, en un lejanísimo recuerdo de otro tiempo, de cuando J. "gobernaba" aquel espacio mágico sin abandonar un solo momento su boina negra y eterna. 
































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