martes, 15 de agosto de 2023

PERSISTIR EN LA MEMORIA

 

En el año 2018 publiqué “Teórica del fuego”, colección de 20 relatos que profundizan en el lado más siniestro de los seres humanos. Sicópatas, ladrones de ocasión, mujeres de doble vida, estrellas de la tele, torturadores, represores de la Guerra Civil, vaqueros de gatillo fácil, víctimas de la dictadura argentina, adolescentes esquizofrénicos, o exhibicionistas, transitan por las páginas del libro; incluso algunos de los ocasionales protagonistas mantienen relación con algunas otras de las historias del libro. “Teórica del fuego” me ha servido para profundizar en otras formas narrativas que en muchas ocasiones han huido de la ortodoxia y convencionalismos utilizados más habitualmente. Este relato titulado “Persistir en la memoria”, es la historia resumida de mi novela, Pervivir en la memoria (2010), si bien con ciertas licencias y contado de otra manera, con más libertad, donde el monólogo interior es el recurso utilizado por una mujer viuda para reflexionar sobre su vida: un amor traicionado, otro amor equívoco, la posibilidad de recuperar aquel primer amor deshecho por los convencionalismos familiares, aunque realmente resulte imposible por padecer el hombre la enfermedad de Alzheimer; y los recurrentes malos tratos a manos de un marido celoso y equivocado, guardia civil, que finalmente la deja viuda cuando es abatido a disparos por una partida de maquis. Esta historia tiene su continuidad en el relato “El primer bofetón”, incluido en  este mismo libro.



Justo cuando la tromba se está volviendo menos densa, presiento el momento de salir del cobijo de la marquesina y ampararme en el viejo paraguas de la adolescencia, a chapotear con esmero en los charquitos del andén. Y aquí estoy, discurriendo qué es lo que voy a decirte cuando al fin me encuentre contigo; mientras un ansia repentina de libertad y una inconsciencia de niña me reconfortan lo indecible. Hace un rato, no sé, hará el cuarto de hora, me vino a la memoria mamá, sus órdenes inequívocas. ¡Siempre haciendo la real gana! ¡Llévate el paraguas y ponte las botas! ¡Después cogerás un resfriado, y otra vez al médico y las dichosas inyecciones! Pero era mamá y todo lo que decía iba a misa, a ver si no quién era la guapa que le confesaba que quien realmente me hacía tilín eras tú. Ya sabes que no me gusta para nada ese amigo tuyo, y mucho menos que os paseéis bajo la lluvia como dos estúpidos jovencitos a la vista de los viajeros, por culpa de esa manía tuya de las caminatas a la verita de la estación. Dicen de él, tú ya me entiendes…, y yo, que bueno; pero solo es un compañero del colegio y nos llevamos bien, nada más. Cualquiera le decía que una vez en el ruinoso retrete de la sombría estación, el amigo Guto, tú, habías intentado ir más allá del beso en los labios. Tú cuidadín, que el chaval tiene querencia por las malas costumbres. Ya ves lo que dicen de Raquel, aunque sus padres se hagan los ciegos y miren para otra parte. Tú eras como eras, un poco lanzado, aunque con quince años y huérfano desde los doce, como yo, si bien solo de padre, tampoco era para pedir peras al olmo. Lo de Raquel ocurrió porque ella se dejaba y los dos iban algo achispados, que Guto, otra cosa no, mas mentir, ¡ni por estas! ¡Mira a Miguel, hija! Eso es otra cosa, alguien más sensato. Ha vuelto de la mili y ya se decidió por continuar en el servicio a la Patria, ahora como Guardia Civil. A pesar de su nueva responsabilidad, ahí lo tienes, intentando por todos los medios meter en vereda a ese rebelde de hermano, ¡Guto se llama!, ¿no?, para que no termine convirtiéndose en la oveja negra de los hermanos. Y no te creas, que bien a las claras se le ve que tú le gustas. Pero yo venga a llevar la contraria con que apenas tenía los dieciséis para andar de bailoteo con un hombre hecho y derecho de veintitrés. Y claro, por no desairar, por miedo al castigo, a obedecer como un corderillo cuando él dio el primer paso; así que accedí a los acompañamientos y a distanciarme de ti, por cierto, tan muerto de celos como nunca te he vuelto a ver. Primero fueron los paseos vespertinos por el andén de la estación, lo mismito que antes contigo; más tarde el baile de los domingos por la tarde y finalmente la pedida de mano que, qué más quieres niña, si te llevas al mejor partido del municipio, si solo le falta un bigotito como el de tu padre, que en gloria esté, y se parecería al mismo Errol Flynn. No tenía otra salida por la amenaza de meterme a redentorista, así que tras seis meses de novios formales nos casamos, yo recién cumplidos los diecisiete. No sabía nada de la vida, salvo obedecer y ser una buena esposa. Ahora que han pasado tantos años solo recuerdo con emoción los escasos paseos a la anochecida, arriba y abajo de la estación, cuando todavía no me había puesto la mano encima; y por descontado, los viajes al ralentí en el tren con destino a la capital, a verme el doctor lo del embarazo. Luego, eso de estar en casa junto a él se me volvió un suplicio. 

A los pocos meses de matrimonio ya estaba con su paranoia de si tú y yo nos veíamos a escondidas, si yo seguía estando perdidamente enamorada de ti. Pero ya ves, aquellas tardes de sosiego caminando al ladito de los raíles se fueron definitivamente al garete cuando el médico me dijo que venía muerto. Entonces Miguel no hacía otra cosa que culparme, reprochándome mi escaso entusiasmo y poca vitalidad, y sacudirme la cara cuando había empinado el codo. La primera vez, todavía lo recuerdo como si hubiera ocurrido ahora mismo, él venía bebido, propinándome un bofetón tras insultarme y llamarme desvergonzada, a cuenta tuya. Enseguida se mostró arrepentido y me imploró el perdón. Naturalmente le creí, pensando que jamás volvería a ocurrir algo parecido. Finalmente terminamos en la ducha, abrazados como dos tortolitos. Sin embargo, los malos tratos  se convirtieron en una costumbre en cuanto se emborrachaba. Y mamá, que no te preocupes, pues muy pronto tendréis otro. No vino ninguno más, ya que Miguel me dejó viuda al segundo año de vida en común. ¡Quién iba a pensar en una emboscada de los maquis, y más en un hombrón como él! Si hubiera sido por un accidente de tráfico, o qué se yo. En fin, es la vida. Pese a todo, yo no me volvería a casar, niña, y mucho menos con la bala perdida de tu cuñado, ¡te lo prohíbo! ¿Y si encima de vago nos sale un sádico como el hermano? Pero tú no cesabas de tirarme los tejos al mes del entierro, incrementando las acometidas en cuanto me puse de alivio. Para ti era un acicate verme con ropas menos oscuras y la tristeza olvidada; aunque yo, si te miraba atrevida, me parecía estar traicionando la memoria de tu hermano, ya ves. Me dicen por ahí que a Guto se le ve merodear por la calle, cerca de donde pisan tus pies; y alguien, no te voy a decir el nombre, me ha contado que el viernes pasado os han visto juntos en el tren que volvía de la capital. Te lo advierto porque aún eres una cría: ni se te ocurra hacerte ilusiones con el chaval, pero si tienes tentaciones fuertes, antes prefiero verte encerrada en ese convento. Sería capaz de matarte si ocurre algo indecente. Y yo, que sí mamá, que solo coincidimos en el vagón, y que qué querías que hiciera, ¿mandarlo a paseo? Te recuerdo nuestro parentesco y la cortesía. Tú venías de hacer unas compras y yo ya sabes a lo que había ido. Claro que la primera intención había sido ir a casa de mi amiga enferma, si bien, luego me encontré en la calle con Guto y lo acompañé por las tiendas. No le dejé tocarme ni un pelo, mamá; además, él sabe de sobra que soy la viuda de su hermano. En realidad, pero esto ya no se lo dije, dejé que me dieras un beso con los labios descosidos, nada más. Aunque tú intentaste persuadirme para hacerlo en una pensión discretísima, y yo te dije a ver si estabas chalado, como si hubiera hablado por boca de mamá, con la boca más pequeña, eso sí. Y ya ves, Guto, ahora que han pasado cuarenta años, me demoro bajo la lluvia, tratando de aprisionar una miaja de aquella libertad vigilada, a la espera de que llegue el tren, lo mismo que aquella tarde de septiembre de fiesta patronal y agua a mansalva. Ni un pasajero se veía deambular, y los cuatro o cinco viajeros se guarecían en la cantina, mirándome como hipnóticos. ¡Si no salí de la marquesina nada más que en el momento de la despedida, mamá! Ya, pero la mojadura fue de órdago. Yo bien sé lo que pasó, a mí no me engañas con esas cosas de la cortesía y la vieja amistad, que alguno todavía habla de la fuerza de ese idiota, y tú dejándote agarrar, sin bajarte de la escalerilla hasta el pitido del jefe de estación para la salida del tren.                                                                                          
¿Y qué se me perdía a mí en Gijón para decidir escaparme contigo? Mamá tenía razón, y tú también, pues no dejé de llorar en toda la noche, pensando en el embuste: si tú no me gustas ni para ir de compras, mucho menos para vivir juntos en una ciudad desconocida. Pero te quería como jamás he querido a nadie, con la rabia de mi cobardía, los celos royéndome por si caías muy pronto en las redes de otra pelandusca más, y por preferir la obediencia ciega hacia mi madre. Aunque también has de reconocer que con eso de irte a probar fortuna sin un duro en el bolsillo, y con tu fama bien ganada de vividor y holgazán, el futuro no parecía demasiado halagüeño. Es que si hubieras decidido marcharte con él las hubieras pasado canutas, hija. Muy capaz era de ponerte a trabajar en la calle y él a vivir del cuento y de tu deshonra, o tal vez a zurrarte la badana, como hacía su hermano. Pero mamá, ¿tú te crees que nací ayer? Aunque tal vez fuera cierto, porque, en ese momento, para nada me hubiera importado haber huido y sacrificar cuanto fuera por estar amarradita a ti. Ya me dirás un joven que abandona la escuela nada más quedarse huérfano de ambos padres, y a vagabundear; porque Miguel intentó por todos los medios colocarle de recadero en las oficinas de la mina, y él que para cien duros al mes no se molestaba en madrugar. ¿Tú te crees, alma cándida, que en cuanto llegue a Asturias se va a enderezar un chico como él, sin oficio ni beneficio? Te digo que en dos semanas habrá encontrado un puesto de trabajo remunerado como Dios manda, mamá, con todos los derechos y Seguridad Social incluida. Sin embargo, no fueron dos semanas y sí medio año el tiempo transcurrido hasta que te dieron el trabajo en el puerto, que ¡ya me gustaría saber cómo te ganaste la vida esos primeros meses en Gijón! Nunca sueltas prenda, pero ahora hay tiempo de que me lo confieses antes de lo irremediable. Aunque ya ves tú la vida, que el camino no se te habrá hecho de rosas, pero yo también he pasado mis penas hasta bien cumplidos los cuarenta. Mi matrimonio, ya no importa si te lo digo, no fue amargo, sino un auténtico suplicio. Ni mamá era capaz de confortarme; con decir de la puñetera obediencia en las alegrías y las calamidades, y si don Benigno venía a decirme lo mismo cuando me confesaba, ya estaba solucionado el asunto. Así que a sufrir las humillaciones y los golpes. Lo mejor en tu condición de viuda es ponerte a servir, ya el señor del piso de arriba se ha interesado por si podrías irle a limpiar dos veces por semana. Yo como una bobalicona me puse de criada y cocinera, porque el rico señorote no sabía hacer ni un triste huevo frito; ahora, eso sí: ni una palabra en cuanto a posible matrimonio. Si es más retraído que tu tío Arturito, mamá. Es que hija, eres más fría que un témpano de hielo. Algunos hombres prefieren ceder la iniciativa, y si tú no le insinúas, en fin, ya me entiendes: ¡jamás! Ahora, hazte a la idea de que resolverías tu futuro de un plumazo, sin dar un palo al agua. ¿No me decías de no volverme a casar nunca? Sí, hija, pero este es un partido inmejorable. Di muchos palos al agua, pues hasta los treinta y tres, no hice otra cosa que deambular de casa en casa al ritmo que tú debías tener romances con las asturianas. Ya ves, los seis años siguientes los pasé sin salir de casa, cuidando de mamá hasta que Dios se acordó de ella. Suerte de sus ahorros y de la pensión de viudedad, si no, no sé. Te digo lo de las asturianas, no vayas a pensar que me chupo el dedo, pues que tú guardes un silencio sepulcral no significa que yo sea tonta. Bien sé de cuando Raquel se escapó del pueblo en secreto, sin saber adónde, y luego me enteré por un pajarito que ella se había ido para vivir contigo, ¡y por dos años, nada menos! Me dolió ese idilio, aunque no veas el alegrón cuando me enteré que ella te ponía los cuernos con un compañero tuyo, también cargador en el puerto. Donde las dan las toman, hija. ¿No te dije más de una vez que Raquel no era trigo limpio? Cuanto sí tengo claro, es que tu amiga de la infancia se ha dejado corromper por ese que aún te atreves a llamar cuñado. Y ya ves, ¡quién podía imaginar que muchos años después de aquel desliz de adolescentes la dejarías volver a tu lado! ¿De verdad ese hijo tuyo no era también de ella? Sé que por los once años actuales de Santiago, difícilmente podría haber parido con cincuenta, mas la gente no para de cavilar, y que ella murió por el sobreparto. Espero que algún día te decidas a romper el silencio, porque a mí, ya ves, a mis casi sesenta, tras haber sufrido los maltratos de un marido y de haber superado un cáncer de mama, me importa un bledo todo tu pasado. 

Bueno, sí que me importa, pero no para echártelo en cara ni esas cosas; simple y llanamente me pareces un desconocido muy conocido con el cual me hubiera carteado tantos años, primero en Villafranca, y luego mientras estuve de cooperante en la ONG americana hasta hace una semana. Me reprocho haber sido una mojigata, no emprender una vida en común contigo, que tú bien que me lo escribías en las cuartillas, como si me lo restregaras por la cara y si te comportabas como un inmoral por mi desprecio. Vamos, que me caso, me enderezo y a formar un hogar con muchos niños, decías. Y mamá, que no quiero carteándote toda la vida con ese mequetrefe, yo bien sé, solo pretende conquistarte para que hagas el papel de barragana. Ya ves, Guto, y que mis padres que en paz descansen me perdonen, ahora estoy dispuesta a casarme contigo si aún es tu voluntad. Para nada me importa lo que te pueda suceder, ¡después de lo que he visto en Centroamérica! ¡Mira! Ahora llega un tren y pudiera ser el mío, aunque este parece más chico; y yo como una estúpida paseándome con el paraguas abierto cuando ha dejado de llover. ¿Te acuerdas de aquella vez en pleno invierno? Habíamos quedado de vernos en la capital, a pesar del aguacero; y mamá, pero hija, ¿a quién se le ocurre salir con la que está cayendo, nada más que por ver la crecida del río y las huertas anegadas? Yo que por curiosidad, pues he quedado con las amigas; y luego me iré a casa de, no recuerdo quién le dije, para hacer la taquigrafía con ella, que para eso es la más lista de la clase de don Osvaldo. Llovía seguido desde hacía cuatro o cinco días y me puse a caminar con el paraguas a la espera del convoy. A los diez minutos, como por ensalmo, cesó de caer agua.                                                 
En León a cántaros, y tú enseguida me abrazaste para cobijarnos en tu enorme paraguas, camino de Guzmán el Bueno, donde íbamos a consumarlo; mas, ya en el hostal, un miedo irracional a esas caras de mamá y de tu hermano Miguel, resucitado con tricornio puesto, que revoloteaban constantemente por la habitación con ceños fruncidos, me alteraban el ánimo, así que me impidieron realizarlo. Ya ves que estupideces hablo, aunque con la voz queda, no vayas a creer, pues solo cuchicheo. Realmente me resulta difícil anudar los diálogos para cuando nos veamos, y es que ignoro por completo tu nivel de comprensión. Pues no, Guto, este que llega se va para Madrid; parece un Talgo. Espero que no se te haya olvidado ir a recogerme, porque de Gijón apenas recuerdo nada, como no sea la playa de San Lorenzo. ¡Hace tanto tiempo! Acababa de cumplir los cuarenta y a mamá hacía un año que la había perdido. Yo apenas llevaba seis meses en el trabajo como oficinista y tenía ahorrados algunos cuartos. Tú, venga a incordiar con el dichoso viaje, a conocer el mar, ya verás cómo vas a disfrutar. Ahora sola como estás no tienes excusas; y no te preocupes que no pienso tocarte un pelo. Al final me dejé convencer, que no veas tú el calorón de aquel mes de julio y la humedad de ahí; suerte de los baños diarios, y lo bien que te portaste, si cuando me lo propongo soy como una hermanita de la caridad, me decías. Y a fe que lo fuiste, menos la víspera de mi partida, que no veas la moña. Tú, venga a forcejear, incluso llegaste a arrancarme algún botón de la blusa, y yo como una farsante defendiendo el santuario. No pasó a mayores porque la cogorza te impedía hacer más fuerza, aunque tal vez lo mejor hubiera sido llegar al final y hoy quizás ya fuera tu esposa. Tras aquel suceso no pude evitar un distanciamiento y la tardanza en dar respuesta a tus misivas, las cuales se redujeron a cuatro o cinco al año. Aunque, no vayas a engañarte, que a los pocos días de haber regresado al pueblo te había perdonado. Lo que no soportaba eran los infundios de la gente y ese afán de si yo era tu querida, que ya ves tú cómo llegaron a saber de mis vacaciones en Asturias. Así que me convertí en solterona más que en viuda, venga a leer libros y a ensayar en el coro, que no sé qué se te ha perdido a ti en la iglesia para dejar pasar el tiempo entre imágenes y cantos sacros. Y si no quieres casarte conmigo, hazlo con quien te venga en gana, o amontónate,  pero no despilfarres los pocos años de juventud que te puedan quedar. Si estás más rica que el pan; por si no te lo crees, más de uno, incluso más joven, estaría dispuesto a llevarte al altar. Y yo, que venga, no me vengas a vacilar. Eso me lo decías la penúltima vez que volviste al pueblo, hace ya casi diez años, porque la última, la de la Semana Santa pasada, es harina de otro costal. Entonces parecías el ratón y yo el gato, bueno, la gata; y no veas nuestros paisanos cómo nos escrutaban con sus miradas condenatorias. Fue entonces cuando me di cuenta de que ya no eras el mismo. Y no porque hayas envejecido lo tuyo, que eso es normal si toda la vida has hecho un trabajo tan duro y vas camino de los sesenta y uno; pero tu comedimiento, esos despistes frecuentes, cuando antes, si algo tenías era el memorión; y por encima de todo, cuando admitiste haber penitenciado el Viernes de Dolores, día de tu llegada, me hicieron cavilar. Me dejaste preocupada, lo admito. No vayas a creer, que cuando me dijiste: me confesé con un cura durante al menos diez minutos, y que si desde la Primera Comunión jamás lo había hecho, que ni siquiera recuerdo haber vuelto a pisar una iglesia, me alegré horrores pensando en tu conversión, mucho más cuando me acompañabas a todas las procesiones y te atreviste a portar como uno más la imagen del Nazareno. Pero intentaré por todos los medios recordarte nuestros años más jóvenes, que eso dicen va muy bien a las personas que padecen desmemoria, si bien evitaré hablarte de las palizas de tu hermano a cuenta de los celos. De haberme ocurrido aquello en estos tiempos, tal vez ni mi madre ni el padre Benigno hubieran sido tan consentidores con tu hermano, pero de aquella, hasta unas bofetadas de vez en cuando se podían convertir en algo razonable. 

Ya ves, ahora sin que me requiebres, cuando me has dejado de proponer en matrimonio hace un siglo, me pareces más vulnerable, yo diría, menos enigmático, si bien más interesante con tus canas y ese bastón que te acompaña allá donde vas. Mira tú lo poco interesante que puede llegar a ser un muchacho como ¿Guto, dijiste?, pero si ni siquiera los buenos días, que a lo más un buenas, y santas pascuas. Y lo faltón que es hija, y vago; en fin, dejaré el tema de una vez. Yo, señora, le juro a usted por estas, que a su niña no le ha de faltar un mendrugo de pan ni un abrigo en invierno. Si a su hija la deja, le juro que en cinco años, cuando volvamos al pueblo, no la conoce ni usted ni nadie. Y tú, venga a insistir, que si ya era mayor de edad y podía hacer mi real gana. Después, cuando te marchaste, no veas la bronca, que cómo se atreve ese entrometido a amenazarme con el rapto si no te dejo. Ahora no me importaría dejarme secuestrar y hacer esas cosas de jóvenes. Me parece que está llegando el tren. Por segunda vez en mi vida volveré a Gijón, quién sabe si para quedarme, aunque estoy pensando que si tú no me aceptas o ya no me reconoces, no por eso voy a abandonarte, ni tampoco a tu hijo. Con tu pensión y mis ahorros nos podremos arreglar al menos un par de años; y si se prolonga la situación, no te preocupes, pues yo me pondré a trabajar ahí. Estoy tranquila, pues si ocurre lo peor, regresaremos al pueblo con tu hijo Santiago y volveré al trabajo en la oficina. Lo pasaremos bien y saldremos a pasear cada día mientras sea posible, y cuando no, nos conformaremos con ver la panorámica de la ciudad desde tu buhardilla mientras te leo algún libro, como este Arpa de hierba que tú me regalaste la última vez, ¿o ya no te acuerdas? No obstante, te diré que eres un granuja por no decirme la verdad, siempre con evasivas cuando vas de reservado, que cuando no te interesa, te sales por los Cerros de Úbeda como si tal cosa. Lo decía mamá a veces, ya me dirás, hija, este mocoso de siete años que se llama ¿Augusto, o Guto, dijiste?, qué bien nos toreó con el asunto del tren, y si voy a escuchar el traqueteo del correo poniendo la oreja pegada a los raíles, eso es cosa mía, decías, y luego a pillar ranas en la charca, al ladito de la estación. Por cierto, este que viene sí me parece el tren a coger. Luego descubrí por otra persona lo del hijo tardío, y me dolió horrores, pues sin decir mentiras, no dejaba de ser una verdad a medias, aquello de no poder volver de vacaciones al pueblo por ¿estar ocupado? Ahora, lo que me va a costar perdonarte de veras, es que no me contaras lo de tu senilidad, o Alzheimer que llaman ahora. Gracias a que Santiago me lo confesó por teléfono, estoy subiendo ahora a este que definitivamente sí es mi tren. Deseo que vivamos juntos por el resto de nuestros días, también cuidar de tu hijo como se merece. ¡Anda! ¡Sí que se acerca pronto el revisor a mi compartimento! Es momento de dejar la matraca y de leer un rato esta revista del cotilleo: tiempo habrá de pegar la hebra.