jueves, 22 de junio de 2023

Pereira en el recuerdo

 
La primera imagen que guardo de Antonio Pereira viene precedida de un coche de línea al ralentí, con el sofoco al ascender el Puerto, y algunas caminatas por las más reconocidas calles de León, antes de entrar en el gran comercio del villafranquino. Mi madre estaba persuadida de su fiabilidad si adquiría un artilugio doméstico -no recuerdo cuál- estando disponible en el gran comercio al por mayor de su primo carnal. Antes de comprarlo, mejor observarlo con detenimiento y aceptar las recomendaciones del comerciante, que de ello sabía un rato. 

  Antonio, al menos desde mi visión de niño con muchos pájaros y escaso discernimiento, me pareció un señor más bien alto y distinguido; acaso las gafas de pasta ayudaran a esa impresión. Aunque también estaba su voz, una voz cálida, como de hombre conciliador, también excéptica (en grado venial), y barnizada con un pizco de socarronería. En realidad esa es la impresión que yo tengo ahora, pues a mis ocho o nueve años... No obstante, ese hombre elegante, de eso si estaba seguro entonces, no se parecía a ningún comerciante de la Villa, e incluso de Ponferrada.


  Y es que ahora que ha pasado más de medio siglo, infiero que Antonio, el hijo de José Pereira -hermano de mi abuela Concha, y por tanto su sobrino- comenzó a modular su voz al tiempo que consumía la vista leyendo libros en la trastienda de la Imprenta (Nieto), la que abrió mi abuelo Tomás, de oficio tipógrafo. El de Valladolid, de Valbuena de Duero, se convirtió en el tío político, y de rebote en su padrino de bautizo, algo que casi todos los villafranquinos desconocen. Acaso el carácter más bien seco de Tomás Nieto (nada que ver con la simpatía expansiva de los Pereira) ayudara al joven seguidor de muchos escritores a cultivar otra manera de expresarse más cálida, natural y a un tiempo convincente, solo posible en algunos escritores (no tantos) que han sido capaces de amalgamar el vivir diario con la creación literaria. 


  El primer libro de Antonio Pereira que cayó en mis manos fue su primera novela, Un sitio para Soledad. Algunos críticos vaticinaban que se trataba de una obra de iniciación, como si quisiera aprender el oficio de narrador de largo recorrido. Y nada más lejos de la realidad, pues con esta obra daba muestras de madurez, de ser un escritor cuajado, y además atrevido al abordar en pleno 1970 los anhelos de una mujer de provincias que huye del ambiente cerrado en el cual vive para experimentar nuevas sensaciones muy lejos de casa. Inevitablemente leí a continuación su primer libro de relatos, Una ventana a la carretera (1967). Una colección de relatos breves por donde se respira Villafranca, si bien, y a pesar de un localismo convencional, se traslucía un espacio vívido, venturoso, con moratoria para seguir superando obstáculos antes del decaimiento generalizado. Cuando terminé de leerlo, tal vez a los quince años, ya no quise otros divertimentos salvo el de escribir; y si escribía como nuestro paisano, mucho mejor. Así que hubo un tiempo de indefinición estilístíca en el cual mi máxima era imitar sobre una cuartilla sus invenciones, lo cual nunca logré, es obvio, teniendo en cuenta que Pereira es inimitable en la suerte de la narración breve. 


En su casa de la Calle Concepción he estado muchas veces de niño. Acompañaba a mi madre, muy aficionada a hacer visitas a Claudia, la madre de Antonio, "la tía Claudia", que decían siempre en mi casa. De la vivienda guardo el recuerdo imperecedero de una galería, y a ella, a Claudia, recostada en una mecedora, o en un butacón. Y hablaban, hablaban sin parar, de las cosas, de Villafranca, de las primeras publicaciones de Antonio. Aquello era algo parecido a un filandón diurno, como de andar por casa, pero capaz de calentar la cabeza de un chavalín hasta el extremo de idealizar ese oficio de inventar y contar. 


  A Antonio Pereira, ya reconocido en el mundillo de las letras, lo vislumbro subido a una tarima al final de la Herradura. Es junio de pájaros y negrillos, de poesía y recitadores. A su lado veo a otros del oficio más bello del mundo, pero nunca falta Victoriano Crémer; no me lo puedo quitar de la cabeza. Y antes, la víspera, a él junto a un nutrido grupo de poetas y villafranquinos siguiendo la estela de una ronda emocionada por las calles y callejas, atentos a las declamaciones, por lo común elogiosas con la capital de la poesía. El de la Cábila es ya un escritor de renombre, pero el espaldarazo -me parece a mí-, el reconocimiento unánime, llegaría muy poco después. 


   
   En 1984, el cineasta berciano José María Martín Sarmiento recluta a lo más granado de la narrativa leonesa, es decir: Julio Llamazares, Luis Mateo Díez, José María Merino, Pedro Trapiello y por supuesto Antonio Pereira, a fin de que cada cual elija un relato de su cosecha para adaptarlo a la gran pantalla en El filandón. Pereira se decanta por Las peras de Dios, publicado solo dos años antes en el libro, Los brazos de la i griega. El éxito de la película es inmediato y "las peras" están en boca de todos, siendo la historia una de las más celebradas  por su frescura, espontaneidad y el humor por la abundancia frutal entreverado con un erotismo incipiente. 


  Impelido por la popularidad de la Película, Pereira publica en 1988 El síndrome de Estocolmo, uno de sus mejores trabajos en narrativa breve, obteniendo el favor de la Real Academia de la Lengua en forma de Premio Fastenrath, y colocándolo en lugar preeminente en el mapa de la cuentística en el ámbito nacional. Desde entonces ya no para de publicar cuentos y más cuentos, algo insospechado antes de la Película, teniendo en cuenta que de 1967, año de Una ventana a la carretera, a 1982, cuando sale al mercado, Los brazos de la i griega, solo ha publicado un libro más de cuentos en 1976;  El ingeniero Balboa y otras historias civiles.   


  Al hilo de la abundancia de relatos,  un día de agosto de 2003 con canícula, mientras Pereira y yo departíamos en el tanatorio debido a la muerte de mi madre, afirmó más que preguntar, que con toda seguridad había abusado escribiendo tanto cuento. Yo le dije que de ninguna manera, aunque en conjunto rondase el número de doscientos, pues la calidad había sido la nota predominante de cada uno. Se quedó pensativo y no insistió, regresando al momento presente para decir que la prima Petra tenía buen aspecto, teniendo en cuenta la largura en años y la crueldad del Parkinson. 


  Con él me hubiera gustado charlar mucho más, pero estaba el impedimento de cientos de kilómetros de por medio. No obstante, al menos en los últimos quince años antes de su fallecimientos, nunca faltó el intercambio de tarjetones de Navidad, o las llamadas recíprocas a través del teléfono para darnos la enhorabuena por un nuevo libro, algún reconocimiento o galardón (muchísimos más él). Y por supuesto guardo como oro en paño su escrito a máquina que habría de servir de prólogo para mi libro de relatos,  Cuando el tiempo decide. Previamente a su publicación le ofrecí la dedicatoria de uno de los relatos, en concreto La mujer del anillo, por parecerme muy acorde -salvando las distancias- a la forma que él tenía de transformar los aconteceres más convencionales en espectáculos para el goce de la vista. Como es natural rechazó de plano el ofrecimiento por considerarlo fuera de lugar teniendo en cuenta su condición de prologuista, y yo añadiría, por no tener la calidad suficiente para hacerse acreedor (mi relato) a tan alta distinción.                                            

 Para concluir diría que si tengo que elegir mi libro favorito de relatos, yo, como Antonio Periera, me decanto por este prodigio de composiciones (cuatro relatos) llamado El ingeniero Balboa y otras historias civiles (1976). Muchos de los lectores empedernidos de su narrativa se sorprenderán por la elección teniendo en cuenta que el tratamiento de cada una de las historias no es el más frecuentado por él. En el libro, más que en ningún otro, Pereira da rienda suelta a la inventiva a través de nuevas experimentaciones. Quizás se atrevió a ello motivado por los acontecimientos de aquel momento, un tiempo de cambios radicales y muchas incertidumbres. Es así como el villafranquino pergueñó cuatro relatos extensos y suculentos donde se adivina su pluma; no obstante, aunque pueda parecer contradictorio, es el menos pereiriano de sus libros. En lo concerniente a las novelas, a pesar de la calidad de la primera, no puedo negar mi debilidad por País de los Losadas (1978).  


  No sé si mi madre llegó a adquirir el artilugio de marras previo descuento para parientes. Lo que sí puedo asegurar es que durante algún tiempo menudearon los viajes a la Capital con destino al gran comercio de Antonio Pereira, si bien la mayoría los hacíamos con mi padre al volante del Milquinientos, sin demasiado entusiasmo por su parte si ello suponía "perder el tiempo" antes de comprar el penúltimo grito de un electrodoméstico para el hogar.











 


  



                                                                                                                                     
                                                                                                                        

sábado, 10 de junio de 2023

Genaro, el de la estación

Hace un taco de años escribí un relato sobre la jubilación de un taquillero de nuestra añorada Estación. Debo decir que a pesar de vérsele las costuras, también la bisoñez del entramado, guardo de él un grato recuerdo, ya que lo imaginé desde la añoranza de los trenes que circulaban por Villafranca durante buena parte de mi infancia. En resumidas cuentas es mi modesto homenaje al edificio, a sus vías, al apeadero. Y es por añadidura una dedicatoria a quien fue el transportista de las sacas de correos durante algún tiempo, o sea: mi padre. 




 a mi padre, in memoriam


A Genaro, de la estación, le ha llegado el tiempo de jubilarse, una contrariedad que lo tiene fuera de sí. Atrás, muy lejos en el tiempo, queda la llegada de este hombre desde La Cabrera, su tierra de nacencia, para asentarse de por vida en El Bierzo.

  Cuando tenía veinte años lo llamaron a filas e hizo el Servicio Militar en León, cumpliendo con la Patria durante dieciocho meses; aunque a cambio de tan dilatado periodo sirvió en lo que ahora llaman Renfe, que para los tiempos de entonces no era moco de pavo, o eso dice él. Cuando se licenció le ofrecieron continuar en la Empresa, y él, muy satisfecho del trabajo en el ferrocarril, aceptó sin pensarlo un momento. Al poco lo destinaron a Villafranca, de donde no ha vuelto a salir, salvo, hace no sé cuantos lustros, cuando viajó por su luna de miel.

  <<Tras cuarenta y tres años al servicio del pasajero me obligan a poner punto y final a mi trabajo>>, dice él tristón, aunque testarudo en la desobediencia. En la Villa nos hemos enterado de la noticia hace dos días, sin creérnoslo del todo; y sin que nadie sea capaz de imaginar la Estación cuando falte Genaro.

  Algunos vecinos, solo los más veteranos, le llaman el Bautista, pues a lo largo de los años se ha entretenido en poner nombre a cada espacio y escondrijo de su estación, dotándola de personalidad propia. Tal vez por ello llegamos a entender la desobediencia de Genaro, su reclusión en la taquilla de toda una vida para evitar el retiro. Hasta el momento nadie ha sido capaz de ablandarlo, ni tan siquiera Don Telesforo, el sargento de la Guardia Civil.

 Genaro no es un hombre alto (dicen quienes han tenido la fortuna de verlo de una pieza), aunque tampoco debe de ser tan canijo como Segismundo, mi maestro; más bien parecido a Carlitos, nuestro compañero de clase, ambos tirando a flacuchos, me parece. Su rostro está chupado, con
muchas arrugas, y su pelo es de color cenizo; lo lleva húmedo, siempre peina hacia atrás. A primera vista parece una persona seria, casi no se ríe, pero le gusta la charla; y en cuanto se suelta, zas, ya tenemos palique todo el tiempo del mundo. Eso sí, a mis amigos y a mí nos encanta escuchar sus cosas, parecen aventuras como de cine.

  A nosotros, que todavía somos unos críos, no nos ha sorprendido su huelga a la japonesa, pues sigue vendiendo billetes a los viajeros como si nada anormal le fuera a ocurrir. Lo más chocantes es que a lo largo de nuestras cortas vidas, ninguno de la panda hemos tenido la fortuna de verlo fuera de la garita. De él todos tenemos una visión de escaso cuerpo, como una foto carnet. Incluso hemos llegado a pensar que se ha encerrado entre las cuatro paredes de su despachito con un único fin, el de no ser descubierto de cuerpo entero por ninguno de nosotros. Nos parece como si quisiera ocultar sus piernas.

  Su amigo Quino, el encargado de traer y llevar el correo del pueblo para su transporte en los vagones del tren, ha intentado convencerlo de la inutilidad del encierro, haciéndole ver que a sus sesenta y cinco ya es hora de descansar tras tantos años de trabajo. Sin embargo él no está por la labor, y acaba sentenciando: <<esta es mi vida y no podría prescindir de la estación, como nadie puede prescindir del aire para respirar. Me quieren quitar la vida porque han leído la fecha de mi nacimiento y piensan que estoy acabado, pero estoy tan fresco como una rosa. >>

 Genaro es una enciclopedia viviente de la estación del pueblo. A veces, al acabar la escuela, mis compañeros y yo nos merendamos de camino al apeadero, con el fin de ver el cercanías a Toral que conectará con el larguísimo expreso procedente de Barcelona con destino a La Coruña, y de paso escuchamos con atención sus aventuras, que las más de las veces nos dejan con la boca abierta.

  Ahora recuerdo que en una ocasión, estando más dicharachero que de costumbre, nos habló de su llegada al pueblo:

  <<Por entonces la estación sólo tenía dos vías, ninguna de ellas electrificada. Todavía prevalecían las máquinas a vapor, en especial en poblaciones pequeñas como esta. Del trabajo salía, vosotros no os lo podéis ni imaginar, pues salía con cara y manos negras como el betún; y el mono de color azul, a los tres o cuatro días se había convertido en un trapo negro, como si fuese una túnica de las de Semana Santa, las utilizadas por los cofrades franciscanos. Por aquellos lejanos años desempeñaba la función de carguero, metiendo carbón a las locomotoras. De esa manera tenían la
fuerza suficiente para tira de varios vagones durante muchos kilómetros. A veces maldecía mi suerte, y preguntaba a quien mandaba si duraría mucho tiempo todo eso. Me lamentaba de los meses pasados tan ricamente en la mili, porque allí había dejado ese tipo de trabajo a los pocos meses, ocupándome de tareas menos sucias y sacrificadas, casi siempre de despacho. Incluso los dos últimos meses previos a la licencia los había pasado como factor, supliendo al titular, ya que estaba tísico y convalecía en Astorga. De aquella, el trayecto solo valía cinco pesetas, y aunque ahora parezca de risa, entonces era una fortuna recién acabada la Guerra. Transcurridos seis años de mi llegada a este lugar electrificaron las dos líneas existentes, construyendo dos nuevas, que juntas, hacen las cuatro actuales. Luego crearon las agujas para controlar el tránsito de los trenes y le dieron la forma actual a la taquilla. Fue por esa época cuando dejé mi trabajo de carguero, pasando a desempeñar la función de jefe de mantenimiento, teniendo entre otras funciones la de guardagujas. Digo jefe de mantenimiento porque eso ponía en el recibo de la nómina, y no era de extrañar, al fin y al cabo era yo el único que trabajaba en tales tareas. Con los años y a medida que fue creciendo el tráfico ferroviario, contrataron más empleados para esas tareas…>>
 
  Cuando Genaro pega la hebra y habla de los sucesos de su vida de joven, le escuchamos con más atención que a don Paciano, nuestro párroco. Él se emociona y olvida nuestra presencia  por culpa de los recuerdos antiguos, cerrando los ojos para no soltarlos; entonces Guto, el más espabilado y atrevido de la pandilla, se yergue sobre el mostrador con la ayuda de sus manos, confiado en poder verle las piernas, pero no hay tu tía, porque siempre se interpone esa tabla horizontal cubierta de talonarios de billetes impidiendo ver más allá de sus caderas. Él continúa explicando la antigüedad, sin darse cuenta del atrevimiento de nuestro compi, y añade:

 <<...Pasaron dos años más, entonces murió de una congestión el taquillero, mi querido y
admirado Don Ceferino Montemayor, Cefe para los amigos. Desde ese momento y hasta el día de hoy no he hecho otra cosa, salvo vender billetes a los viajeros. Para el servicio técnico contrataron a Servando y unos años más tarde a Úrsulo, ahora son ellos los encargados del mantenimiento y reparación. Por cierto, ni se os ocurra llamar a Sulo, Úrsulo, pues le desagrada su nombre de bautismo. >>

  En otra ocasión nos contó cosas de su casa y de cuando conoció a su mujer, ya fallecida. <<Era joven y garbosa. Mientras le vendía el billete de retorno a La Coruña quedamos mirándonos fijamente. Entonces ella me preguntó por cuál vía pasaría el tren, yo le contesté que por  “Aurora”, a lo cual respondió que ese era su nombre. Desde ese día la volví a ver con frecuencia, pues ella era natural de Piornedo, una aldea perdida entre la altitud de las montañas. Como la temporada veraniega era agradable en aquellos agrestes parajes, se aventuraba a bajar hasta aquí dos y hasta tres veces a la semana. Nos hicimos novios, y pocos meses después, marido y mujer. >>

  Aquellas tardes de Genaro enfrascado en la conversación sin tregua para la lengua, nos quedábamos más tiempo del debido escuchándolo, pasmados por la importancia de todas sus batallitas. Fue en una de estas, no hace tanto tiempo, cuando nos enteramos de los nombres de las cuatro vías: Aurora, Rezongona, Primitiva y Atrevida. También supimos que todos los bancos del andén poseen nombre propio, y aún, hasta las farolas del apeadero.
 
  Genaro es un poco chapado a la antigua. Dice ignorar cómo son esos nuevos trenes bala en Japón, y ni tan siquiera es capaz de comprender el funcionamiento del Talgo; él mantiene que ese tipo de ferrocarril solo lo utilizan las gentes con prisa. Él es muy tranquilo, imagina los viajes subido a un vagón de un modo más reposado, <<así puede uno deleitarse con el paisaje y hablar con los pasajeros más próximos>>, nos dice. Desde luego él renunció hace bastantes años a montar en tren, y asegura sin rubor y hasta con orgullo, no haber visto jamás un Talgo, o algo parecido. Cuando su luna de miel, la Empresa puso a disposición de la feliz pareja cuatro billetes de ida y vuelta, lo cual al novio le pareció de perlas, no así el ofrecimiento para viajar en un Talgo. Al respecto nos dijo que no pretendía hacer una carrera de desafío a la velocidad, él prefería viajar al ralentí, empapándose de la fresca brisa y del aire romántico de las estaciones con sus respectivos raíles y catenarias.

   Ayer mismo fue don Telesforo con dos números de la Guardia Civil a ver al encerrado. Iba con el firme propósito de desengañarlo, a fin de que cediera en la actitud desafiante, algo que preocupa al Señor Alcalde. Según algunos vecinos, el Sargento ha recibido la orden del Gobernador Civil de León, vía Don José Frontera, el mandamás del Ayuntamiento. Sin embargo, ante la terquedad de Genaro y su discurso emocionado, Don Telesforo y la compañía abandonaron el propósito, ablandados por las sentidas palabras del encerrado. El Sargento espera intranquilo el tirón de orejas del Señor Gobernador a través del Alcalde. Este Don Telesforo tiene un amplio mostacho y, cuando lleva puesto el lustroso tricornio de charol negro, le da un aire de severidad, nada que ver con su simpatía. Es un buenazo, y enseguida se apacigua con el más pillastre. Hoy mismo, pese al mal lugar en que le ha dejado el taquillero, el sargento de
la Benemérita le ha traído tabaco de picadillo, papel para liar cuantos pitillos le plazca fumar, un par de toallas limpias, jabón y papel higiénico, además de tarteras con comida, <<de tapadillo>>, nos dijo. Como pegado al despachito, a manera de trastienda, hay un retrete con baño en donde él puede hacer todas sus necesidades, y también dispone de un cuartucho con una turca en la cual duerme nuestro amigo; pues eso, que no necesita para nada abandonar la taquilla, <<no vaya a ser que cuando regrese hayan cambiado la cerradura del despacho y no pueda volver a entrar -nos dice con prevención-. Eso si no me tienden una emboscada en cualquier calleja. >>
 
  En una ocasión, hace un par de años, a invitación de Genaro, Guto y yo entramos en el despachito. Nuestro amigo estaba con ciática y no podía realizar movimientos bruscos. Ya dentro nos pidió de un armario un taco de cartoncillos marrones, para no tener que incorporarse. Jamás estuvimos tan cerca de verle las piernas, pero, entre que el butacón tenía su respaldo tapando totalmente la parte posterior de su cuerpo, por delante le parapetaba el mostrador de cara al público, a su izquierda tenía una estufa grande de butano y a su derecha colgaba una cortina de paño verde, rozando prácticamente sus piernas envueltas en una manta, la tarea nos fue imposible. Mi amigo estuvo en un tris de alcanzar el objetivo aupándose sobre la estufa entarimada, aunque solo pudo verle la parte inferior de la pierna izquierda. Desde ese día mi amigo está convencido de que oculta la pierna derecha por algún feo motivo. Al respecto, Paqui dice haber visto al taquillero de pie y con sus dos piernas cuando el entierro de su compadre Fortunato, al morir ahogado en el río; y dice, además, haber escuchado a su padre decir que la pierna derecha del taquillero es ortopédica. Al parecer, estando en la mili, un día, mientras comprobaba el estado de las ruedas de un tren, este se puso en marcha, atrapando su pierna. Debieron de operarle a vida o muerte para evitar una posible gangrena, evitada a cambio de amputarle la pierna por encima de la rodilla. Ya con posterioridad le implantaron una artificial en el mismo hospital controlado por los militares. A cambio de su silencio, el ejército le propuso trabajar como civil con un buen sueldo, pues la culpa había sido del maquinista, que se había precipitado con la maniobra del inicio de marcha. El culpable era un pez gordo, un militar con rango, según dicen, aunque eso se supo mucho más tarde. Si bien, dicen otros, se debe hacer poco caso de las habladurías. Todos sabemos que Luis, el padre de Paqui, es un peliculero de marca mayor, y le gusta propalar cosas y calumniar a la buena gente, al menos, eso comentan de él los vecinos.

 Genaro lleva alrededor de tres décadas alojado en una vivienda adosada a la estación. Cuando finaliza su trabajo, o mejor dicho, finalizaba, era medianoche, e iba raudo a casa, de ahí que nos resulte imposible de sorprenderlo, pues nuestros padres todavía nos obligan a estar en nuestras casas a las diez. ¿Quién sabe?, tal vez cuando se jubile podremos verlo de una pieza, aunque él dice que de ahí no le saca ni la madre que lo parió, que en gloria esté.

  Hace dos meses que nuestro amigo recibió la notificación del retiro para el día de su sesenta y cinco cumpleaños, y desde entonces anda un poco amustiado. Mi padre ha comentado en casa el desengaño del taquillero con Anselmo, Procurador en Cortes. Al parecer, Genaro llevaba un año trabajando de carguero allá por los primeros años de posguerra, cuando se le presentó la complicada disyuntiva de ayudar o no a su amigo de Zamora, un pobre hombre. El zamorano le pidió favor y él intermedió para que lo contrataran. Durante algunos meses Anselmo sobrevivió
haciendo las mismas tareas que su amigo. Luego le surgió un trabajo menos fatigoso en el Juzgado de Ponferrada como oficinista, y se despidió, no sin antes jurarle agradecimiento eterno, pues siempre estaría dispuesto a echarle una mano cuando hiciera falta. Con los años hizo carrera judicial, y de ahí dio el salto a la política. Así que, apelando a la buena amistad de antaño, le ha pedido la intercesión ante las autoridades competentes, haciendo valer su influencia. Pese a la petición de favor, hasta el momento Anselmo no ha logrado nada positivo con respecto al problema, y Genaro anda que trina ante la impotencia del político. Mi padre dice que le ha echado en cara a su amigo los favores del pasado, cuando puso todo su empeño para que lo contratasen, justo cuando el trabajo escaseaba y él era un muerto de hambre. Por su parte Anselmo ha tratado de hacerle ver la imposibilidad de retardar el retiro por ir contra la Ley, dice nuestro amigo. Mi padre también ha tratado de convencerlo de lo difícil que es para un político utilizar las influencias en ese sentido. Pese a todos los obstáculos, él se emperra en que los políticos pueden conseguir cualquier cosa, hasta la más complicada, <<y si tengo que regalarle un jamón, se lo regalo y sanseacabó>>, dice.

   Anteayer, Don Victorino, el Jefe de Estación, intentó ablandarlo, y fueron tales las amenazas de su discurso, que su subalterno, un tanto aturdido con lo escuchado, a punta de navaja amenazó abrirle en canal si no cesaba con la palabrería.

  En las últimas horas han desfilado por la taquilla infinidad de personas: Matías, alguacil del Ayuntamiento, Perico el barrendero, el farmacéutico Quesada, su hermana Escolástica, que vive en Becerreá; incluso Tenorio, antiguo compañero de partida en los lejanos años cincuenta. El mismo Tenorio ha pedido permiso de dos días a su jefe, el dueño de la mercería en la que trabaja en Arévalo, para desplazarse hasta aquí. Sin embargo, pese al incesante desfile de personas, todos han recibido el no como respuesta.

  Con todo la polvareda -en Villafranca no se habla de otra cosa-, mis compañeros y yo nos hemos solidarizado con la postura de nuestro amigo, deseando de corazón que pueda resistir el asedio y embestidas de la legalidad, aunque jamás podamos verle las piernas. Poco a poco nos vamos poniendo de su parte a medida que escuchamos sus razones. Ayer incluso, a casi todos se nos escapó alguna lágrimilla al oir a nuestro amigo decir que: <<mi casa no es la que conocéis todos vosotros, sino esta gran edificación, pues aquí he pasado la mayor parte de mi vida. La juventud la entregué al ferrocarril sin esperar nada a cambio, y con el mayor entusiasmo he convivido en medio de estas cuatro paredes. Aquí conocí a Aurora. Ella y yo hemos pasado los ratos más felices con la complicidad de los pitidos de las locomotoras, paseando a la vera de la “Atrevida”, admirando la culebra del convoy mientras se perdía en la curva de salida camino de Toral, y con el compás del traqueteo de las ruedas de los vagones. ¿Cómo voy a abandonar este despacho y dejar de vender los billetes, si este ha sido y es mi habitáculo, y en él he departido en multitud de ocasiones, incluso con viajeros a los cuales no he vuelto ni volveré a ver? Aquí el aire es más puro. Incluso Quino, a pesar de estar operado de la garganta, cuando trae las sacas con las cartas de los villafranquinos, dice sentirse fresco y relajado. Yo no puedo renunciar a mi vida, y si me sacan de aquí por la fuerza, estaros seguros de mi muerte; entonces sí me haría viejo prematuro, en pocos años la jubilación me adormecería, me volvería lelo. Algunos piensan que mi negativa a retirarme se debe al asunto de los cuartos. En fin, todos me conocéis bien y sabéis de mi predilección por este lugar. Yo con cuatro perras para tabaco, café y un mendrugo de pan, me apaño. La principal afición para mí está aquí. Aunque algunos no lo crean o no lo quieran ver así, este es mi dinero, mi tesoro, no el dejar de ganarlo. >>

 Por lo visto todo está cada vez más enrevesado, palpándose la tensión. Mientras mis compañeros y yo nos hacemos la pregunta del millón: ¿Logrará nuestro amigo su objetivo, o por el contrario y a cambio de su desdicha, tendremos al fin la fortuna de contemplarle las piernas un día de estos?


Genaro, el de la estación, fue publicado en la antología colectiva, 100 relatos geniales.