jueves, 22 de junio de 2023

Pereira en el recuerdo

 
La primera imagen que guardo de Antonio Pereira viene precedida de un coche de línea al ralentí, con el sofoco al ascender el Puerto, y algunas caminatas por las más reconocidas calles de León, antes de entrar en el gran comercio del villafranquino. Mi madre estaba persuadida de su fiabilidad si adquiría un artilugio doméstico -no recuerdo cuál- estando disponible en el gran comercio al por mayor de su primo carnal. Antes de comprarlo, mejor observarlo con detenimiento y aceptar las recomendaciones del comerciante, que de ello sabía un rato. 

  Antonio, al menos desde mi visión de niño con muchos pájaros y escaso discernimiento, me pareció un señor más bien alto y distinguido; acaso las gafas de pasta ayudaran a esa impresión. Aunque también estaba su voz, una voz cálida, como de hombre conciliador, también excéptica (en grado venial), y barnizada con un pizco de socarronería. En realidad esa es la impresión que yo tengo ahora, pues a mis ocho o nueve años... No obstante, ese hombre elegante, de eso si estaba seguro entonces, no se parecía a ningún comerciante de la Villa, e incluso de Ponferrada.


  Y es que ahora que ha pasado más de medio siglo, infiero que Antonio, el hijo de José Pereira -hermano de mi abuela Concha, y por tanto su sobrino- comenzó a modular su voz al tiempo que consumía la vista leyendo libros en la trastienda de la Imprenta (Nieto), la que abrió mi abuelo Tomás, de oficio tipógrafo. El de Valladolid, de Valbuena de Duero, se convirtió en el tío político, y de rebote en su padrino de bautizo, algo que casi todos los villafranquinos desconocen. Acaso el carácter más bien seco de Tomás Nieto (nada que ver con la simpatía expansiva de los Pereira) ayudara al joven seguidor de muchos escritores a cultivar otra manera de expresarse más cálida, natural y a un tiempo convincente, solo posible en algunos escritores (no tantos) que han sido capaces de amalgamar el vivir diario con la creación literaria. 


  El primer libro de Antonio Pereira que cayó en mis manos fue su primera novela, Un sitio para Soledad. Algunos críticos vaticinaban que se trataba de una obra de iniciación, como si quisiera aprender el oficio de narrador de largo recorrido. Y nada más lejos de la realidad, pues con esta obra daba muestras de madurez, de ser un escritor cuajado, y además atrevido al abordar en pleno 1970 los anhelos de una mujer de provincias que huye del ambiente cerrado en el cual vive para experimentar nuevas sensaciones muy lejos de casa. Inevitablemente leí a continuación su primer libro de relatos, Una ventana a la carretera (1967). Una colección de relatos breves por donde se respira Villafranca, si bien, y a pesar de un localismo convencional, se traslucía un espacio vívido, venturoso, con moratoria para seguir superando obstáculos antes del decaimiento generalizado. Cuando terminé de leerlo, tal vez a los quince años, ya no quise otros divertimentos salvo el de escribir; y si escribía como nuestro paisano, mucho mejor. Así que hubo un tiempo de indefinición estilístíca en el cual mi máxima era imitar sobre una cuartilla sus invenciones, lo cual nunca logré, es obvio, teniendo en cuenta que Pereira es inimitable en la suerte de la narración breve. 


En su casa de la Calle Concepción he estado muchas veces de niño. Acompañaba a mi madre, muy aficionada a hacer visitas a Claudia, la madre de Antonio, "la tía Claudia", que decían siempre en mi casa. De la vivienda guardo el recuerdo imperecedero de una galería, y a ella, a Claudia, recostada en una mecedora, o en un butacón. Y hablaban, hablaban sin parar, de las cosas, de Villafranca, de las primeras publicaciones de Antonio. Aquello era algo parecido a un filandón diurno, como de andar por casa, pero capaz de calentar la cabeza de un chavalín hasta el extremo de idealizar ese oficio de inventar y contar. 


  A Antonio Pereira, ya reconocido en el mundillo de las letras, lo vislumbro subido a una tarima al final de la Herradura. Es junio de pájaros y negrillos, de poesía y recitadores. A su lado veo a otros del oficio más bello del mundo, pero nunca falta Victoriano Crémer; no me lo puedo quitar de la cabeza. Y antes, la víspera, a él junto a un nutrido grupo de poetas y villafranquinos siguiendo la estela de una ronda emocionada por las calles y callejas, atentos a las declamaciones, por lo común elogiosas con la capital de la poesía. El de la Cábila es ya un escritor de renombre, pero el espaldarazo -me parece a mí-, el reconocimiento unánime, llegaría muy poco después. 


   
   En 1984, el cineasta berciano José María Martín Sarmiento recluta a lo más granado de la narrativa leonesa, es decir: Julio Llamazares, Luis Mateo Díez, José María Merino, Pedro Trapiello y por supuesto Antonio Pereira, a fin de que cada cual elija un relato de su cosecha para adaptarlo a la gran pantalla en El filandón. Pereira se decanta por Las peras de Dios, publicado solo dos años antes en el libro, Los brazos de la i griega. El éxito de la película es inmediato y "las peras" están en boca de todos, siendo la historia una de las más celebradas  por su frescura, espontaneidad y el humor por la abundancia frutal entreverado con un erotismo incipiente. 


  Impelido por la popularidad de la Película, Pereira publica en 1988 El síndrome de Estocolmo, uno de sus mejores trabajos en narrativa breve, obteniendo el favor de la Real Academia de la Lengua en forma de Premio Fastenrath, y colocándolo en lugar preeminente en el mapa de la cuentística en el ámbito nacional. Desde entonces ya no para de publicar cuentos y más cuentos, algo insospechado antes de la Película, teniendo en cuenta que de 1967, año de Una ventana a la carretera, a 1982, cuando sale al mercado, Los brazos de la i griega, solo ha publicado un libro más de cuentos en 1976;  El ingeniero Balboa y otras historias civiles.   


  Al hilo de la abundancia de relatos,  un día de agosto de 2003 con canícula, mientras Pereira y yo departíamos en el tanatorio debido a la muerte de mi madre, afirmó más que preguntar, que con toda seguridad había abusado escribiendo tanto cuento. Yo le dije que de ninguna manera, aunque en conjunto rondase el número de doscientos, pues la calidad había sido la nota predominante de cada uno. Se quedó pensativo y no insistió, regresando al momento presente para decir que la prima Petra tenía buen aspecto, teniendo en cuenta la largura en años y la crueldad del Parkinson. 


  Con él me hubiera gustado charlar mucho más, pero estaba el impedimento de cientos de kilómetros de por medio. No obstante, al menos en los últimos quince años antes de su fallecimientos, nunca faltó el intercambio de tarjetones de Navidad, o las llamadas recíprocas a través del teléfono para darnos la enhorabuena por un nuevo libro, algún reconocimiento o galardón (muchísimos más él). Y por supuesto guardo como oro en paño su escrito a máquina que habría de servir de prólogo para mi libro de relatos,  Cuando el tiempo decide. Previamente a su publicación le ofrecí la dedicatoria de uno de los relatos, en concreto La mujer del anillo, por parecerme muy acorde -salvando las distancias- a la forma que él tenía de transformar los aconteceres más convencionales en espectáculos para el goce de la vista. Como es natural rechazó de plano el ofrecimiento por considerarlo fuera de lugar teniendo en cuenta su condición de prologuista, y yo añadiría, por no tener la calidad suficiente para hacerse acreedor (mi relato) a tan alta distinción.                                            

 Para concluir diría que si tengo que elegir mi libro favorito de relatos, yo, como Antonio Periera, me decanto por este prodigio de composiciones (cuatro relatos) llamado El ingeniero Balboa y otras historias civiles (1976). Muchos de los lectores empedernidos de su narrativa se sorprenderán por la elección teniendo en cuenta que el tratamiento de cada una de las historias no es el más frecuentado por él. En el libro, más que en ningún otro, Pereira da rienda suelta a la inventiva a través de nuevas experimentaciones. Quizás se atrevió a ello motivado por los acontecimientos de aquel momento, un tiempo de cambios radicales y muchas incertidumbres. Es así como el villafranquino pergueñó cuatro relatos extensos y suculentos donde se adivina su pluma; no obstante, aunque pueda parecer contradictorio, es el menos pereiriano de sus libros. En lo concerniente a las novelas, a pesar de la calidad de la primera, no puedo negar mi debilidad por País de los Losadas (1978).  


  No sé si mi madre llegó a adquirir el artilugio de marras previo descuento para parientes. Lo que sí puedo asegurar es que durante algún tiempo menudearon los viajes a la Capital con destino al gran comercio de Antonio Pereira, si bien la mayoría los hacíamos con mi padre al volante del Milquinientos, sin demasiado entusiasmo por su parte si ello suponía "perder el tiempo" antes de comprar el penúltimo grito de un electrodoméstico para el hogar.











 


  



                                                                                                                                     
                                                                                                                        

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