jueves, 24 de marzo de 2016
domingo, 20 de marzo de 2016
BOSTON
La publicación del álbum en 1976 (hará 40 años en agosto) en USA, supuso la sorpresa más agradable como inesperada de aquel año olímpico. El grupo homónimo fundado en 1969, o mejor cabría decir proyecto egocéntrico de Tom Scholz (verdadero cerebro de la criatura, además de ingeniero, guitarrista y teclista), intentó hacerse un hueco en el mundillo musical sin éxito alguno. En esos 6 años y pico de espera, Scholz, fanático del perfeccionismo y la experimentación, no hizo otra cosa que pulir a lo largo de miles de horas y demos o maquetas, algunas composiciones que iba ultimando en el equipo de 12 pistas que tenía en el sótano de su casa. La tozudez de Tom Scholz cristalizó al lograr firmar contrato con Epic Records tras decenas de calabazas por parte de otras compañías. Con el respaldo de la discográfica solo necesitaba reclutar al equipo que lo acompañaría en la grabación, reputados músicos de estudio sin mayor fama, o sea: Brad Delp (voz), Barry Goudreau (guitarra), Fran Sheehan (bajo) y Sib Hashian (batería). Tom pidió prestado para la tarea el equipo de Aerosmith y se fueron al afamado estudio de The Record Plant, en California, para ultimar el primer parto y más exitoso de cualquier otra estrella rock en cuanto a ópera prima se refiere hasta ese 1976. De hecho el álbum vendió más de 18 millones de copias en todo el mundo, y casi 40 años después es el 4º más vendido de los años 70. Sin duda el corte estrella More than a feeling representa mejor que ningún otro al AOR adulto, un tema concebido para pinchar miles y miles de veces en las jukebox o sinfonolas, en los platos caseros y en las ondas FM. A pesar de ser su mejor ramillete de canciones, sorprendentemente se debió conformar con el nº 4 en USA. Aunque 2 años más tarde sí lograrían el nº 1 con su siguiente obra, aun vendiendo mucho menos y no tener el nivel del álbum debut. Naturalmente, entre las 9 piezas que integran Boston (todas están a un alto nivel) destacan Peace of mind, Hitch a ride, Smokin' o la más sosegada Let me take you home tonight; reafirmando todas ellas la compenetración o química casi perfecta del quinteto en torno a una idea brillante impuesta por Tom Scholz, algo que en directo nunca llegó a producirse, de ahí tal vez el menor éxito posterior de la Banda, pues fuera del amparo de los estudios no lograba calcar el sonido original en las actuaciones en vivo.
En resumidas cuentas, Boston no es otra cosa que la amalgama de rocks potentes, guitarras afiladas, algo de melodía, unas prestaciones vocales sólidas, y la leyenda urbana o no de que todo el álbum estaba compuesto con un ordenador por Tom Scholz. Por encima de todo eso, la ópera prima del grupo es un conjunto de temas sólidos y molones, fáciles de asimilar al oído; no obstante, permanece y permanecerá en el recuerdo de muchos de nosotros que crecimos al ritmo impuesto por los americanos.
viernes, 11 de marzo de 2016
Cierra Discos Castelló
Otro cierre más y van. Ayer nos enterábamos de que la emblemática tienda de Discos Castelló, en la calle Tallers 7 en Barcelona, bajará el telón a final de mes. Un viejo negocio discográfico, con prestigio indiscutible a lo largo de sus 88 años de historia (nació en 1928), es incapaz de hacer frente a los nuevos tiempos, clientes, redes sociales, soportes, descargas masivas, y como otros del gremio optan por la retirada antes de que el deterioro sea mayor.
Nunca fui yo asiduo de la tienda, fundamentalmente por no vivir en Barcelona; pero si se terciaba el viaje, era obligada una visita al templo de los vinilos en aquellos años preolímpicos, acompañado de mi amigo Alejo, vecino entonces de la Ciudad Condal, y siempre decidido a hacerse con discos de los rotundos Ramones o la novedad de Neil Young. Yo si iba a la caza era para buscar a Pink Floyd, Led Zeppelin, Bruce y otros favoritos, aunque en el formato más modesto de la cinta cassette por no disponer entonces de plato. Por sus pasillos era natural ver a la gente más entendida en este sorprendente mundillo de la música, incluso celebridades o apasionados de las rarezas vetadas en otras ciudades de España; y por supuesto, si alguien muy forofo pretendía hacerse con la novedad más compleja para la crítica, el templo cercano a los templos del Barrio Gótico, era el espacio más adecuado, entre otras cosas por la profesionalidad de la familia Castelló y sus empleados.
El primer aviso serio de que la sociedad y los tiempos estaban cambiando ocurrió en 2009, al verse obligada a presentar un concurso de acreedores, pese a lo cual pudo mantener abierta la icónica tienda que el próximo día 31 pasará a ser historia y a darle una capa más a la pátina especial de cosmopolitismo que siempre ha brindado Barcelona. Paradógicamente, ese mismo año, el ayuntamiento de la ciudad le concedía la Medalla de Honor.
Hoy, transcurridos más de 30 años desde que entré por primera vez a un santuario lleno de magia y sentimientos, echo la vista atrás y a la cabeza me vienen mil y un recuerdos inolvidables, pero también el sinsabor de ahora mismo, porque algo que en cierto modo era patrimonio de los barceloneses y visitantes esporádicos como yo, dejará de existir en tres semanas escasas. ¡Qué lástima que el tiempo presente desbarate proyectos con tanta tradición como este!
jueves, 3 de marzo de 2016
Personajes de allá (3)
Antes que una auténtica celebridad en cualquier barrio o casa de la Villa, o ser el paradigma de una laboriosidad humilde y tranquila en medio del ralentizado vigor de Villafranca, J. era un ser excepcional, querido y respetado por todos los vecinos. Hijo único, humilde de por vida, con cabaña como guarida en sus primeros años de vida; de talla escueta, rostro peculiar de color ceniza, como para una película de Buñuel (según describía Antonio Pereira), o de Fellini, y el pelo lacio, peinado hacia atrás a lo Piru Gainza, hizo de su ocupación en variedad de oficios y quehaceres, algo consustancial a su modo de entender la vida; y hoy, de vivir, si se declarara inconstitucional el retiro, sería el ejemplo de hombre dispuesto a morir con las botas puestas sin la mínima objeción.
Y es que no le faltaban agallas ni presencia de ánimo para ser algo así como el pluriempleado más divergente por necesidad dineraria, pero también por un apremio de índole espiritual, o eso me parece a mí. Socorrido por pantalón de siempre, tirando a gris, un jersey de lana sufrida para el invierno -nada de impermeables, mucho menos un sobretodo- su inconmovible jovialidad, y esa costumbre de pegar la hebra por pura necesidad de sentirse vivo, hacía de la calle y sus moradores (de cualquier apellido y condición) una especie de albergue indispensable. O quizás fuera a la inversa y éramos sus paisanos quienes sentíamos la irreprimible necesidad de charlar con él para volver a sentirnos vivos, como los verdaderos seres humanos.
No estoy seguro del todo, pero creo que mi primer recuerdo de P. (también se le conocía por el apelativo) no es del todo agradable. Ahora mismo, chiquillo de 4 ó 5 años en fiesta patronal, al lado mismo de la ferretería pasado el puente, lo veo aparecer por debajo de las faldas del gigantón con una sonrisa de miedo perlada por el sudor del esfuerzo, y yo llorando a moco tendido, porque además del susto por el cuerpón y cabezudo de Sancho, que no paraba de correr tras los más menudos, debía mirar de más cerca a ese hombre de faz imposible emergiendo de las entrañas del barrigudo. Luego, con el hábito de los años, el roce frecuente y sus idas o venidas con los cilindros naranja al hombro para hacer más fácil el cocinar o calentar a los villafranquinos, el resquemor fue mudando en un aprecio y respeto hacia él.
Aunque por encima de otros apegos, J. fue, es y será el guardián de La Colegiata. Cuando Dios se acordó de él sin llegar a los 70 una madrugada de Reyes, los feligreses y descreídos ya lo tenían en un altar; y acaso, de haber tenido padrinos encumbrados que hubieran publicitado su celo y amor inquebrantable hacia los negocios divinos, cuando menos hubiera tenido un merecido homenaje.
Claro que él jamás dio la mayor importancia a ser de facto el pulsor del corazón de la Villa a través de badajos, bronces y cuerdas. Con sus manos callosas erizadas de venas, pulsaba los martillazos cada cuarto antes de la misa diaria: 30 en el primer aviso, 25 al segundo y 20 en el último. De inmediato la celebración, y ahí estaba él socorriendo al párroco: tocando la campanilla, quemando el incienso en las grandes ocasiones, llenando el acetre de agua para el hisopo, o disponiendo los Santos Evangelios sobre el atril. En ocasiones subía al campanario para acompasar los toques lentos y tristes que se iban acelerando para advertir de la pérdida irreparable de algún vecino, o para dirigir el toque solemne de las grandes festividades.
De tanto en tanto, J. exploraba otros esparcimientos, como ser portador de andas en Semana Santa, de la cruz mortuoria en sepelios de hermanos de la Venerable Orden Tercera de San Francisco, o trencilla. Recuerdo ahora un partido en La Ruquela que jugaban el Sparta y Corullón. El encargado de arbitrarlo era él. Mediado el primer tiempo, la parroquia local consideró un error garrafal la no apreciación de un penalty y se armó la marimorena, con insultos y gestos amenazadores que J. no estaba dispuesto a soportar. Así que en medio del partido se marchó con la intención de no volver. Al final lo disuadieron y regresó al cesped para dirigir a los contendientes hasta el final. Ya no hubo más trifulcas ni improperios.
Por supuesto, cada 27 de enero, se reservaba el papel casi estelar de las fiestas de Santo Tirso. Apremiado por los vecinos y visitantes, auxiliado de una vara larga con hojas de periódico empapadas de gasolina, P. (nunca era más mentado por P. que en tal fecha, tal vez porque el alias encajaba mejor con la casa del petróleo) prendía fuego a la gran hoguera, dando así el pistoletazo de salida a los festejos.
Una mañana de hace tres decenios apareció muerto. Quizá los Reyes Magos lo premiaron precipitadamente con la gloria eterna, rebajándolo del servicio eucarístico, a fin de que a partir de ese día oficiara de sacristán en la otra vida. Lo que jamás se me ha olvidado es la impresión de verlo de cuerpo presente en aquella humilde morada. En ese momento me di cuenta de que un pedazo enorme de Villafranca y de sus habitantes se nos moría con él.
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