jueves, 3 de marzo de 2016

Personajes de allá (3)

 Antes que una auténtica celebridad en cualquier barrio o casa de la Villa, o ser el paradigma de una laboriosidad humilde y tranquila en medio del ralentizado vigor de Villafranca, J. era un ser excepcional, querido y respetado por todos los vecinos. Hijo único, humilde de por vida, con cabaña como guarida en sus primeros años de vida; de talla escueta, rostro peculiar de color ceniza, como para una película de Buñuel (según describía Antonio Pereira), o de Fellini, y el pelo lacio, peinado hacia atrás a lo Piru Gainza, hizo de su ocupación en variedad de oficios y quehaceres, algo consustancial a su modo de entender la vida; y hoy, de vivir, si se declarara inconstitucional el retiro, sería el ejemplo de hombre dispuesto a morir con las botas puestas sin la mínima objeción.


  Y es que no le faltaban agallas ni presencia de ánimo para ser algo así como el pluriempleado más divergente por necesidad dineraria, pero también por un apremio de índole espiritual, o eso me parece a mí. Socorrido por pantalón de siempre, tirando a gris, un jersey de lana sufrida para el invierno -nada de impermeables, mucho menos un sobretodo- su inconmovible jovialidad, y esa costumbre de pegar la hebra por pura necesidad de sentirse vivo, hacía de la calle y sus moradores (de cualquier apellido y condición) una especie de albergue indispensable. O quizás fuera a la inversa y éramos sus paisanos quienes sentíamos la irreprimible necesidad de charlar con él para volver a sentirnos vivos, como los verdaderos seres humanos.


  No estoy seguro del todo, pero creo que mi primer recuerdo de P. (también se le conocía por el apelativo) no es del todo agradable. Ahora mismo, chiquillo de 4 ó 5 años en fiesta patronal, al lado mismo de la ferretería pasado el puente, lo veo aparecer por debajo de las faldas del gigantón con una sonrisa de miedo perlada por el sudor del esfuerzo, y yo llorando a moco tendido, porque además del susto por el cuerpón y cabezudo de Sancho, que no paraba de correr tras los más menudos, debía mirar de más cerca a ese hombre de faz imposible emergiendo de las entrañas del barrigudo. Luego, con el hábito de los años, el roce frecuente y sus idas o venidas con los cilindros naranja al hombro para hacer más fácil el cocinar o calentar a los villafranquinos, el resquemor fue mudando en un aprecio y respeto hacia él.


  Aunque por encima de otros apegos, J. fue, es y será el guardián de La Colegiata. Cuando Dios se acordó de él sin llegar a los 70 una madrugada de Reyes, los feligreses y descreídos ya lo tenían en un altar; y acaso, de haber tenido padrinos encumbrados que hubieran publicitado su celo y amor inquebrantable hacia los negocios divinos, cuando menos hubiera tenido un merecido homenaje.


  Claro que él jamás dio la mayor importancia a ser de facto el pulsor del corazón de la Villa a través de badajos, bronces y cuerdas. Con sus manos callosas erizadas de venas, pulsaba los martillazos cada cuarto antes de la misa diaria: 30 en el primer aviso, 25 al segundo y 20 en el último. De inmediato la celebración, y ahí estaba él socorriendo al párroco: tocando la campanilla, quemando el incienso en las grandes ocasiones, llenando el acetre de agua para el hisopo, o disponiendo los Santos Evangelios sobre el atril. En ocasiones subía al campanario para acompasar los toques lentos y tristes que se iban acelerando para advertir de la pérdida irreparable de algún vecino, o para dirigir el toque solemne de las grandes festividades.


  De tanto en tanto, J. exploraba otros esparcimientos, como ser portador de andas en Semana Santa, de la cruz mortuoria en sepelios de hermanos de la Venerable Orden Tercera de San Francisco, o trencilla. Recuerdo ahora un partido en La Ruquela que jugaban el Sparta y Corullón. El encargado de arbitrarlo era él. Mediado el primer tiempo, la parroquia local consideró un error garrafal la no apreciación de un penalty y se armó la marimorena, con insultos y gestos amenazadores que J. no estaba dispuesto a soportar. Así que en medio del partido se marchó con la intención de no volver. Al final lo disuadieron y regresó al cesped para dirigir a los contendientes hasta el final. Ya no hubo más trifulcas ni improperios.


  Por supuesto, cada 27 de enero, se reservaba el papel casi estelar de las fiestas de Santo Tirso. Apremiado por los vecinos y visitantes, auxiliado de una vara larga con hojas de periódico empapadas de gasolina, P. (nunca era más mentado por P. que en tal fecha, tal vez porque el alias encajaba mejor con la casa del petróleo) prendía fuego a la gran hoguera, dando así el pistoletazo de salida a los festejos.


  Una mañana de hace tres decenios apareció muerto. Quizá los Reyes Magos lo premiaron precipitadamente con la gloria eterna, rebajándolo del servicio eucarístico, a fin de que a partir de ese día oficiara de sacristán en la otra vida. Lo que jamás se me ha olvidado es la impresión de verlo de cuerpo presente en aquella humilde morada. En ese momento me di cuenta de que un pedazo enorme de Villafranca y de sus habitantes se nos moría con él.

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