lunes, 22 de febrero de 2021

Toda precaución es poca

 

    (Toda precaución es poca, historia irreverente, como casi todas las del Oeste, incluida en mi libro de relatos Teórica del fuego, publicado en 2018.)


 

L

a puerta se abrió de golpe y los forajidos entraron envueltos por la densa niebla de la anochecida. Cuando intentó incorporarse tras el tumulto y el vocerío de uno solo de los hombres, Charlie tenía el cañón de un Colt 45 acariciando una de sus sienes.

-   Estás borracho como una cuba –dijo el que parecía llevar la voz cantante de los tres barbados.

-  Es el aniversario –repuso el hombre aún recostado sobre el camastro-. Hoy hace cinco años.

-  Lo sé de sobra – admitía el jefe con gesto inteligente-. ¡Vamos, quítale las balas al revólver y devuélveselo! ¡Levántate lentamente, Charlie!; y tú regístrale a conciencia, ¡no quiero sorpresas de última hora!

  Al incorporarse simuló caerse al suelo por enredarse con una de las telas del jergón. El que se disponía a rastrear entre sus prendas lo sujetó de inmediato por el brazo para evitar su desplome.

-  Estoy más borracho de lo que creía.

- Eso veo, Charlie. Un hombre tan célebre como tú no debería abusar del whisky. Cualquier desalmado podría aprovechar la ocasión para mandarte al otro barrio sin contemplaciones –advertía el jefe del trío-. Tal vez te convendría tomar un café bien cargado.

-  No quiero ningún café. ¿Dónde está Tom? –inquirió de súbito Charlie. ¿Qué habéis hecho con él?

- Tranquilo Charlie. Lo hemos despachado. Si lo hubiéramos dejado con vida, tú mismo le habrías rebanado el pescuezo.

-  ¿Hablas en serio? Él no se lo merecía. Entiendo que me queráis a mí, pero no a un pobre desgraciado como Tom.

- Era un maldito delator. Lo compramos a cambio de dos mil dólares si nos decía de tus andanzas para el día de hoy. Cortándole el pescuezo nos ahorramos el dinero y te evitamos la rabia de despacharlo con tus propias manos.

-  No puede ser.

-  ¡Créeme!

-  ¡Que lo digan tus secuaces!

-   Ellos son mudos y no van a decirte una sola palabra. Una vez se fueron de la lengua y no me quedó otra que dar la orden para arrancársela. Al principio me guardaban rencor, pero con el transcurso del tiempo me lo han terminado por agradecer. Si algún día beben más de la cuenta no habrá temor alguno. No obstante, si quieres quedarte tranquilo, preguntaremos y ellos moverán la cabeza de una manera u otra; por el momento no están sordos. 

  - ¿Nos cargamos al imbécil de Tom o no?

  Ellos asintieron con la cabeza, sin dejar de apuntar a Charlie el primero, y manoseando a conciencia por todo su cuerpo el segundo.  Cuando el más menudo de los forajidos concluyó con éxito el registro, Randolph, el jefe de la banda más numerosa de los fuera de la ley en el estado de Wisconsin, le ordenó que desenfundara su revólver y acompañara al otro en el mismo cometido.

-  ¿Sabes, Randolph?, te veo envejecido. ¿Acaso tienes problemas para mantener la disciplina en la banda? Nunca imaginé que podrías conservar el mando durante cinco años.

-   ¡Pareces no estar tan borracho como decías! Hablas con mucha intención, tratando de herirme. Pero puedo hacer que se cambien las tornas y recordarte cómo matamos a tu esposa y lo bien que se lo pasaron mis hombres antes de despacharla. Se quitaron las cartucheras, luego los cintos, los pantalones, ¿sigo?

-    ¡No! ¡No sigas!

-  ¿Sabes que tienes un gusto deplorable? Tú, el hombre más rápido del Oeste, que has sido propietario de un rancho y miles de cabezas de ganado, que has hecho dinero y fama acompañando al mismísimo Buffalo Bill en sus espectáculos, te conformas ahora con vivir en una especie de cobertizo a punto de caerse en pedazos. No me lo puedo creer.

-   Tú me lo quitaste por las bravas.

-  ¿El rancho? Te aprovechabas del agua de nuestra acequia.

-  ¿De vuestra acequia? Siempre ha sido de todos.

-  Yo la conquisté para mis hombres.

-  Es una lástima que no pueda defenderme. A los tres os hubiera descerrajado la crisma; y luego, de ser posible, iría en busca de tus otros secuaces para aniquilarlos.

-   Aniquilarlos. Seguramente olvidas que a lo largo de estos últimos cinco años has acabado con más de la mitad de mis hombres. Pero esta masacre se ha acabado; ahora te tengo en mis manos.

-  Quizás me equivoqué aquella vez que te tuve a tiro en el Banco Central de Dansmouth; pero me pareció que si lo hacía te daba muerte de una manera muy sencilla, con nulo sufrimiento, y tal vez habría dado con mis huesos en la cárcel por hacerlo a vista de todos.

-   Yo no voy a ser tan cruel contigo. A lo largo de estos años he intentado dar con el gran Charlie Turner solo cinco veces, las que sabía que ibas a descuidarte por culpa del alcohol, los cinco días del aniversario de la muerte de Sarah. Si tú me has perseguido durante un lustro entero, pretendiendo dar con la ocasión más propicia para despellejarme vivo, y yo solo lo he intentado en cinco ocasiones es porque tu odio supera mil veces al mío. Me limitaré a dispararte una vez al corazón y se acabó, pues Charlie Turner se merece una muerte decorosa; ¡ah!, y con el revólver a punto, dentro de la cartuchera, sujeta de modo groesco al pijama gracias a ese cinturón desgastado. Pero antes podemos hablar y damos tiempo a que escampen estas brumas asquerosas.

-   No seas sarcástico. Tú nunca lo fuiste, ni siquiera cuando Sarah te rechazó siendo un jovencito acobardado, incapaz siquiera de apuntar con acierto a una lata a dos metros de distancia. Pretendías aparentar tranquilidad diciendo a diestro y siniestro que solo había sido una broma entre parientes, para probarla. La acequia se convirtió en la excusa perfecta para tomarte la revancha de tu prima Sarah, aunque ya hubiesen pasado quince años. Si nunca tuviste ganado, ¿para qué querías apoderarte de la acequia?

-   No digas estupideces. A Sarah la había olvidado el mismo día que me rechazó. Es más, y tú lo sabes muy bien: yo no participé en la violación. La acequia, lo admito, fue un antojo para probar nuestra autoridad.

-   Eres un embustero. Los celos te corroían y no sabías cómo quitártela de la cabeza. Pero es igual. Lo que no acabo de comprender es cómo haces estas cosas tan disparatadas.

-   ¿Cuáles?

-    Quitar las balas del revólver y devolvérmelo vacío. No tiene ningún sentido.

-   Un hombre tan grande como tú, con más de cincuenta asesinatos a tu espalda, no se merece la ignominia de enfrentarse a la muerte sin nada que llevarse a la mano.

-  Recuerda que casi cuarenta han sido hombres tuyos. De todas formas, con un revólver se pueden hacer muchas cosas, aunque esté vacío.

-  ¿Nos lo vas a tirar a la cara a uno de nosotros? Solo conseguirías precipitar tu muerte.

-   Lo siento; si no voy pronto ahí –señalando el excusado- me lo haré aquí pantalones abajo. Es el maldito whisky que me da retortijones en las tripas. ¿Puedo entrar?

-   ¡Claro! Será uno de tus últimos deseos. No obstante, es una mera precaución, uno de mis hombres vigilará la puerta trasera por si se te ocurre la estupidez de salir huyendo. Pero antes –indicándoselo al hombre más grande-, tú: rastrea a conciencia cada espacio de ese cuchitril, no vaya a esconder algún arma.

-   Descuida, no hay nada escondido, y tampoco pienso escaparme, pues no estoy en condiciones de correr campo a través.

    Dejaron que el hombre entrara en la letrina, previo regstro del minúsculo espacio por parte del mudo, al tiempo que el otro silente salía de la estancia, sumergiéndose esta de nuevo en una renovada bruma. Iba a vigilar el exterior del cobertizo. Entre tanto, liberado de la escolta momentánea, el hombre, aparentemente borracho, se bajó los calzones, empezando a husmear entre las profundidades de su trasero, el único rincón donde el subalterno no había indagado. Una a una fue extrayendo y limpiando en la camiseta del pijama de felpa hasta seis balas que iba colocando en el tambor del arma, al tiempo del tarareo de una melodía para ahogar el ruido del manipulo. Cuando hubo terminado, baldeó agua del cubo, allí listo, en la lisura intacta de la loza, a fin de no levantar sospechas. Salía exagerando los movimientos torpes, aguardando el momento más propicio para acabar con aquellos barbudos. 

    Randolph dio la orden al de afuera para entrar de nuevo. La puerta se entreabrió lo justo para que entre la vaharada de vapor opaco apareciera un bulto negro, apenas perceptible. En ese preciso instante se oyó la detonación seca de un disparo, a la par que el bulto se difuminaba cayendo al suelo, y otro más un cuarto de segundo después, el breve lapso que el forajido había dejado de apuntarle para fijarse en la entrada de su compañero. Cuando el jefe quiso reaccionar y pretendía desenfundar su arma, Charlie le apuntaba con el revólver sin ningún titubeo. Aún tuvo tiempo de ver cómo el subalterno se desplomaba a los pies del gran Charlie.

-  Eres un maldito hijo de puta. ¿De dónde has sacado ese revólver?

-  Es el mismo que ya tenía.

-  Entonces, ¿de dónde sacaste las balas?

-  Del culo.

- ¡Vamos!, no seas embustero.

-   Es tan verdad como que tú vas a morir muy lentamente, a no ser que eso te importe de veras y decidas desenfundar ahora mismo para acabar cuanto antes, como un valiente.

-   Entonces ya nos esperabas.

-   Era cuestión de tiempo, así que decidí hacerme el fuerte.

-   No te entiendo.

- Después de cinco años había llegado el momento de superarlo. Decidí no emborracharme y aguardar, por si era hoy la noche indicada. Apenas bebí dos vasos de whisky, el suficiente para encontrarme mejor y soltar un olor apestoso que diluyera cualquier duda vuestra al respecto.

-   Entonces estabas al corriente de los pasos de Tom.

-   Sí, sabía de su traición desde hace unas semanas, cuando en su bolsillo duscubrí la nota delatora. En cuanto al antojo de dejarme el revólver en la cartuchera, tú mismo lo habías asegurado más de una vez: cuando llegue el día de matarte, dejaré que mueras como un valiente, con la oportunidad de desenfundar, auqnue el arma apenas te sirva para golpear la cabeza de alguno de nosotros. En fin; ha llegado el momento de comenzar el sacrificio. Vas a quitarte la camisa, por el momento.

   Randolph obedeció. Al disponerse a desabrochar el tercer botón, giró la mano derecha hacia la cartuchera en busca del revólver. Cuando ya lo tenía empuñado y a punto para desenfundar, escuchó una detonación. Tuvo todo el tiempo del mundo para ver una mancha de sangre sobre su barriga antes de caer fulminado al suelo.  Un instante más tarde, Charlie Turner abandonaba aquella estancia solitaria y alejada de la ciudad, definitivamente sumergida en la bruma que entraba veloz a través de la puerta abierta. 

   En la agonía perfectamente tramada por su verdugo, Randolph aún pudo escuchar el trote de un caballo alejándose. Más tarde que temprano el resto de la banda llegaría allí; sin embargo, con toda seguridad, sus hombres deberían esperar un año más para hacer realidad el sueño de acabar con el hombre más rápido del Oeste.