miércoles, 30 de diciembre de 2020

El universo Obaba

     "Encuadernados la mayoría en piel y severamente dispuestos en las estanterías, los libros de Esteban Werfell llenaban casi por entero las cuatro paredes de la sala; eran diez o doce mil volúmenes que resumían dos vidas, la suya y la de su padre, y que formaban, además, un recinto cálido, una muralla que lo separaba del mundo y que lo protegía siempre que, como aquel día de febrero, se sentaba a escribir. La mesa en que escribía -un viejo mueble de roble-, era también, al igual que muchos de los libros, un recuerdo paterno; la había hecho trasladar, siendo aún muy joven, desde el domicilio familiar de Obaba."


     De esta manera tan sugestiva da comienzo a la primera historia de Obabakoak, que lleva por título Esteban Werfell, el escritor Bernardo Atxaga, hoy en día el literato vasco de más prestigio y más leído -con permiso de Fernando Aramburu y su Patria-, además de traducido a múltiples idiomas. Concretamente este racimo de historias, o capítulos de la novela, y que fue publicado en 1988, ha sido traducido a la nada despreciable cantidad de 26 idiomas. Escrito originalmente en vasco, pronto concitó la atención de público y crítica hasta el punto de ser distinguido con el Premio Nacional de Narrativa un año después.


       ¿Qué es lo que hace tan luminosa la escritura de Bernardo Atxaga y más concretamente esta obra de Obaba? Tal vez sea su lenguaje aparentemente sencillo, no distrayéndose con palabras rebuscadas -tal vez la traducción al castellano hace lo suyo- ni tramando estructuras complejas; muy al contrario, tejiendo historias o cuentos comprensibles para cualquier lector, aun el más obtuso. Algo por otra parte -la sencillez-, razonable, teniendo en cuenta que por encima de cualquier otra consideración, Atxaga ha querido construir un nuevo universo de realidad paralela llamado Obaba, y para que la gente quede atrapada en ese territorio donde todo es factible, lo más indicado es desnudar cada palabra, frase o párrafo, dejar los adornos o artificios arrinconados para no despistar a sus lectores, permitiéndoles hacer el viaje de la fantasía sin riesgo a salirse de la vía perfectamente delimitada por el escritor para esta novela o colección de cuentos, algo que no termina de concretarse.


        En sus páginas ha dejado espacio para otras geografías, fundamentalmente para la alemana de Hamburgo, pero el grueso de esta sorprendente historia se localiza en el universo Obaba, por él creado para mayor disfrute de lectores fantasiosos ávidos de conocer demarcaciones donde se suceden episodios poco frecuentes, o que tal vez hemos olvidado/desterrado de nuestros cerebros, más ocupados y preocupado por la vida de hoy: vertiginosa y huidiza. Obabakoak no es tanto la pretensión de que sus lectores leamos con agrado sus páginas, que también, sino la firme determinación de que con él nos adentremos en esta colección incontable de muñecas rusas, o matrioskas; en esta especie de recreación o divertimento para competir con él en el azar y los imprevistos más insospechados del Juego de la Oca.


  

         El autor de El hombre solo (1993), o El hijo del acordeonista (2003), sirviéndose de una carpintería tan ingeniosa como sólida, nos deja más de una veintena de cuentos y/o narraciones cortas, encardinándose, o cabalgando unas sobre otras, hasta formar, como harían los ladrillos de una casa, la vivienda firme y perfecta donde adentrarnos y dar rienda suelta a nuestros mayores anhelos de juventud, algunos de ellos ya inimaginables. Este universo tuvo su traslación a imágenes en 2005 de la mano de Montxo Armendáriz, que adaptó al cine con el título de Obaba, una versión muy digna y que supuso para el cineasta 10 nominaciones al Premio Goya.


       Sin dudarlo, y ateniéndome a la recomendación requerida por mi amigo Santi, creo que este libro puede ser un magnífico regalo para el disfrute de estas Navidades tan desacostumbradas como extrañas. 



 

martes, 22 de diciembre de 2020

¡Feliz Navidad!

        "Si quieres un año de prosperidad, siembra trigo. Si quieres diez años de prosperidad, siembra árboles frutales. Si quieres una vida de prosperidad, siembra amigos. Te deseo que siembres muchos amigos este año que viene. Feliz Navidad".

     La frase no es mía pero la suscribo. Solo añadir como el mayor de los deseos el de la salud para tod@s, y que el 2021 sea por fin el año de la victoria sobre la Covid-19, esa pesadilla distópica que se ha llevado por delante la vida de miles de personas. Y como estas son fechas propicias para la fabulación, para las lecturas reposadas, aquí os dejo mi cuento de Navidad, Una cena arriesgada





 

martes, 15 de diciembre de 2020

John Le Carré, o el juego de los espías

   "Cuantas más identidades tiene un hombre, más expresa la persona que oculta". Creo que la frase define a la perfección la voluntad creadora de Le Carré, pero también la determinación de domeñar el verdadero temperamento encerrado en David John Moore Cornwell, su nombre real en la vida civil. Así mismo, cuando dice: ("Con frecuencia me han preguntado por qué elegí este ridículo nombre, ahí es donde la imaginación del escritor viene en mi ayuda. Me vi sobre el puente de Battersea, encima de un autobús, mirando a una sastrería... y se llamaba algo así, Le Carré. Esta historia ha contentado a todos durante años. Desgraciadamente, las mentiras nunca aguantan mucho. Últimamente he tenido unas terribles ganas de verdad. Y la verdad es que no lo sé"), está reafirmando con determinación el derecho a que su verdadera personalidd se disuelva, o cuando menos se termine edulcorando en medio de su grandiosa obra literaria.


   John Le Carré fallecía hace tres días a la edad de 89 años, muy bien llevados por cierto, al menos en cuanto a su capacidad mental para fabular, pues el año pasado aún publicaba Un hombre decente, obra que no desmerece del resto de sus trabajos. Pero, sin duda, lo que hace grande a Le Carré, es su trayectoria como escritor de historias con espías y espionaje, llegando a ser, con toda seguridad, uno de los arquetipos del género, elevándolo a la altura de otros como la novela negra o de terror. Y además le cabe el honor de haber moldeado con las manos del mejor escultor a uno de los personajes más celebrados de la literatura moderna: Jack Smile, acaso su alter ego. Gracias a Smile, Le Carré ha escritos algunas de las mejores novelas de espionaje del Siglo XX, como El espía que surgió del frío, El topo, La gente de Smile o La Casa Rusia, algunas de ellas llevadas a la gran pantalla, aunque la adaptación en el mayor de los casos no llega a ser tan afortunada como el modelo escrito.


        El genio creativo del británico -antes había experimentado, es de suponer, las mismas sensaciones  y vivencias al trabajar para el Servicio Secreto de Su Majestad, o Cuerpo Diplomático, como es conocido oficialmente (un puro eufemismo), de 1960 a 1964, plantea a lo largo de su obra la verdadera personalidad de un espía, los ambientes que suele frecuentar, o las misiones a las cuales debe incorporarse como uno más de los salvadores de "un mundo razonable". A la par nos descubre la cotidianidad de esa profesión tan fascinante como inaccesible. El espía pasa a ser -si uno lee sin ir más lejos El topo, para mí su mejor novela-, un hombre con un temple extraordinario, dispuesto siempre a pelearse con el fuego, deslizándose por el estrechísimo reducto de un alambre supendido en el vacío. Para sortear infinidad de trampas -propias y ajenas- a que es expuesto por su condición de agente secreto, se reviste de una coraza imperceptible para personas de a pie como nosotros, convirtiéndose en un ser humano de mil caras. Es, al fin y al cabo, en el menos estricto sentido de la palabra, aunque guarde ciertas similitudes, una rata de biblioteca, un héroe anónimo tratando por todos los medios de desentrañar el misterio más huidizo, o de descubrir quién es el infiltrado que trata de desestabilizar a Circus, como ocurre en este maravilloso libro publicado en 1974. A través de sus más de 400 páginas, El topo nos describe un mundo de cinismos, de intereses cruzados en medio de un ambiente frío, hostil y pavoroso, que nos obliga a reflexionar sobre otras realidades impensadas la mayor de las veces.    


     Se nos ha ido uno de los grandes de la literatura de espías y suspense, pero por fortuna nos deja el legado de su obra imperecedera; un ejemplo a seguir por quienes nos sentimos cautivados por el género. Quién sabe, tal vez algún día me atreva y aborde la escritura de una novela de espías, aunque seguramente no alcance ni de lejos el nivel de maestría del inglés.
 

viernes, 11 de diciembre de 2020

Personajes de allá (7)

 

Si hay vecinos, o había, que con su carácter expansivo y forma de proceder reanimaban la existencia adormecida de Villafranca, sin dudarlo, uno de ellos era M. Sus paisanos podíamos encontrárnoslo en cualquier parte, y si eso ocurría, nunca dejaba de dirigirte la palabra o cuando menos dar el saludo. Por su forma de ser y la variedad de actividades en las cuales ocupaba el tiempo, lo más razonable era tropezarnos con él en la calle, y con más frecuencia en La Plaza, el espacio donde mejor se sentía, departiendo e intentando informar de por dónde irían los tiros del fin de semana, para los niños y los más talluditos. Y si no se terciaba por ser lunes, o martes, o miércoles, cualquier acontecimiento era propicio para preservar la buena vecindad a partir del chascarrillo, o de la cortesía del encuentro; lo esencial era el intercambio de pareceres desde la afabilidad de la cual hacía gala permanentemente.



    La primera imagen que me viene a la cabeza de M. es de una foto en blanco y negro junto a otros hombres vestidos de negro riguroso (o eso se intuye a través de la instantánea), como de nazarenos, descendiendo la antigua escalinata de San Francisco. Portan un crucifijo, un paño presuntamente blanco y algún aderezo más que no recuerdo exactamente, ¿tal vez el féretro con los restos de algún hermano de la VOT? M. debía de estar familiarizado con los rituales mortuorios, porque otra de las imágenes inolvidables es la suya en la procesión del Santo Entierro portando el paso de la Urna. O la menos amable, es evidente, en su empeño por emular al forense de marras y anticipar con sus propias manos el veredicto exacto de la causa de fallecimiento.



    Claro que no siempre iba a apechugar con los negocios más lastimosos. Cuando llegaba septiembre, a M. se le dibujaba la alegría incontenible, pues muy pronto se iba a convertir, no ya solo en uno de los grandes protagonistas de las fiestas, sino en uno de los más afortunados al ser festejado por sus convecinos, como si se tratara del vencedor de las justas en la Edad Media. El día trece, a eso de las doce de la mañana, ensordecido por las campanas y atronado con bombas de gran palenque, Don Quijote iba a bailar como nunca lo hubiera imaginado el bueno de Cervantes, gracias al soniquete eterno de unas gaitas familiares y amigas. Don Quijote ha sido siempre la debilidad de los villafranquinos, pero no es menos cierto que esa predilección se debe en buena medida al buen hacer de M. emboscado bajo el telar y las cuatro piernas de madera. Entonces, al compás de los palillos de madeira, era capaz de danzar más rápido que nadie y mejor que ninguno, sin olvidar sus buenas carreras tras los rapaces, aunque en esa suerte lo aventajara el más gris de los gigantes.



   Aunque no sé por qué, a pesar de esa jovialidad luminosa y sencillez sin dobleces, a M. siempre lo identificaré con la anochecida, con aquellos bancos abandonados y las farolas delatoras de una plaza desierta y desamparada a esas horas que presagian la madrugada. Su quehacer semanal más significativo, y añadiría que gratificante, se circunscribía a aquel espacio de fantasía ideado para hacer soñar a todos por igual: El Cine. De muy niño ya frecuentaba el recinto edificado en principio para las representaciones teatrales, sentándome en una de las descoyuntadas butacas y aguardando impaciente a que al fin se hiciera la oscuridad. El objetivo primordial era observar con detenimiento las maniobras del pistolero bueno que concluían por norma general con aplausos atronadores de la chiquillería, y que harían de la tarde del domingo el tiempo perfecto para fantasear. Aunque algunas veces, entre tiros, el rescate de la joven o el atraco al banco del pueblo más polvoriento del Oeste, surgía la linterna acusatoria de M. para silenciar a los más charlatanes, o refrenar a alguien que se estuviera pasando dos pueblos con las pipas. Claro que si había un corte prolongado, el espectáculo terminaba degenerando en una algarabía imposible de apaciguar, aún con todas las luces encendidas. Así eran las sesiones dominicales de las tres de la tarde propuestas para todos los públicos y especialmente para la chiquillería.



  Y luego estaban las sesiones golfas, o mejor decir las no toleradas, esas que estaban vedadas a cualquier chiquillo menos a mí, un privilegio -también el de la entrada gratis- dado por razones de doble parentesco con los taquilleros, ¡qué tiempos! Cuando acudía con mi madre a la sesión de la tarde y en contadas ocasiones a la de las 22:45 -esto ocurría mayormente en tiempo de verano o durante las vacaciones de Navidad-, yo deseaba para la entrada el encuentro con M., pues si topábamos con la figura uniformada de P., me imponía lo indecible, mucho más cuando nos advertía de que no era tolerada. Tratando de no llamar demasiado la atención del público, mi madre aguardaba a las indicaciones de M. para tomar asiento una vez comenzado el NO-DO, casi siempre en la primera platea de la izquierda, si estaba vacía. Y si no era el caso y el resto de las más próximas permanecían ocupadas, mi madre me sentaba en su regazo, casi siempre en un segundo término. Desde esa atalaya miraba asombrado la sucesión de imágenes que en nada o en muy poco se parecían a las prescritas para niños como yo. En esas sesiones a horas contraindicadas, comencé a sentir una atracción irreparable por el Sèptimo Arte, aunque la mayoría de las veces no entendiera muy bien el sentido de la acción ni cuanto se decían los protagonistas si las balas y asesinatos correspondían a una cinta de cine negro, por ejemplo. Lo cual -asistir a las sesiones para adultos- era la pura contradicción teniendo en cuenta que por la tele, si aparecía un rombo, era suficiente para enviarme a la cama con un beso y el consabido hasta mañana.
  
  Supongo que allá donde esté M., seguirá con su empeño de guiar a través de su linterna a los más rezagados, con el propósito de que disfruten una y mil veces de infinitos pases, y yo le agradeceré eternamente su pequeña pero insustituible contribución para que me haya convertido en un cinéfilo empedernido.