martes, 15 de diciembre de 2020

John Le Carré, o el juego de los espías

   "Cuantas más identidades tiene un hombre, más expresa la persona que oculta". Creo que la frase define a la perfección la voluntad creadora de Le Carré, pero también la determinación de domeñar el verdadero temperamento encerrado en David John Moore Cornwell, su nombre real en la vida civil. Así mismo, cuando dice: ("Con frecuencia me han preguntado por qué elegí este ridículo nombre, ahí es donde la imaginación del escritor viene en mi ayuda. Me vi sobre el puente de Battersea, encima de un autobús, mirando a una sastrería... y se llamaba algo así, Le Carré. Esta historia ha contentado a todos durante años. Desgraciadamente, las mentiras nunca aguantan mucho. Últimamente he tenido unas terribles ganas de verdad. Y la verdad es que no lo sé"), está reafirmando con determinación el derecho a que su verdadera personalidd se disuelva, o cuando menos se termine edulcorando en medio de su grandiosa obra literaria.


   John Le Carré fallecía hace tres días a la edad de 89 años, muy bien llevados por cierto, al menos en cuanto a su capacidad mental para fabular, pues el año pasado aún publicaba Un hombre decente, obra que no desmerece del resto de sus trabajos. Pero, sin duda, lo que hace grande a Le Carré, es su trayectoria como escritor de historias con espías y espionaje, llegando a ser, con toda seguridad, uno de los arquetipos del género, elevándolo a la altura de otros como la novela negra o de terror. Y además le cabe el honor de haber moldeado con las manos del mejor escultor a uno de los personajes más celebrados de la literatura moderna: Jack Smile, acaso su alter ego. Gracias a Smile, Le Carré ha escritos algunas de las mejores novelas de espionaje del Siglo XX, como El espía que surgió del frío, El topo, La gente de Smile o La Casa Rusia, algunas de ellas llevadas a la gran pantalla, aunque la adaptación en el mayor de los casos no llega a ser tan afortunada como el modelo escrito.


        El genio creativo del británico -antes había experimentado, es de suponer, las mismas sensaciones  y vivencias al trabajar para el Servicio Secreto de Su Majestad, o Cuerpo Diplomático, como es conocido oficialmente (un puro eufemismo), de 1960 a 1964, plantea a lo largo de su obra la verdadera personalidad de un espía, los ambientes que suele frecuentar, o las misiones a las cuales debe incorporarse como uno más de los salvadores de "un mundo razonable". A la par nos descubre la cotidianidad de esa profesión tan fascinante como inaccesible. El espía pasa a ser -si uno lee sin ir más lejos El topo, para mí su mejor novela-, un hombre con un temple extraordinario, dispuesto siempre a pelearse con el fuego, deslizándose por el estrechísimo reducto de un alambre supendido en el vacío. Para sortear infinidad de trampas -propias y ajenas- a que es expuesto por su condición de agente secreto, se reviste de una coraza imperceptible para personas de a pie como nosotros, convirtiéndose en un ser humano de mil caras. Es, al fin y al cabo, en el menos estricto sentido de la palabra, aunque guarde ciertas similitudes, una rata de biblioteca, un héroe anónimo tratando por todos los medios de desentrañar el misterio más huidizo, o de descubrir quién es el infiltrado que trata de desestabilizar a Circus, como ocurre en este maravilloso libro publicado en 1974. A través de sus más de 400 páginas, El topo nos describe un mundo de cinismos, de intereses cruzados en medio de un ambiente frío, hostil y pavoroso, que nos obliga a reflexionar sobre otras realidades impensadas la mayor de las veces.    


     Se nos ha ido uno de los grandes de la literatura de espías y suspense, pero por fortuna nos deja el legado de su obra imperecedera; un ejemplo a seguir por quienes nos sentimos cautivados por el género. Quién sabe, tal vez algún día me atreva y aborde la escritura de una novela de espías, aunque seguramente no alcance ni de lejos el nivel de maestría del inglés.
 

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