viernes, 27 de abril de 2018

El bookplay de Teórica del fuego

  Acaba de salir el bookplay de mi último libro de relatos, Teórica del fuego, que viene a resumir en dos párrafos y algunos planos el contenido de la obra.

viernes, 20 de abril de 2018

Acto de presentación

(Relato que abre mi libro Teórica del fuego)


Jamás pude imaginar que los legítimos afanes de un gran amigo pudieran convertirse en una especie de boomerang que, al retorno, terminara golpeándome de lleno en la presunción, debilidad sin duda de quienes nos proclamamos literatos.


  Después de algún tiempo sin contacto alguno, mi viejo amigo de la infancia me telefoneó para pedirme la asistencia al acto de presentación de su nuevo libro. Naturalmente le di el sí al celebrarse en mi ciudad de entonces. Pero él me reclamaba un esfuerzo añadido, que participara como uno más de los intervinientes; o sea: que cavilara un discurso acorde a mi condición de autor de ficción. En principio me negué por ser lego en asuntos de ciencia, más teniendo en cuenta que la obra a mostrar por el afamado siquiatra y experto en criminología –no voy a decir su nombre para no incomodar su proverbial modestia-, ahondaba en el terreno de las mentes perturbadas y ulteriores consecuencias, si llegaban a derivar en delitos de sangre u otros menos drásticos, aunque no por ello dejaran de tener la condición de censurables. Terminé aceptando de buen grado cuando me dijo que pretendía una presentación solvente y razonada de su obra, pero también una cierta exhibición fabuladora por mi parte, a fin de que el acontecimiento no sucumbiera a la aridez del tema.



  En el salón de actos, a rebosar, abundaba el público próximo a cumplir el medio siglo; si bien es cierto que tampoco faltaba la gente más joven y la perteneciente a la tercera edad con ganas de acrecentar sus conocimientos. Después de la presentación excesiva por parte de un experto en materia colindante –profesor de medicina forense en una de las universidades de más prestigio en España- y de la intervención desmesurada, cuando no fallida, del editor, glosando cada una de las numerosas obras publicadas por el protagonista, tuve el honor de intentar mantener en vilo al respetable, antes de la más esperada intervención de mi amigo. Digamos que yo era el telonero con estilo discordante, el puente que uniría al fin al maestro disertador con sus acólitos más recalcitrantes.


   Yo nunca fui hombre de verborrea deslumbrante –aunque de vez en cuando me permitiera alguna licencia ingeniosa-, ni mucho menos me propuse, jamás, encandilar al público asistente a la presentación de mis libros manejando invenciones increíbles que solo tratan de manipularlo, pues para eso ya estaban mis novelas y cuentos. Sin embargo, tal vez por no ser yo el foco principal de atención aquella tarde, también para no defraudar las expectativas del siquiatra, decidí vestirme de otra persona, de algo así como un funámbulo discurriendo por el alambre, con una pértiga entre las manos y el suelo a treinta pies de donde se ejecuta la temeridad.

  La multitud se mantenía expectante, en silencio, supuse que deseosa de escuchar con atención cuanto pudiera decir un escritor sin relación aparente con el resto de intervinientes. Por tanto, al invitarme el presentador de la velada a iniciar el discurso, me incorporé con determinación –ningún otro se había levantado de la mesa y tampoco estaba previsto que lo hiciera mi amigo-, alargué el cable del micro hasta acercarme al borde del escenario para tomar la palabra, a no más de un par de metros de los asistentes más próximos y probé con toquecitos la viabilidad sonora del artefacto de los años setenta. Siendo sincero, no recuerdo con claridad la raíz del discurso ni cómo di inicio a la representación. No obstante, sí guardo en la memoria el rostro asombrado del gentío, también de mis compañeros: todos, sin excepción, parecían resueltos a interrogarme por querer llevar la disertación a extremos intolerables.

  Con la atención unánime de la concurrencia puesta en mis palabras, yo, retraído inveterado, creyendo enfrentarme a la inofensiva hoja en blanco por escribir, henchí mi vanidad hasta el límite. Recuerdo –eso no lo olvidaré jamás- que tuve la ocurrencia –tal vez para darle al acto un tono de dramaturgia a través del cual todos nos sintiéramos copartícipes- de deslizar la convicción de estar acompañado por algún hombre o mujer que en cierto momento de su vida –y entonces solté la retahíla- había cometido crimen, torturas, extorsión, violaciones, robos, traición, malos tratos, pedofilia, chantaje, infidelidades, pederastia, proxenetismo, secuestros, estafas, prevaricación, suplantaciones de personalidad, o fraude de ley. No satisfecho con el estupor ocasionado a los asistentes, aún les reclamé que mirasen a la cara al compañero de butaca, pues detrás de unas facciones amables, risueñas, hasta bobaliconas, podría esconderse el ser humano más depravado, inconcebible para una mente pura.

  Con caras de circunstancia, algunos de los presentes se giraron a ambos lados para fijarse en el vecino, pero la mayoría no estaba por el descaro, limitándose a carraspear con fastidio tras la tensa situación generada por el significado de las palabras. Al resto de intervinientes los vi parapetados por la mesa, dibujándoseles en el rostro el estupor por la desmedida temeridad del discurso. Contrariamente a lo que pudiera suponerse, sintiéndome el centro de atención, presintiendo que todavía me quedaba margen para tensar un poco más la cuerda, argumenté la manida costumbre -esa tan útil para el malhechor-, de ampararse en la multitud a fin de mantener su anonimato. Propuse entonces la valentía –mis oyentes ya no daban crédito a cuanto sucedía, manifestándose con toses fingidas, risas nerviosas o semblantes desacoplados-, y si en el salón había algún delincuente sin complejos, que tuviera el atrevimiento de subir al escenario y reconocer su delito públicamente. Persuadido de mi triunfo absoluto, de haber domado a una multitud cobarde con la única ayuda de las palabras, aún tuve la osadía de reclamar, ordenar, zaherir al presunto miserable para que  diera  la cara, vociferando como energúmeno a través de cada uno de los altavoces.

  Al dejar de hablar se sucedieron unos segundos de silencio sepulcral. Con toda la pachorra de alguien que se siente victorioso me disponía a dejar el micro y a tomar asiento junto a mis compañeros, cuando a mi espalda creció un espontáneo murmullo. Al girarme hacia la gente, vi cómo un hombre de mediana edad, tirando a bajo, se dirigía a través del pasillo central hacia el escenario. El hombre, mulato para más señas, ascendió los escalones, se plantó delante de la gente, se desabrochó el abrigo, se desligó el cinturón, se bajó los pantalones tejanos y el calzoncillo, y mostró alborozado, con los brazos en jarra, un miembro considerable. Se fue de inmediato al micrófono y, dirigiéndose a mí, dijo que se me ha olvidado mentar los exhibicionismos; que en tres ocasiones había estado detenido por sátiro, y no le extrañaría serlo una cuarta, si bien, para la presente, podría alegar el atenuante de incitación por parte del literato. El público rio a carcajadas las palabras de aquel atrevido, sintiéndose a un tiempo liberado de la tensión acumulada, estallando al fin en un unánime y prolongado aplauso. Por el contrario, yo me vi abatido y desorientado, como si el gentío me hubiera devuelto el obsequio de tanta zozobra acumulada a lo largo de mi intervención.



  Han pasado varios años desde entonces y puedo asegurar que la malograda velada de mi viejo amigo me ha servido para modular aún más, si cabe, las intervenciones públicas; por tanto, en la presentación de mis libros y en las de los ajenos u otro tipo de solemnidades con tertulia incluida, procuro la parquedad de las palabras y evitar las salidas de tono, remitiendo –si intuyo que la cuestión se puede salir de madre- al lector a la obra de marras, a fin de aliviar su curiosidad malsana.



  

 



miércoles, 11 de abril de 2018

Cosas que ocurren a veces

                                               

La señorita -esa era la infausta noticia procedente del hospital- se había quedado como un vegetal para el resto de su vida. La sorpresa para los hermanos no era el nuevo estado vegetativo de la víctima, sino que encima estuviera embarazada; y si la suerte acompañaba, a pesar de las circunstancias, podría dar a luz sin el mayor contratiempo. 


  Matu optó por el golpe con el candelabro cuando la dependienta iba a accionar el botón de alarma, y eso a pesar del riesgo de las pistolas apuntándola. Se ve que el porrazo sobre la cabeza había resultado más contundente de lo pensado en principio, y aunque la joven, al tiempo de desangrarse, llegó a increparlos por la vil acción, enseguida se desplomó sin sentido sobre el suelo de la joyería.  


  Irene no se cansaba de repetirlo: <<Debemos conseguir unas pistolas de juguete, Matu. En cualquier tienda las podemos comprar y damos el pego. Ni siquiera la policía es capaz de diferenciarlas>>. Cansado de escuchar una y mil veces el dictamen de la hermana, Matutino decidió al fin hacerle caso y adquirió un par por poco más de treinta euros en uno de los negocios más afamados de la calle Sierpes; aunque él habría preferido dos de las de verdad.

 

  Lo del asalto a la joyería fue dicho y hecho. En pocos días eligieron la de Lupe, la amiga de Irene. La hermana de Matu sabía que los miércoles por la tarde se quedaba sola en la tienda, por tener libre el propietario, además de ser el día de ventas más flojo de la semana. Entrarían encapuchados y en todo momento hablaría Matu, pues Lupe no lo conocía y por tanto ignoraría el tono de su voz. También llevarían enguantadas las manos a fin de no dejar la más mínima huella. La maniatarían, cerrarían con llave por dentro, bajarían las persianas, cogerían el mayor número de joyas posible sin demorarse, y adiós muy buenas, pues sería imposible echarles el guante a bordo de la Yamaha de gran cilindrada.
  


  El asalto se planeó por la torpeza de la madre, ya que si no conseguía en un par de meses reunir el dinero suficiente para saldar la deuda con Hacienda, todos los bienes, incluido el chalé de Carmona, el piso con cochera en Triana, la tienda de electrodomésticos, el Maserati de importación, la colección de monedas antiguas de los romanos y, por descontado, la Yamaha de gran cilindrada, serían embargados con prontitud. Incluso, de no cubrir por completo la deuda, la madre podía ir a juicio y acabar con sus huesos en prisión. Eso suponía, de no terciar antes un golpe de fortuna, la enojosa obligación de ponerse a trabajar en cualquier cosa, cuando ellos jamás habían dado un palo al agua.  


  Claro que solo se le ocurre a la buena señora, viuda del prestigioso comerciante Laurentino Torrado, poner al frente del negocio familiar a un botarate como Ramón. Era bueno en la cama, desde luego, y con él había disfrutado como nunca, especialmente en los primeros meses de viudedad; no obstante, a pesar de los años de experiencia en la administración junto a su primo Laurentino, era incapaz de diferenciar una letra de un pagaré. <<Ramón es predispuesto, trabajador, con buena presencia, para qué nos vamos a engañar; y pese a todo, jamás haremos carrera de él>>, decía el dueño a su paciente esposa. Pero por estar encariñada como nunca antes de otro hombre o por el temor a un hipotético chantaje, y también por la gandulería de sus dos hijos para ponerse al frente, decidió elegir el camino más arriesgado.  


 
 Un buen día, a Ramón, un empleado del prestigioso banco C, sabiendo este del dinero a espuertas, le propuso un negocio redondo si se dejaba aconsejar por la sucursal donde trabajaba, en frente mismo del gran comercio de electrodomésticos para el hogar. Había unos suculentos fondos de inversión de origen americano, con matriz en la ciudad de los rascacielos. Si era paciente y confiaba en su recto proceder de profesional avezado, en tres años podía duplicar el importe inicial de la inversión. Por si eso no era argumento de peso le prometía cuantiosas exenciones fiscales. Los fondos Inverburs eran un negocio ambicioso y  rentable por las plusvalías crecientes. Ramón aceptó entusiasmado sin sopesar pros y contras. Luego vendría una crisis galopante y con ello la descapitalización total de los fondos pignorados –sin él saberlo y seguramente los del banco tampoco- a otra entidad financiera con sede fiscal en las Islas Caimán. El negocio se resentiría por el atrevimiento de su gestor; y este, dejándose aconsejar de algún asesor fiscal escasamente recomendable, omitió casi todos los movimientos financieros del último año en la declaración del Impuesto de Sociedades.
  


 
  No obstante, se sabe, muchos de los empleados emplazados en la tarea de captar clientes -<<atención al cliente>, suele rezar en sus letreritos sobre las mesas escritorio- no se arredran a las primeras de cambio ante la negativa del interlocutor, más si tienen la presión constante del director de oficina, al cual sus superiores suelen apretar las clavijas para que los beneficios superen al menos en un uno por ciento a los del ejercicio precedente. A este obsequioso y eficiente profesional, del cual, al cabo de los días, terminamos por olvidar hasta su nombre, podríamos llamarle Roberto. Roberto es un entusiasta de su oficio, y la autoestima le crece en cuanto consigue la fidelidad de un nuevo usuario, ya que ello lleva aparejado el suplemento de una comisión en la nómina de final de mes. A Roberto, en las últimas semanas, su jefe, el director de la sucursal, lo apremiaba con insistencia para hacer muchos más clientes, pues analizando las cuentas de la oficina, en los últimos tres meses había descendido la actividad transaccional, lo cual conllevaba un tirón de orejas de los gerifaltes.
  


  Al director de la sucursal, que atiende por el nombre de Dalmiro Íñiguez, le faltaba el canto de un duro para su traslado a la oficina principal del banco C. En cierta manera se trataba de un logro al alcance de la mano, siempre y cuando la presentación de cuentas de final de año agradara a sus superiores, pues en lo que afectaba a su profesionalidad no existía la menor duda. El ascenso, además de un estatus envidiable, suponía un jugoso incremento en la nómina de cada mes, y con ello hacer posible, no ya solo la oportunidad de un nuevo piso para la querida –en ese momento embarazada de tres meses-, sino, y en la ignorancia de su engañada esposa, seguir manteniendo una vida adulterina en compañía de la joven y atractiva damisela, la cual habría de dejar la joyería en cuanto se aproximara la fecha del alumbramiento.  


  Nunca llegó a entender muy bien cómo él, Dalmiro Íñiguez, de familia encumbrada, aunque de no tantos posibles como otros treintañeros con más pedigrí, se había encaprichado de una chiquilla lánguida y de facciones correctas. Él supone que aquella noche de euforia y bailes, con el traje de corte italiano, los mocasines de marca y sus cabellos encanecidos, si bien pulcros y atrayentes, habían hecho el trabajo del seductor, surtiendo el efecto deseado en la bailarina de la discoteca. Encamaron desde entonces a diario, y a las pocas semanas la confidencia de diana en forma de embrión.  

 
 
  Desde siempre, a Dalmiro le había gustado sorprender con los regalos más insólitos, también a su esposa en la etapa de feliz matrimonio. Con la confidencia y la alegría inesperada de ser papá de nuevo, quince años después del nacimiento de Dalmiro junior, al director de la sucursal no se le ocurrió mejor obsequio que un elegante y llamativo candelabro de plata, con soporte para tres velones. En cuanto desgajó el papel para regalo, y sin saber muy bien cómo reaccionar, Lupe se salió por el sendero más juicioso, estampándole un beso de tornillo para solapar el raciocinio, el cual la estaba impulsando a darle un bofetón, al tiempo del reclamo de algo con más juego y suntuosidad, algo así como un collar de perlas.
  


  Cuando al fin caviló en palabras, digamos, sensatas, fue para decirle que el objeto se quedaría de momento en la joyería, hasta que se pudiera trasladar al nuevo piso, todavía por adquirir. A casa no se atrevía a llevarlo, pues eso levantaría las suspicacias de sus padres, que a fuerza de insistir le intentarían sonsacar. Y desde luego, por el momento, no estaba dispuesta a decirles de su embarazo, mucho menos que el padre de la criatura estuviera casado. Dicho y hecho, el candelabro adornó desde entonces una de las vitrinas más deslumbrantes de la joyería, como si fuera una más de las piezas a la venta.  


  Lo que Dalmiro no se había atrevido a confesar a su amada era la procedencia del candelabro, un regalo original de la viuda de Torrado a su persona con el fin de hacer los trámites y gestiones más convenientes, encaminados a salvar la delicada situación crematística de sus fondos Inverburs; los cuales, al parecer, habían ayudado a financiar sociedades anónimas con dificultades de saneamiento. Un obsequio, a lo que se ve, exiguo para el intento de enderezar la apurada situación de la viuda.


Este es uno de los relatos que integran mi libro, Teórica del fuego (2018)