viernes, 20 de abril de 2018

Acto de presentación

(Relato que abre mi libro Teórica del fuego)


Jamás pude imaginar que los legítimos afanes de un gran amigo pudieran convertirse en una especie de boomerang que, al retorno, terminara golpeándome de lleno en la presunción, debilidad sin duda de quienes nos proclamamos literatos.


  Después de algún tiempo sin contacto alguno, mi viejo amigo de la infancia me telefoneó para pedirme la asistencia al acto de presentación de su nuevo libro. Naturalmente le di el sí al celebrarse en mi ciudad de entonces. Pero él me reclamaba un esfuerzo añadido, que participara como uno más de los intervinientes; o sea: que cavilara un discurso acorde a mi condición de autor de ficción. En principio me negué por ser lego en asuntos de ciencia, más teniendo en cuenta que la obra a mostrar por el afamado siquiatra y experto en criminología –no voy a decir su nombre para no incomodar su proverbial modestia-, ahondaba en el terreno de las mentes perturbadas y ulteriores consecuencias, si llegaban a derivar en delitos de sangre u otros menos drásticos, aunque no por ello dejaran de tener la condición de censurables. Terminé aceptando de buen grado cuando me dijo que pretendía una presentación solvente y razonada de su obra, pero también una cierta exhibición fabuladora por mi parte, a fin de que el acontecimiento no sucumbiera a la aridez del tema.



  En el salón de actos, a rebosar, abundaba el público próximo a cumplir el medio siglo; si bien es cierto que tampoco faltaba la gente más joven y la perteneciente a la tercera edad con ganas de acrecentar sus conocimientos. Después de la presentación excesiva por parte de un experto en materia colindante –profesor de medicina forense en una de las universidades de más prestigio en España- y de la intervención desmesurada, cuando no fallida, del editor, glosando cada una de las numerosas obras publicadas por el protagonista, tuve el honor de intentar mantener en vilo al respetable, antes de la más esperada intervención de mi amigo. Digamos que yo era el telonero con estilo discordante, el puente que uniría al fin al maestro disertador con sus acólitos más recalcitrantes.


   Yo nunca fui hombre de verborrea deslumbrante –aunque de vez en cuando me permitiera alguna licencia ingeniosa-, ni mucho menos me propuse, jamás, encandilar al público asistente a la presentación de mis libros manejando invenciones increíbles que solo tratan de manipularlo, pues para eso ya estaban mis novelas y cuentos. Sin embargo, tal vez por no ser yo el foco principal de atención aquella tarde, también para no defraudar las expectativas del siquiatra, decidí vestirme de otra persona, de algo así como un funámbulo discurriendo por el alambre, con una pértiga entre las manos y el suelo a treinta pies de donde se ejecuta la temeridad.

  La multitud se mantenía expectante, en silencio, supuse que deseosa de escuchar con atención cuanto pudiera decir un escritor sin relación aparente con el resto de intervinientes. Por tanto, al invitarme el presentador de la velada a iniciar el discurso, me incorporé con determinación –ningún otro se había levantado de la mesa y tampoco estaba previsto que lo hiciera mi amigo-, alargué el cable del micro hasta acercarme al borde del escenario para tomar la palabra, a no más de un par de metros de los asistentes más próximos y probé con toquecitos la viabilidad sonora del artefacto de los años setenta. Siendo sincero, no recuerdo con claridad la raíz del discurso ni cómo di inicio a la representación. No obstante, sí guardo en la memoria el rostro asombrado del gentío, también de mis compañeros: todos, sin excepción, parecían resueltos a interrogarme por querer llevar la disertación a extremos intolerables.

  Con la atención unánime de la concurrencia puesta en mis palabras, yo, retraído inveterado, creyendo enfrentarme a la inofensiva hoja en blanco por escribir, henchí mi vanidad hasta el límite. Recuerdo –eso no lo olvidaré jamás- que tuve la ocurrencia –tal vez para darle al acto un tono de dramaturgia a través del cual todos nos sintiéramos copartícipes- de deslizar la convicción de estar acompañado por algún hombre o mujer que en cierto momento de su vida –y entonces solté la retahíla- había cometido crimen, torturas, extorsión, violaciones, robos, traición, malos tratos, pedofilia, chantaje, infidelidades, pederastia, proxenetismo, secuestros, estafas, prevaricación, suplantaciones de personalidad, o fraude de ley. No satisfecho con el estupor ocasionado a los asistentes, aún les reclamé que mirasen a la cara al compañero de butaca, pues detrás de unas facciones amables, risueñas, hasta bobaliconas, podría esconderse el ser humano más depravado, inconcebible para una mente pura.

  Con caras de circunstancia, algunos de los presentes se giraron a ambos lados para fijarse en el vecino, pero la mayoría no estaba por el descaro, limitándose a carraspear con fastidio tras la tensa situación generada por el significado de las palabras. Al resto de intervinientes los vi parapetados por la mesa, dibujándoseles en el rostro el estupor por la desmedida temeridad del discurso. Contrariamente a lo que pudiera suponerse, sintiéndome el centro de atención, presintiendo que todavía me quedaba margen para tensar un poco más la cuerda, argumenté la manida costumbre -esa tan útil para el malhechor-, de ampararse en la multitud a fin de mantener su anonimato. Propuse entonces la valentía –mis oyentes ya no daban crédito a cuanto sucedía, manifestándose con toses fingidas, risas nerviosas o semblantes desacoplados-, y si en el salón había algún delincuente sin complejos, que tuviera el atrevimiento de subir al escenario y reconocer su delito públicamente. Persuadido de mi triunfo absoluto, de haber domado a una multitud cobarde con la única ayuda de las palabras, aún tuve la osadía de reclamar, ordenar, zaherir al presunto miserable para que  diera  la cara, vociferando como energúmeno a través de cada uno de los altavoces.

  Al dejar de hablar se sucedieron unos segundos de silencio sepulcral. Con toda la pachorra de alguien que se siente victorioso me disponía a dejar el micro y a tomar asiento junto a mis compañeros, cuando a mi espalda creció un espontáneo murmullo. Al girarme hacia la gente, vi cómo un hombre de mediana edad, tirando a bajo, se dirigía a través del pasillo central hacia el escenario. El hombre, mulato para más señas, ascendió los escalones, se plantó delante de la gente, se desabrochó el abrigo, se desligó el cinturón, se bajó los pantalones tejanos y el calzoncillo, y mostró alborozado, con los brazos en jarra, un miembro considerable. Se fue de inmediato al micrófono y, dirigiéndose a mí, dijo que se me ha olvidado mentar los exhibicionismos; que en tres ocasiones había estado detenido por sátiro, y no le extrañaría serlo una cuarta, si bien, para la presente, podría alegar el atenuante de incitación por parte del literato. El público rio a carcajadas las palabras de aquel atrevido, sintiéndose a un tiempo liberado de la tensión acumulada, estallando al fin en un unánime y prolongado aplauso. Por el contrario, yo me vi abatido y desorientado, como si el gentío me hubiera devuelto el obsequio de tanta zozobra acumulada a lo largo de mi intervención.



  Han pasado varios años desde entonces y puedo asegurar que la malograda velada de mi viejo amigo me ha servido para modular aún más, si cabe, las intervenciones públicas; por tanto, en la presentación de mis libros y en las de los ajenos u otro tipo de solemnidades con tertulia incluida, procuro la parquedad de las palabras y evitar las salidas de tono, remitiendo –si intuyo que la cuestión se puede salir de madre- al lector a la obra de marras, a fin de aliviar su curiosidad malsana.



  

 



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