miércoles, 11 de abril de 2018

Cosas que ocurren a veces

                                               

La señorita -esa era la infausta noticia procedente del hospital- se había quedado como un vegetal para el resto de su vida. La sorpresa para los hermanos no era el nuevo estado vegetativo de la víctima, sino que encima estuviera embarazada; y si la suerte acompañaba, a pesar de las circunstancias, podría dar a luz sin el mayor contratiempo. 


  Matu optó por el golpe con el candelabro cuando la dependienta iba a accionar el botón de alarma, y eso a pesar del riesgo de las pistolas apuntándola. Se ve que el porrazo sobre la cabeza había resultado más contundente de lo pensado en principio, y aunque la joven, al tiempo de desangrarse, llegó a increparlos por la vil acción, enseguida se desplomó sin sentido sobre el suelo de la joyería.  


  Irene no se cansaba de repetirlo: <<Debemos conseguir unas pistolas de juguete, Matu. En cualquier tienda las podemos comprar y damos el pego. Ni siquiera la policía es capaz de diferenciarlas>>. Cansado de escuchar una y mil veces el dictamen de la hermana, Matutino decidió al fin hacerle caso y adquirió un par por poco más de treinta euros en uno de los negocios más afamados de la calle Sierpes; aunque él habría preferido dos de las de verdad.

 

  Lo del asalto a la joyería fue dicho y hecho. En pocos días eligieron la de Lupe, la amiga de Irene. La hermana de Matu sabía que los miércoles por la tarde se quedaba sola en la tienda, por tener libre el propietario, además de ser el día de ventas más flojo de la semana. Entrarían encapuchados y en todo momento hablaría Matu, pues Lupe no lo conocía y por tanto ignoraría el tono de su voz. También llevarían enguantadas las manos a fin de no dejar la más mínima huella. La maniatarían, cerrarían con llave por dentro, bajarían las persianas, cogerían el mayor número de joyas posible sin demorarse, y adiós muy buenas, pues sería imposible echarles el guante a bordo de la Yamaha de gran cilindrada.
  


  El asalto se planeó por la torpeza de la madre, ya que si no conseguía en un par de meses reunir el dinero suficiente para saldar la deuda con Hacienda, todos los bienes, incluido el chalé de Carmona, el piso con cochera en Triana, la tienda de electrodomésticos, el Maserati de importación, la colección de monedas antiguas de los romanos y, por descontado, la Yamaha de gran cilindrada, serían embargados con prontitud. Incluso, de no cubrir por completo la deuda, la madre podía ir a juicio y acabar con sus huesos en prisión. Eso suponía, de no terciar antes un golpe de fortuna, la enojosa obligación de ponerse a trabajar en cualquier cosa, cuando ellos jamás habían dado un palo al agua.  


  Claro que solo se le ocurre a la buena señora, viuda del prestigioso comerciante Laurentino Torrado, poner al frente del negocio familiar a un botarate como Ramón. Era bueno en la cama, desde luego, y con él había disfrutado como nunca, especialmente en los primeros meses de viudedad; no obstante, a pesar de los años de experiencia en la administración junto a su primo Laurentino, era incapaz de diferenciar una letra de un pagaré. <<Ramón es predispuesto, trabajador, con buena presencia, para qué nos vamos a engañar; y pese a todo, jamás haremos carrera de él>>, decía el dueño a su paciente esposa. Pero por estar encariñada como nunca antes de otro hombre o por el temor a un hipotético chantaje, y también por la gandulería de sus dos hijos para ponerse al frente, decidió elegir el camino más arriesgado.  


 
 Un buen día, a Ramón, un empleado del prestigioso banco C, sabiendo este del dinero a espuertas, le propuso un negocio redondo si se dejaba aconsejar por la sucursal donde trabajaba, en frente mismo del gran comercio de electrodomésticos para el hogar. Había unos suculentos fondos de inversión de origen americano, con matriz en la ciudad de los rascacielos. Si era paciente y confiaba en su recto proceder de profesional avezado, en tres años podía duplicar el importe inicial de la inversión. Por si eso no era argumento de peso le prometía cuantiosas exenciones fiscales. Los fondos Inverburs eran un negocio ambicioso y  rentable por las plusvalías crecientes. Ramón aceptó entusiasmado sin sopesar pros y contras. Luego vendría una crisis galopante y con ello la descapitalización total de los fondos pignorados –sin él saberlo y seguramente los del banco tampoco- a otra entidad financiera con sede fiscal en las Islas Caimán. El negocio se resentiría por el atrevimiento de su gestor; y este, dejándose aconsejar de algún asesor fiscal escasamente recomendable, omitió casi todos los movimientos financieros del último año en la declaración del Impuesto de Sociedades.
  


 
  No obstante, se sabe, muchos de los empleados emplazados en la tarea de captar clientes -<<atención al cliente>, suele rezar en sus letreritos sobre las mesas escritorio- no se arredran a las primeras de cambio ante la negativa del interlocutor, más si tienen la presión constante del director de oficina, al cual sus superiores suelen apretar las clavijas para que los beneficios superen al menos en un uno por ciento a los del ejercicio precedente. A este obsequioso y eficiente profesional, del cual, al cabo de los días, terminamos por olvidar hasta su nombre, podríamos llamarle Roberto. Roberto es un entusiasta de su oficio, y la autoestima le crece en cuanto consigue la fidelidad de un nuevo usuario, ya que ello lleva aparejado el suplemento de una comisión en la nómina de final de mes. A Roberto, en las últimas semanas, su jefe, el director de la sucursal, lo apremiaba con insistencia para hacer muchos más clientes, pues analizando las cuentas de la oficina, en los últimos tres meses había descendido la actividad transaccional, lo cual conllevaba un tirón de orejas de los gerifaltes.
  


  Al director de la sucursal, que atiende por el nombre de Dalmiro Íñiguez, le faltaba el canto de un duro para su traslado a la oficina principal del banco C. En cierta manera se trataba de un logro al alcance de la mano, siempre y cuando la presentación de cuentas de final de año agradara a sus superiores, pues en lo que afectaba a su profesionalidad no existía la menor duda. El ascenso, además de un estatus envidiable, suponía un jugoso incremento en la nómina de cada mes, y con ello hacer posible, no ya solo la oportunidad de un nuevo piso para la querida –en ese momento embarazada de tres meses-, sino, y en la ignorancia de su engañada esposa, seguir manteniendo una vida adulterina en compañía de la joven y atractiva damisela, la cual habría de dejar la joyería en cuanto se aproximara la fecha del alumbramiento.  


  Nunca llegó a entender muy bien cómo él, Dalmiro Íñiguez, de familia encumbrada, aunque de no tantos posibles como otros treintañeros con más pedigrí, se había encaprichado de una chiquilla lánguida y de facciones correctas. Él supone que aquella noche de euforia y bailes, con el traje de corte italiano, los mocasines de marca y sus cabellos encanecidos, si bien pulcros y atrayentes, habían hecho el trabajo del seductor, surtiendo el efecto deseado en la bailarina de la discoteca. Encamaron desde entonces a diario, y a las pocas semanas la confidencia de diana en forma de embrión.  

 
 
  Desde siempre, a Dalmiro le había gustado sorprender con los regalos más insólitos, también a su esposa en la etapa de feliz matrimonio. Con la confidencia y la alegría inesperada de ser papá de nuevo, quince años después del nacimiento de Dalmiro junior, al director de la sucursal no se le ocurrió mejor obsequio que un elegante y llamativo candelabro de plata, con soporte para tres velones. En cuanto desgajó el papel para regalo, y sin saber muy bien cómo reaccionar, Lupe se salió por el sendero más juicioso, estampándole un beso de tornillo para solapar el raciocinio, el cual la estaba impulsando a darle un bofetón, al tiempo del reclamo de algo con más juego y suntuosidad, algo así como un collar de perlas.
  


  Cuando al fin caviló en palabras, digamos, sensatas, fue para decirle que el objeto se quedaría de momento en la joyería, hasta que se pudiera trasladar al nuevo piso, todavía por adquirir. A casa no se atrevía a llevarlo, pues eso levantaría las suspicacias de sus padres, que a fuerza de insistir le intentarían sonsacar. Y desde luego, por el momento, no estaba dispuesta a decirles de su embarazo, mucho menos que el padre de la criatura estuviera casado. Dicho y hecho, el candelabro adornó desde entonces una de las vitrinas más deslumbrantes de la joyería, como si fuera una más de las piezas a la venta.  


  Lo que Dalmiro no se había atrevido a confesar a su amada era la procedencia del candelabro, un regalo original de la viuda de Torrado a su persona con el fin de hacer los trámites y gestiones más convenientes, encaminados a salvar la delicada situación crematística de sus fondos Inverburs; los cuales, al parecer, habían ayudado a financiar sociedades anónimas con dificultades de saneamiento. Un obsequio, a lo que se ve, exiguo para el intento de enderezar la apurada situación de la viuda.


Este es uno de los relatos que integran mi libro, Teórica del fuego (2018)    





                             







                           








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