domingo, 17 de octubre de 2021

Auto de fe

 

Comienzo de Auto de fe, uno de los relatos que integran mi libro, Teórica del fuego (2018), el más extenso de todos ellos. 


Acababa de oficiar la misa de diario cuando el pasmado de Aquilino entró tras llamar a la puerta. Venía montado sobre una mula torda. En el hatillo traía una misiva lacrada con el sello inconfundible del obispo de Mondoñedo. Don Verardo, al verlo tan fatigado, invitó al doméstico a sentarse y a tomar una copichuela de anís, un reconstituyente insuperable para los largos trayectos y la humedad destroza-huesos. Le preguntó alarmado si le podía adelantar algo, pero el recadero nada pudo desvelarle, como no fuera que Su Ilustrísima en persona le había entregado el sobre, además de mostrar el gesto grave.


  Oscuro como estaba, natural en pleno noviembre, le ofreció una cena reparadora y hospedarse en la casa, pero a Aquilino le aguardaban otros menesteres en el palacio episcopal. El Señor Obispo le había dado el encargo de la espera indispensable hasta que el dominico leyese la carta y diera su conformidad, o por el contrario argumentara las razones del rechazo, siempre por escrito. Una vez leída la misiva, Don Verardo se achantó, no le quedaba otra, escribiendo una escueta nota donde venía a decir de su voto de obediencia, si bien requería, desde lo más profundo de su corazón, otra persona en su lugar capaz para la ingrata tarea. La cuartilla la metió en un sobre y lo lacró, grabándole el sello antiguo de los Quintanilla. En cuanto el viejo clérigo le entregó la epístola, Aquilino se disculpó al tiempo de hacerle una reverencia, partiendo de inmediato para cubrir la legua y media de distancia.


  Al quedarse solo notó el peso de la responsabilidad, el fastidio del frío adentrándose por los resquicios del techo y por las hendiduras viejas de la mampostería. Era casa solariega, sí, y aparente para su canonjía, obtenida tras muchos años de sacrificios y servicio intachable a los sucesivos obispos; sin embargo, a la casona le urgía un buen mantenimiento y los dineros suficientes para hacer frente a una reparación adecuada. Inquieto por cuanto se le venía encima, revolvió entre los troncos de la chimenea, que crepitaban por momentos en el aire acuoso proveniente del Cantábrico. Se sentó sobre el escaño, frente al fuego, a continuación extrajo el manuscrito de las entrañas del hábito de la Orden de Santo Domingo, desdoblándolo a fin de volver a estudiar con detenimiento las escuetas palabras escritas por el prelado. No cabía ninguna duda, pues a pesar de la destilación de un aroma neutro... <<Requiero de su intachable conducta y experiencia sin igual, a fin de reconducir la situación y salvaguardar la fe católica de residuales hechicerías que aún campan por nuestras tierras galaicas... Yo, Andrés Aguiar Caamaño, obispo de Mondoñedo... A 17 de noviembre de 1800>>.