miércoles, 20 de diciembre de 2017

¡¡¡Felices Fiestas!!!

  Un año más se apaga con el mismo apresuramiento que las ciudades y los hogares se empeñan en alumbrar desde semanas antes las eternas noches del otoño, pretendiendo tal vez abrazar la esperanza efímera  de iluminar el año a punto de nacer, para convertirlo de una vez por todas en 365 días de ensueño que hagan olvidar a los 365 precedentes; aunque pronto, antes de que se nos eche la primavera, descubramos con resignación, que las ilusiones circulan por un carril paralelo al de la cruda realidad. Pero, como solemos decir cuando las circunstancias no son positivas, que nos quiten lo bailado; y digo yo, lo cantado, comido, bebido, comprado, regalado, felicitado, viajado, dormido o leído. Y hablando de leer, pues ahí va mi felicitación tan poco original, si bien sincera: Felices fiestas de Navidad y próspero Año Nuevo para todas y todos, acompañada de este cuento, por si acaso sirve para remover conciencias.

miércoles, 13 de diciembre de 2017

Personajes de allá (4)

       De alguna manera, P. se convirtió durante muchos años en el mejor termómetro de nuestra villa, o al menos esa era mi percepción de crío. Así que para San Antonio o quizá algún mes antes, se le veía en las calles y callejas acompañado de un botijo descolorido, sin saber con certeza quién acarreaba a quién, pues ambos se fundían en una estampa indivisa. Sin duda era la imagen incontestable que presagiaba el tiempo más benigno, cuando los años aún tenían bien delimitadas las estaciones.


   El gremio de barberos de Jesús Adrán, sus vecinos más ociosos, y hasta los pajarillos menos desconfiados, se cuadraban, asomaban a los balcones, o trinaban bajo los aleros de los tejados, envidiando el recipiente del porteador, rezumante de ricas y refrescantes gotas de agua de la Fuente de la Libertad, que muy pronto reposaría sobre el suelo de una de las peluquerías con más raigambre.


  Claro que antes de alcanzar la cuesta empedrada había otros espacios fuera del alcance de la vista del patrón. Era entonces, cuando el sol aplanaba y si P. estaba de un humor templado, cuando mis compañeros de juego y travesuras, le proponíamos un traguito mínimo a cambio de trajinar unos metros con el botijo. Solo una vez aceptó, pues el barrigudo de barro era para él algo así como un objeto sagrado que nadie debía mancillar; aunque sí recuerdo con nostalgia haber libado en varias ocasiones, eso sí, a chorritos racionados, pues en cuanto veía que nos excedíamos, de inmediato soltaba la orden para detenernos, por el temor real a llegar al destino con el recipiente medio vacío.


  Porque aquel eterno botijo de la Villa tenía otro cometido además de saciar la sed de los peluqueros y parroquianos más fieles. Por tanto, si la cantidad era insuficiente, no se podía remojar el suelo para apaciguar el polvo de la madera y de esa forma hacer más higiénica la tarea del barrido. Normalmente P. controlaba el negocio y pocas veces llegaba con el botijo aligerado, pues de lo contrario suponía otra vuelta a la fuente.


  Cuando entraba en la peluquería a que me rapara E. o el patrón, P., me apenaba al contemplarme pelón en el espejo sin el azogue de sus bordes, era entonces cuando rezongaba, o mejor, renegaba de mi madre por mandarme al sacrificio, únicamente aliviado con un flequillo de urgencia. Claro que siempre había el consuelo de contemplar el botijo abandonado a su suerte; así que para mitigar la afrenta del esquilado, en vez de concentrarme eternamente en la mudanza de mi cráneo, taladraba con mis ojos cada espacio de aquel recinto cuadrilongo hasta dar con el barrigudo, esperanzado en recibir un trago aún fresco del agua de la Libertad, algo que por desgracia nunca ocurrió.


  Para hacer más llevaderas las caminatas en pos del agua prometida, aquel hombre menudo, bronceado, con arrugas mil surcando su frente y que por desgracia no había nacido de pie; si no estaba enfadado consigo mismo (entonces farfullaba palabras la mayor de las veces ininteligibles), solía arrancarse con frases o coletillas que pronto pasaron a formar parte del acervo de los villafranquinos, siempre dispuestos a corearlas en su presencia, cuando no se aventuraban a preguntar por el objeto de su enamoramiento, el cual indefectiblemente era Valtuille.


  P. se fue un buen día como un pajarillo, cerrando para siempre sus ojos tremendos, acompañado de su pantalón de hechura imposible y la camisa amortizada tras infinitos soles y alguna mojadura de cuando el chubasco le pillaba a traición.


  Han pasado muchos años, pensaba sentado hace unos días en una de las terrazas de la Plaza mientras daba cuenta de un agua sin gas plastificada. Entonces pensé que, qué mejor bebida que un trago de agua del botijo más paseado de Villafranca, aunque obviamente los botijos no están de moda, ni tampoco personajes tan entrañables para mí como P.