- ¿Quién ha venido hoy?
Esa había sido la
pregunta irreprimible a lo largo de los últimos treinta años. Cada noche se
repetía la interpelación entre las paredes de aquella tabernucha, una suerte de
vagón destartalado de apenas treinta metros cuadrados.
_ ¿Quién ha
venido hoy? -repitió la mujerona al franquear Augusto el umbral de la puerta
carcomida- ¿Es que no nos lo vas a decir? -insistió Prisca al no recibir
respuesta del maquinista.
_ ¿Quién va a
venir? -contestó desabrido el hombre alto coronado con visera azul oscuro de
hule-. Nadie mujer. A este pueblo nunca viene nadie...
Naturalmente, sí
llegaba gente en el tren de cercanías que enlazaba cada día con el correo
gallego. Pero casi nunca se trataba de gente de fuera, como ocurriera cinco años
antes con la presencia de unos titiriteros húngaros que habían hecho las
delicias de toda la vecindad.
_ A no ser que
te refieras a Anuncita la del Petronio, o a Jesusa la del estanco, o a Gonzalo
y sus siete hijos, o a don Ricardo y su esposa Dorita...
Y el veterano
maquinista prosiguió con la letanía de los nombres y apelativos de los
habitantes del pueblo procedentes de Monforte que habían asistido a su feria
mensual.
Prisca, la oronda
mujer, esposa de Cecilio, el propietario del chiringo con ruedas, había perdido
la esperanza hacía mucho tiempo; sin embargo, en su fuero interno anidaba una
tenue ascua, la lucecita que algún día acaso haría posible el retorno de su
cuñado a casa.
Cuando Cesáreo
desapareció, los Porras sólo hacía un mes que ejercían el santo sacramento del
matrimonio, tras tres meses de noviazgo repentino. Cesáreo, el más joven de los
tres hermanos huérfanos, huyó a la aventura en busca de un mejor porvenir a la
industrial Vizcaya. Al menos eso fue lo que se rumoreó entre el vecindario. No obstante, después de tres décadas, en el pueblo no habían tenido noticias suyas.
_ Hoooy no
vieeene naaadieee, hoooy no vieeene naaadieee, hoooy no vieeene naaadieee -tarareaba Alfonsito, sentado frente a la única mesa del establecimiento mientras
intentaba resolver un solitario-, y mañaaana tampoooco vendraaa naaadieee, y
mañaaana tampoooco vendraaa naaadieee, y mañaaana tampoooco vendraaa
naaadieee...
_ ¿Quieres dejar
de tontear? -increpó Cecilio a su hermano, al tiempo que lo maldecía a través
de sus pupilas sanguinolentas. Entonces, sin dejar de apuntar con sus
mortíferos ojos al retrasado mental, agarró la botella de tinto y dos vasos de
la alacena y los rebosó con el líquido carmesí: eran para el maquinista y para
él.
Aquella estancia
siempre en penumbra, que antaño había servido para el transporte por raíles de
ganado, permanecía alumbrada, de día por la luz filtrada a través de las
traviesas, y de noche, por una pobre bombilla que apenas dejaba percibir la
presencia fantasmagórica de un ferrocarril representado en un gran cuadro,
pendiendo justo encima de la puerta corredera de acceso. Lo único a destacar de
aquel habitáculo, si ello merecía tal consideración, eran las antiquísimas mesa y sillas de nogal donde,
en ocasiones, reposaban sus cuerpos cuatro contrincantes mientras dirimían el
honor de vencer en la partida de cartas, al tiempo que algún otro parroquiano
maldecía la escasa pericia de los rivales a la hora de elegir la carta
equivocada.
Alrededor del
menguado negocio se habían sucedido treinta años del matrimonio sin hijos y del
pobre Alfonsito. Pero también en torno a la eterna pregunta que el huraño de
Augusto dejaba a veces remolonear en el aire, como si no hubiera sido comprendida por su estrecha mollera.
_ No le hables
así a tu hermano -le reprochó la esposa-. Lo único que consigues es volverlo
más atolondrado.
_ ¿Más de lo que
está? -inquirió Cecilio- Me saca de quicio. Y la culpa la tienes tú. Siempre
andas a vueltas con la dichosa pregunta. Olvídate de Cesáreo; nunca más ha de
volver. Ni que todavía estuvieras enamorada de él.
Prisca no lo
quería reconocer, pero en su corazón vivía un rescoldo del amor que, aún siendo
una adolescente, le profesara al futuro cuñado en forma de veneración, sin que
el joven se diera por aludido. En realidad, Cesáreo intuyó muy pronto ese amor;
pero no se atrevió a manifestárselo jamás; era acoquinado hasta la
desesperación.
De aquella
situación se aprovechó el avispado de Cecilio. En cuanto el mayor tuvo la
certeza de que su hermano jamás iba a dar el paso, le pidió a Prisca
relaciones, a lo cual la damisela no se opuso.
Los malpensados
creen que Cesáreo se fue de la casa del matrimonio por despecho, pero también
por la insufrible convivencia con la dama de sus sueños.
Transcurrieron
algunos años más sin que las regañinas del patrón hicieran menguar la
frecuencia de la pregunta en boca de la obstinada esposa. Por añadidura, el
desgraciado de Alfonsito, conforme se iba sumiendo en la idiotez absoluta,
afinaba en la certeza de sus precogniciones.
Un año antes
había pronosticado la visita al pueblo del Obispo de la Diócesis, a pesar de
que ningún prelado pisara sus calles desde hacía muchos lustros. Al margen de
aquel acontecimiento y del acierto al predecir la victoria de los socialistas
tras veinte años del gobierno de la derecha en el Ayuntamiento, lo más
llamativo se producía cuando una vez barajadas las cartas, el clarividente
anunciaba si iba a sacar adelante el solitario o no.
Una mañana como
otra cualquiera, Alfonsito se puso a cantar como un bobalicón a grito pelado:
Auguuusto se vaaa morirrr, Auguuusto se vaaa morirrr, Auguuusto se vaaa
morirrr.
_ No puede ser
–repuso Prisca al escuchar la jarana de su cuñado-; si tú mismo le has visto
tomando café hace un momento como si tal cosa. A ti te ha soplado el vahído,
hijo. Calla la boca y no digas más disparates.
Pero el cretino
siguió cantando: Auguuusto se vaaa morirrr, Auguuusto se vaaa morirrr,
Auguuusto se vaaa morirrr.
_ No digas eso -insistió Prisca un poco asustada-. Verás como te oiga tu hermano; es capaz de
darte un pescozón, y luego te pondrás a lloriquear.
Aquella mañana
invernal, Augusto hizo el trayecto para enlazar con el correo gallego, como cada
día. Fue tras la comida cuando el maquinista se sintió indispuesto. Al cabo de
dos horas, el hombre al cual Prisca le había preguntado trece mil quinientas
cinco veces "¿Quién ha venido hoy?", yacía cadáver en el asiento forrado de la
locomotora verde.
Esa misma noche,
a eso de las nueve, en lugar de Augusto, la entrada la franqueó un hombre con
el pelo rizado y canoso, la barba rala y el aspecto en general pulcro. Su
nombre era Cesáreo Porras, y desde ese día era el nuevo maquinista.
El nuevo
conductor del Cercanías había dedicado la mayor parte de su vida a ese cometido
en trenes del País Vasco, y ahora, tras la vacante, había aceptado el
ofrecimiento sin dudarlo, para vivir el resto de sus días en el pueblo junto a
los suyos.
Sin embargo, ni
su hermano Cecilio ni su cuñada Prisca creyeron que aquel hombre de aspecto
melancólico fuera el mismo muchacho imberbe que casi treinta años antes se
había marchado de casa. Y para confirmarlo con más seguridad, el retrasado
mental no había vaticinado el regreso de su hermano más joven.
Los años se
sucedieron como lo habían hecho hasta entonces. El taciturno Cesáreo se quedó
como inquilino en casa de su familia a cambio de una parte de su sueldo, sin
que, ninguno de los Porras le tuviera como a alguien más que a un impostor. Lo
único importante que sucedió desde la vuelta de aquel extraño, fue que Alfonsito dejó para
siempre de cantar más vaticinios, volviéndose tan callado como el inquilino.
A fin de
confirmar la veracidad de su identificación, Cesáreo mostró el carné de identidad, una copia del libro de familia, una fe de bautismo, la
cartilla militar y cuantos documentos acreditasen la filiación de sus
patronímicos; pero no le creían más que a un farsante. Así que, Prisca, con
renovada tozudez y la liviana esperanza de antaño, en cuanto su cuñado, coronada su cabeza por una visera idéntica a la de Augusto, traspasaba la puerta de entrada, enseguida
lo interrogaba con la consabida pregunta de "¿Quién ha venido hoy?", que a veces,
como antaño, quedaba sin respuesta.
CUANDO EL TIEMPO DECIDE (2004)