lunes, 29 de enero de 2024

¿Quién ha venido hoy?

 


                                         

- ¿Quién ha venido hoy?

  Esa había sido la pregunta irreprimible a lo largo de los últimos treinta años. Cada noche se repetía la interpelación entre las paredes de aquella tabernucha, una suerte de vagón destartalado de apenas treinta metros cuadrados.

  _ ¿Quién ha venido hoy? -repitió la mujerona al franquear Augusto el umbral de la puerta carcomida- ¿Es que no nos lo vas a decir? -insistió Prisca al no recibir respuesta del maquinista.

  _ ¿Quién va a venir? -contestó desabrido el hombre alto coronado con visera azul oscuro de hule-. Nadie mujer. A este pueblo nunca viene nadie...

  Naturalmente, sí llegaba gente en el tren de cercanías que enlazaba cada día con el correo gallego. Pero casi nunca se trataba de gente de fuera, como ocurriera cinco años antes con la presencia de unos titiriteros húngaros que habían hecho las delicias de toda la vecindad.

  _ A no ser que te refieras a Anuncita la del Petronio, o a Jesusa la del estanco, o a Gonzalo y sus siete hijos, o a don Ricardo y su esposa Dorita...

  Y el veterano maquinista prosiguió con la letanía de los nombres y apelativos de los habitantes del pueblo procedentes de Monforte que habían asistido a su feria mensual.

  Prisca, la oronda mujer, esposa de Cecilio, el propietario del chiringo con ruedas, había perdido la esperanza hacía mucho tiempo; sin embargo, en su fuero interno anidaba una tenue ascua, la lucecita que algún día acaso haría posible el retorno de su cuñado a casa.

  Cuando Cesáreo desapareció, los Porras sólo hacía un mes que ejercían el santo sacramento del matrimonio, tras tres meses de noviazgo repentino. Cesáreo, el más joven de los tres hermanos huérfanos, huyó a la aventura en busca de un mejor porvenir a la industrial Vizcaya. Al menos eso fue lo que se rumoreó entre el vecindario. No obstante, después de tres décadas, en el pueblo no habían tenido noticias suyas.

  _ Hoooy no vieeene naaadieee, hoooy no vieeene naaadieee, hoooy no vieeene naaadieee -tarareaba Alfonsito, sentado frente a la única mesa del establecimiento mientras intentaba resolver un solitario-, y mañaaana tampoooco vendraaa naaadieee, y mañaaana tampoooco vendraaa naaadieee, y mañaaana tampoooco vendraaa naaadieee...

  _ ¿Quieres dejar de tontear? -increpó Cecilio a su hermano, al tiempo que lo maldecía a través de sus pupilas sanguinolentas. Entonces, sin dejar de apuntar con sus mortíferos ojos al retrasado mental, agarró la botella de tinto y dos vasos de la alacena y los rebosó con el líquido carmesí: eran para el maquinista y para él.

  Aquella estancia siempre en penumbra, que antaño había servido para el transporte por raíles de ganado, permanecía alumbrada, de día por la luz filtrada a través de las traviesas, y de noche, por una pobre bombilla que apenas dejaba percibir la presencia fantasmagórica de un ferrocarril representado en un gran cuadro, pendiendo justo encima de la puerta corredera de acceso. Lo único a destacar de aquel habitáculo, si ello merecía tal consideración, eran las  antiquísimas mesa y sillas de nogal donde, en ocasiones, reposaban sus cuerpos cuatro contrincantes mientras dirimían el honor de vencer en la partida de cartas, al tiempo que algún otro parroquiano maldecía la escasa pericia de los rivales a la hora de elegir la carta equivocada.

  Alrededor del menguado negocio se habían sucedido treinta años del matrimonio sin hijos y del pobre Alfonsito. Pero también en torno a la eterna pregunta que el huraño de Augusto dejaba a veces remolonear en el aire, como si no hubiera  sido comprendida por su estrecha mollera.

  _ No le hables así a tu hermano -le reprochó la esposa-. Lo único que consigues es volverlo más atolondrado.

  _ ¿Más de lo que está? -inquirió Cecilio- Me saca de quicio. Y la culpa la tienes tú. Siempre andas a vueltas con la dichosa pregunta. Olvídate de Cesáreo; nunca más ha de volver. Ni que todavía estuvieras enamorada de él.

  Prisca no lo quería reconocer, pero en su corazón vivía un rescoldo del amor que, aún siendo una adolescente, le profesara al futuro cuñado en forma de veneración, sin que el joven se diera por aludido. En realidad, Cesáreo intuyó muy pronto ese amor; pero no se atrevió a manifestárselo jamás; era acoquinado hasta la desesperación.

  De aquella situación se aprovechó el avispado de Cecilio. En cuanto el mayor tuvo la certeza de que su hermano jamás iba a dar el paso, le pidió a Prisca relaciones, a lo cual la damisela no se opuso.

  Los malpensados creen que Cesáreo se fue de la casa del matrimonio por despecho, pero también por la insufrible convivencia con la dama de sus sueños.

  Transcurrieron algunos años más sin que las regañinas del patrón hicieran menguar la frecuencia de la pregunta en boca de la obstinada esposa. Por añadidura, el desgraciado de Alfonsito, conforme se iba sumiendo en la idiotez absoluta, afinaba en la certeza de sus precogniciones.

  Un año antes había pronosticado la visita al pueblo del Obispo de la Diócesis, a pesar de que ningún prelado pisara sus calles desde hacía muchos lustros. Al margen de aquel acontecimiento y del acierto al predecir la victoria de los socialistas tras veinte años del gobierno de la derecha en el Ayuntamiento, lo más llamativo se producía cuando una vez barajadas las cartas, el clarividente anunciaba si iba a sacar adelante el solitario o no.

  Una mañana como otra cualquiera, Alfonsito se puso a cantar como un bobalicón a grito pelado: Auguuusto se vaaa morirrr, Auguuusto se vaaa morirrr, Auguuusto se vaaa morirrr.

  _ No puede ser –repuso Prisca al escuchar la jarana de su cuñado-; si tú mismo le has visto tomando café hace un momento como si tal cosa. A ti te ha soplado el vahído, hijo. Calla la boca y no digas más disparates.

  Pero el cretino siguió cantando: Auguuusto se vaaa morirrr, Auguuusto se vaaa morirrr, Auguuusto se vaaa morirrr.

  _ No digas eso -insistió Prisca un poco asustada-. Verás como te oiga tu hermano; es capaz de darte un pescozón, y luego te pondrás a lloriquear.

  Aquella mañana invernal, Augusto hizo el trayecto para enlazar con el correo gallego, como cada día. Fue tras la comida cuando el maquinista se sintió indispuesto. Al cabo de dos horas, el hombre al cual Prisca le había preguntado trece mil quinientas cinco veces "¿Quién ha venido hoy?", yacía cadáver en el asiento forrado de la locomotora verde.

  Esa misma noche, a eso de las nueve, en lugar de Augusto, la entrada la franqueó un hombre con el pelo rizado y canoso, la barba rala y el aspecto en general pulcro. Su nombre era Cesáreo Porras, y desde ese día era el nuevo maquinista.

  El nuevo conductor del Cercanías había dedicado la mayor parte de su vida a ese cometido en trenes del País Vasco, y ahora, tras la vacante, había aceptado el ofrecimiento sin dudarlo, para vivir el resto de sus días en el pueblo junto a los suyos.

  Sin embargo, ni su hermano Cecilio ni su cuñada Prisca creyeron que aquel hombre de aspecto melancólico fuera el mismo muchacho imberbe que casi treinta años antes se había marchado de casa. Y para confirmarlo con más seguridad, el retrasado mental no había vaticinado el regreso de su hermano más joven.

  Los años se sucedieron como lo habían hecho hasta entonces. El taciturno Cesáreo se quedó como inquilino en casa de su familia a cambio de una parte de su sueldo, sin que, ninguno de los Porras le tuviera como a alguien más que a un impostor. Lo único importante que sucedió desde la vuelta de aquel extraño, fue que Alfonsito dejó para siempre de cantar más vaticinios, volviéndose tan callado como el inquilino.

  A fin de confirmar la veracidad de su identificación, Cesáreo mostró el carné de identidad, una copia del libro de familia, una fe de bautismo, la cartilla militar y cuantos documentos acreditasen la filiación de sus patronímicos; pero no le creían más que a un farsante. Así que, Prisca, con renovada tozudez y la liviana esperanza de antaño, en cuanto su cuñado, coronada su cabeza por una visera idéntica a la de Augusto, traspasaba la puerta de entrada, enseguida lo interrogaba con la consabida pregunta de "¿Quién ha venido hoy?", que a veces, como antaño, quedaba sin respuesta.



                                                                                                 

         CUANDO EL TIEMPO DECIDE (2004)              

 

         

sábado, 20 de enero de 2024

Raindrops keep falling on my head (historia de una canción 10)

 

A veces nos ocurre: en el cerebro hay una espita que deja libre una melodía, y uno no deja de tararearla. Si eso sucede, se debe a una desconexión transitoria de nuestras neuronas, o bien la melodía ha escalado hasta la inmortalidad. Esto es lo que le sucede a la canción Raindrops keep falling on my head. En 1969, a Burt Bacharach (música) y Hal David (letra), les encargaron el trabajo musical para la película Dos hombres y un destino, cuyos protagonistas iban a ser Paul Newman, Katharine Ross y Robert Redford. La exitosa pareja de músicos dio de lleno en la diana con esta melodía, premiada con el Oscar a la mejor canción en 1970. 



La elección del intérprete no fue sencilla. En un principio -se comenta- Burt Bacharach había pensado en Bob Dylan; vamos, que la canción estaba compuesta para el de Mimnesota, pero este rehusó. La segunda opción era Ray Stevens, con el mismo resultado de renuncia. Por tanto, fue a la tercera, cuando B. J. Thomas aceptó de buen grado interpretarla. B. J. no era ni mucho menos un desconocido en aquellos años, si bien iniciaba su carrera en solitario. Al parecer fue Dionne Warwick quien convenció a Bacharach para elegirlo. En aquel momento, B. J. padecía una laringitis, así y todo se puso en faena, grabando cinco tomas. Fue la última, con la garganta hecha trizas, la elegida por Bacharach para subrayar la inolvidable escena del paseo de Newman y Ross sobre una bici. En la grabación previa se puede apreciar esa aspereza en la voz que todos aprobaron por su espontaneidad, nada que ver con la voz recuperada de unos meses después al grabar de nuevo Gotas de lluvia siguen cayendo sobre mi cabeza como single


 
El tema es un canto a la vida, a la esperanza. Un antídoto contra todo lo negativo. Es tal la dimensión alcanzada por el tema que, en 2004, treinta y cinco años después de su publicación, Sam Raimi lo recuperó para su película Spider-man 2, dando realce a la caminata feliz de Peter Parker por las calles de Nueva York, una vez perdidos sus poderes. Bacharach siguió cosechando otros importantes éxitos musicales, pero me parece a mí que ninguno llegó a superar a este.



Raindrops keep falling on my head fue el primer tema de Bacharach en superar el millón de ventas. Ocupó el primer puesto de la lista Billboard durante las primeras  cuatro semanas de 1970, además de encabezar durante siete semanas consecutivas la lista Adult Contemporary. Es, no me cabe la menor duda, un clásico indiscutible del Siglo XX, y uno de los hitos musicales del Sèptimo Arte.




                                                                                                                                                                            

sábado, 6 de enero de 2024

Personajes de allá (8)

 

El recuerdo más remoto que guardo de R. es el de una mujer joven, desenvuelta, muy educada. Tampoco era algo insólito, lo de la urbanidad, teniendo en cuenta su quehacer diario. Casi siempre se acompañaba de un pequeño maletín negro donde guardaba el muestrario de los productos de Avon. En realidad reparé en ella al hacerme muy amigo de su hijo.


  Anteriormente, según contaban, había emigrado más allá del Manzanal recién estrenada la madurez, aunque yo, por entonces, no sabía cuándo había adquirido ese privilegio, supongo que al poco de superar la mayoría de edad. Allí se instaló, según algunos, en una casa del Barrio Húmedo, para cuidar de una anciana de posibles. Cuando la anciana pasó a mejor vida, y sin familiares cercanos, todos sus bienes los dejó a su cuidadora. Finalmente el peculio de la vieja se limitaba a una cuenta corriente con trescientas mil pesetas, de las de entonces, que no era moco de pavo; pero poco más, porque la casa era de alquiler, y las joyas hacía tiempo que las había vendido nada más enviudar.


  Al poco, sin trabajo, aunque con una cuenta corriente saneada, regresó a Villafranca, si bien de ello no supe nada hasta que corrieron los años. Supongo que cuando ella volvió yo ni siquiera estaba en este mundo; en realidad reparé en ella unos cuantos años después, cuando su hijo M.A. y yo nos conocimos estudiando E.G.B.


  Un día, paseando alrededor del jardín me dijo: ahí viene mi madre. Vestía con elegancia, siempre falda y zapatos de tacones altos. Yo le estreché la mano desocupada, la otra transportaba a su compañero inseparable. Nos dijo que acababa de hacer la turné -con esa palabra- por diferentes casas de la Villa, y que apenas le quedaban productos ahí -señalando al maletín suspendido de su mano izquierda-. Se la veía satisfecha por las ventas. Entonces, no sé, tal vez medió una invitación para merendar, acabé en su casa, pasado el puente sobre el Burbia, donde la pendiente se hace más pronunciada y mira de soslayo al Valcarce.


  Desde aquella tarde de otoño dando vueltas entre mirtos y negrillos, las visitas a su casa se hicieron más frecuentes. Allí supe de su padre, trabajador de Aceros Roldán, y de lo mucho que él quería a R., aunque en realidad yo no los llegué a ver juntos ni una sola vez. A ella sí, en su casa, y caminando por cualquier espacio, particularmente a lo largo de la Calle de Arén y de la Plaza, que era donde vivían la mayor parte de sus clientes más fieles.


  Le gustaba conversar con cualquiera. Se notaba que le encantaba su oficio como repartidora de la firma americana. En cuanto tenía oportunidad y si el tiempo no apremiaba, pegaba la hebra con cualquiera de las villafranquinas, incluidas aquellas que le hacían perder el tiempo vaciando el maletín para probar de todas las muestras y luego no compraban ni un triste lápiz de ojos.


  Quería y se hacía querer, contribuyendo activamente a retardar el ocaso comercial de la Villa, que allá por los primeros años setenta comenzaba a dar muestras de un tenue abatimiento, presagiando la atonía mayor que vendría lustros después.


  Una mañana como otra cualquiera, casi a mitad de curso, M.A. dejó por sorpresa la escuela. Ninguno de los maestros nos dijo nada sobre el asunto. Fue un compañero quien nos relató la verdadera razón de su ausencia. Una noche el marido le había propinado una zurra a su esposa. Al día siguiente, aprovechando su ausencia por haberse ido a trabajar, R y su hijo se fueron de Villafranca en un autobus de la Empresa Fernández. Ni mis compañeros ni yo entendimos muy bien cómo podía ser que alguien abandonara la casa por haberle zurrado un familiar, al fin y al cabo, quien más y quien menos recibíamos algún pescozón, bofetada o algo mucho peor por parte de nuestros enseñantes, y no por eso nos planteábamos una huida a la francesa.  Claro que eran otros tiempos y yo era muy joven para comprender.


  Ni R. ni mi amigo M.A. volvieron a Villafranca, que yo tenga constancia. Jamás los volví a ver. Pero en mi recuerdo se dibuja con nitidez aquel chaval que amenazaba con hacerse ingeniero de postín, y por supuesto, la estampa inconfundible de una mujer joven, desenvuelta y muy educada que se hacía acompañar de un maletín negro. ¿Qué habrá sido de ellos?