domingo, 25 de noviembre de 2018

Viridiana (17)

  Viridiana está sin discusión entre las tres o cuatro mejores películas de la historia de nuestro cine patrio, aunque muchos de los críticos cinematográficos la sitúan sin titubeos en el primer puesto. ¿Qué la hace tan grande? Sin duda la intemporalidad, a pesar de contar 57 años, pero también la forma de contarla más que la historia en sí, gracias a un guión meticuloso escrito por Luis Buñuel al alimón con Julio Alejandro y que no dejaba nada a la improvisación. Y por último escenas inolvidables, como la de los mendigos en una especie de última cena pagana.


  Viridiana (Silvia Pinal) es una novicia a la que obligan a salir del convento para que visite a su tío y protector don Jaime (Fernando Rey). La llegada de la sobrina al gran caserón le trae a don Jaime el recuerdo de su mujer fallecida. Obsesionado por la belleza de la sobrina le pide que se case con él. Al rechazar la propuesta, el tío en complicidad con la criada, la narcotiza para abusar de ella, aunque en el último momento se arrepiente. No obstante, le hace creer que ha abusado de ella para que se case. Ofendida decide regresar al convento, algo que no hará finalmente al sentirse responsable del suicidio de su tío. A cambio de permanecer en la casa opta por una vida ejemplar, amparando a los mendigos y haciendo limosnas y otras obras caritativas. Pero todo le da un vuelco con la aparición en la casa de Jorge (Paco Rabal), hijo natural del fallecido para hacerse cargo de la herencia. El duelo entre lo humano y lo divino, entre lo material y lo intangible, termina decantándose en favor de lo mundano, algo que se materializa en otra de las escenas redondas, esa donde Viridiana, Jorge y Ramona (Margarita Lozano), la sirvienta, comparten naipes en el juego del tute, y en la que se aprecia cómo la primera permite a su primo que la instruya ante la mirada cómplice de la sirvienta.



 Don Luis Buñuel vivía exiliado desde la Guerra Civil, residiendo los últimos años en México. Reputado director fuera de nuestras fronteras, las autoridades españolas no pusieron objeción alguna a que el hijo pródigo regresara a España y filmara una nueva película, a pesar de que había jurado que jamás volvería mientras se mantuviera la dictadura. Ante ciertas reticencias del de Calanda para abordar el proyecto, Gustavo Alatriste -marido en aquel momento de Silvia Pinal- y Pere Portabella, ambos responsables de la producción, le persuadieron junto a otras figuras como Bardem o Saura de la conveniencia de asumir la dirección de la película. El 4 de febrero de 1961 comenzaba en estudio el rodaje de la que en cierta manera se ha considerado la continuación de Nazarín, otra adaptación de la obra de Galdós.


  A partir de la conclusión del rodaje todo se precipita, convirtiéndose en un largometraje maldito y con una historia sorprendente, como de película. En el último día de emisiones, recién montada, Viridiana se exhibe en Cannes, convirtiéndose en la ganadora de la Palma de Oro ex aequo junto a Una larga ausencia. Al día siguiente, L'Osservatore Romano la califica de blasfema, precipitando la destitución de Muñoz Fontán como director de la Cinematografía Española, quien había recogido el galardón al excusarse Buñuel pretextando indisposición. Inmediatamente, Franco pide visionar la película en la gran pantalla del Palacio del Pardo. Después de repetir el visionado da la orden de que se destruyan todas las copias disponibles así como la desaparición administrativa del film. Leyenda urbana o no, se dice que el Dictador se reía de las ocurrencias del director aragonés, guardándose una copia para su disfrute.


   De las copias, según dice Silvia Pinal, una se la llevaron Berlanga, Bardem y Dominguín, enterrándola en una finca del diestro. La otra, la de recorrido más rocambolesco, si hay que atender a las explicaciones del propio hijo del director, Juan Luis, salió en una furgoneta desde Barcelona con rumbo a la frontera en compañía del torero Pedret, tres diestros más, un picador y el propio Juan Luis. El negativo iba escondido bajo los capotes y las espadas. Al llegar a la aduana, los guardias civiles le dijeron: ¡suerte, torero!, y Pedret: ¡ah, gracias! La protagonista del film asevera que el negativo -fotografía soberbia del gran José F. Aguado- lo sacó desde Francia su propio marido, Alatriste.

  El 9 de abril de 1977, coincidiendo con la legalización del Partido Comunista por parte del Gobierno Suárez, y casi 16 años después, Viridiana era visionada en España por vez primera como film de nacionalidad mexicana, algo subsanado en 1982 al reconocerse su autoría española.

  Para mí, no lo voy a disimular, se trata del mejor largometraje que se haya parido jamás en tierras españolas, pero esto es muy subjetivo, y más tratándose de una obra de Luis Buñuel, el mejor director que jamás hayamos tenido, y con muchas obras maestras a su espalda.


sábado, 17 de noviembre de 2018

Personajes de allá (5)

  A lo largo de su existencia J. fue uno de los guardianes, o mejor, depositarios de ese rinconcito en la Plaza, con aromas suculentos, huéspedes permanentes, idas y venidas a la tienda de ultramarinos de al lado, al bar del otro costado donde se ingeniaban nuevos bebedizos, o el estrecho espacio que servía de almacén a los bultos que venían en el coche de línea procedente de León. La casa donde vivía mi abuela -en la última planta- era toda ella una olla colosal desprendiendo el olor inconfundible de los callos, porque el patrón, sin desmerecer al resto de cocineros que también preparaban la casquería reina en la Villa, preparaba los mejores callos que uno haya degustado jamás.


  Pero J. no solo era un gurú de los callos y otros platos menos contundentes que preparaba en la fonda de su propiedad. A eso de la media tarde, antes de servir las cenas, ejercía como maestro de ceremonias en el juego de la brisca. Allí, en torno a la mesa separada de la cocina por un liviano tabique o mampara, no recuerdo bien, competían en ocasiones hasta cuatro parejas de contendientes que dirimían la honrilla o sabe Dios qué. Cuando su pareja cometía alguna imprudencia o se despistaba, J. se encendía como una dinamo al primer pedaleo y dejaba que su genio explosionara, digamos, de una manera controlada. Eso sí, él disfrutaba mucho más que con la victoria final, cuando tenía la fortuna de que su as de triunfo comía al tres del mismo palo, algo que el grupo denominaba piolla. Entonces gritaba como un feriante: ¡piolla!, ¡piolla!, mientras con el nudillo del dedo índice trataba de perforar el tapete, el hule y hasta la misma madera de la mesa. No es ningún secreto que mi madre era muchas veces participante activa en ese juego de las señas y las tres cartas.


  Como otros muchos villafranquinos, J. no faltaba nunca a la romería de agosto para festejar a la Virgen de Fombasallá. Me atrevería a decir que, al menos en sus últimos años de viudez, lo más separado que llegaba a estar de su casa era el día 15, cuando se aventuraba monte arriba para participar como uno más de la música, la comida, la alegría y la procesión, en compañía de otros vecinos y curiosos que no querían perderse la celebración. Y ¡cómo le gustaba acompañar en los tragos reparadores de la bota!, también en el manteo de algún novato que pisaba por vez primera la tierra prometida.


  Aunque si algo mantengo más fresco en mi cabeza de la  infancia, son aquellos coloquios interminables en las noches del estío, cobijados bajo esos soportales menos distinguidos que los de unos metros abajo. En esas veladas se podía hablar de lo divino y lo humano, del huésped X de la primera planta, o de la cosecha de cerezas y <<para cuando los tarros con el aguardiente>>. Claro que si J. se iba de la lengua maldiciendo al Dictador gobernante, los parroquianos le imploraban que callase la boca, no fuera a liar la madeja; pero si le insistían, él más se obstinaba haciéndose el valiente. Creo que de aquellas tertulias a la luz de la luna, entretejidas con las voces provenientes de las terrazas de los bares, es posible que parta en buena medida mi afán de contar historias.


  Un buen día J se fue, como se fueron otros miembros de aquel selecto grupo que lo acompañaba en el Rincón. La fonda cerró, los huéspedes desaparecieron, y ese rincón de la Plaza tan palpitante, tan querido para mí, se ha convertido hoy en un espacio muerto, en un lejanísimo recuerdo de otro tiempo, de cuando J. "gobernaba" aquel espacio mágico sin abandonar un solo momento su boina negra y eterna.