miércoles, 30 de marzo de 2022

Personajes de allá (8)

El recuerdo más remoto que guardo de R. es el de una mujer joven, desenvuelta, muy educada. Tampoco era algo insólito, lo de la urbanidad, teniendo en cuenta su quehacer diario. Casi siempre se acompañaba de un pequeño maletín negro donde guardaba el muestrario de los productos de Avon. En realidad reparé en ella al hacerme muy amigo de su hijo.


  Anteriormente, según contaban, había emigrado más allá del Manzanal recién estrenada la madurez, aunque yo, por entonces, no sabía cuándo había adquirido ese privilegio, supongo que al poco de superar la mayoría de edad. Allí se instaló, según algunos, en una casa del Barrio Húmedo, para cuidar de una anciana de posibles. Cuando la anciana pasó a mejor vida, y sin familiares cercanos, todos sus bienes los dejó a su cuidadora. Finalmente el peculio de la vieja se limitaba a una cuenta corriente con trescientas mil pesetas, de las de entonces, que no era moco de pavo; pero poco más, porque la casa era de alquiler, y las joyas hacía tiempo que las había vendido nada más enviudar.


  Al poco, sin trabajo, aunque con una cuenta corriente saneada, regresó a Villafranca, si bien de ello no supe nada hasta que corrieron los años. Supongo que cuando ella volvió yo ni siquiera estaba en este mundo; en realidad reparé en ella unos cuantos años después, cuando su hijo M.A. y yo nos conocimos estudiando E.G.B.


  Un día, paseando alrededor del jardín me dijo: ahí viene mi madre. Vestía con elegancia, siempre falda y zapatos de tacones altos. Yo le estreché la mano desocupada, la otra transportaba a su compañero inseparable. Nos dijo que acababa de hacer la turné -con esa palabra- por diferentes casas de la Villa, y que apenas le quedaban productos ahí -señalando al maletín suspendido de su mano izquierda-. Se la veía satisfecha por las ventas. Entonces, no sé, tal vez medió una invitación para merendar, acabé en su casa, pasado el puente sobre el Burbia, donde la pendiente se hace más pronunciada y mira de soslayo al Valcarce.


  Desde aquella tarde de otoño dando vueltas entre mirtos y negrillos, las visitas a su casa se hicieron más frecuentes. Allí supe de su padre, trabajador de Aceros Roldán, y de lo mucho que él quería a R., aunque en realidad yo no los llegué a ver juntos ni una sola vez. A ella sí, en su casa, y caminando por cualquier espacio, particularmente a lo largo de la Calle de Arén y de la Plaza, que era donde vivían la mayor parte de sus clientes más fieles.


  Le gustaba conversar con cualquiera. Se notaba que le encantaba su oficio como repartidora de la firma americana. En cuanto tenía oportunidad y si el tiempo no apremiaba, pegaba la hebra con cualquiera de las villafranquinas, incluidas aquellas que le hacían perder el tiempo vaciando el maletín para probar de todas las muestras y luego no compraban ni un triste lápiz de ojos.


  Quería y se hacía querer, contribuyendo activamente a retardar el ocaso comercial de la Villa, que allá por los primeros años setenta comenzaba a dar muestras de un tenue abatimiento, presagiando la atonía mayor que vendría lustros después.


  Una mañana como otra cualquiera, casi a mitad de curso, M.A. dejó por sorpresa la escuela. Ninguno de los maestros nos dijo nada sobre el asunto. Fue un compañero quien nos relató la verdadera razón de su ausencia. Una noche el marido le había propinado una zurra a su esposa. Al día siguiente, aprovechando su ausencia por haberse ido a trabajar, R y su hijo se fueron de Villafranca en un autobus de la Empresa Fernández. Ni mis compañeros ni yo entendimos muy bien cómo podía ser que alguien abandonara la casa por haberle zurrado un familiar, al fin y al cabo, quien más y quien menos recibíamos algún pescozón, bofetada o algo mucho peor por parte de nuestros enseñantes, y no por eso nos planteábamos una huida a la francesa.  Claro que eran otros tiempos y yo era muy joven para comprender.


  Ni R. ni mi amigo M.A. volvieron a Villafranca, que yo tenga constancia. Jamás los volví a ver. Pero en mi recuerdo se dibuja con nitidez aquel chaval que amenazaba con hacerse ingeniero de postín, y por supuesto, la estampa inconfundible de una mujer joven, desenvuelta y muy educada que se hacía acompañar de un maletín negro. ¿Qué habrá sido de ellos?

  

 

viernes, 25 de marzo de 2022

Antes de los años terribles

 
¿Quién se esconde tras el nombre de Víctor del Árbol? Muchos diréis que es el autor de la novela, La víspera de casi todo, (Premio Nadal de 2016), yo ni eso, pues nada había leído de él, hasta ahora. 

  Si digo que sus padres eran inmigrantes y pobres, que entró a estudiar en un seminario a los catorce años, que abandonó el arrebato de ser cura por amor, que cursó Historia en la Universidad de Barcelona, que se desempeñó durante casi veinte años como mosso d'escuadra y que además tiene publicadas once novelas, casi todos estaremos de acuerdo en su capacidad de abarcar múltiples tareas. Pero seguramente ninguna mejor que la de escribir narrativa.

 

  Antes de los años terribles yo era un niño feliz en ese lugar. La felicidad parecía el estado natural de la vida, algo tan obvio como que cada mañana salía el sol. Los primeros rayos de luz se colaban entre las ramas de palma del techo aquella mañana en la que todo empezó a cambiar. (Fragmento de la novela).


  Este pasaje nos da un poco la pista de las dramáticas vivencias por las que el narrador nos introduce en el universo de Isaías, un emigrante ugandés, asentado en la Barcelona de 2017, viviendo en pareja con una española, y propietario una tienda para reparar bicicletas. No obstante, a pesar de disfrutar de una vida normal, esconde en lo más recóndito de su ser el secreto de una supervivencia milagrosa y nada edificante; un secreto oculto también a la mujer embarazada. Pero esa etapa en la África más profunda, durante la Guerra Civil en Uganda, aún no se ha cerrado, o se ha cerrado en falso.

  La excusa para regresar a su país de origen es la celebración de una conferencia. En el fondo su discurso no deja de ser un señuelo para que se adentre de nuevo en las tinieblas de los años terribles. Como otros muchos chavales de aquel entonces, él es capturado a los doce años para convertirlo en uno más de los niños soldado del Ejército de Resistencia del Señor, comandado por el sanguinario Joseph Kony. El grupo terrorista paramilitar borraba de un plumazo los años felices del niño, adiestrándolo por la fuerza en la barbarie de la sangre, hasta transformarlo en un criminal más sin ser consciente por completo de ello debido a su corta edad.


  A pesar de la dureza de algunos de sus pasajes, Víctor del Árbol nos describe con maestría y un lenguaje directo, las peripecias de un niño arrebatado por la fuerza en un tiempo no tan lejano y que aún es presente en Uganda, si bien de manera residual; una etapa inenarrable donde las huestes de Kony han llegado a secuestrar a 30.000 niños y niñas -otras fuentes hablan incluso de más de 60.000- para convertirlos en soldados y/o esclavos sexuales.


  La novela no tiene desperdicio y es una enorme oportunidad, no ya solo de disfrutar con la narrativa del barcelones nacido en 1968, sino de conocer otras realidades, como es la de Uganda en los últimos tiempos.