miércoles, 27 de marzo de 2024

Tres años sin Joan Aloy

 

El mar es un plato. Veo el barco amarrado al noray Es el mismo, la misma estampa de los últimos diez años: pulcro, azul rotundo, con el nombre de la naviera en letras inmensas. Es la imagen pacífica de cada tarde del paseo, la imagen solidificada que dando sensación de plenitud, ha ido borrando sin querer, aquella otra más costumbrista y humilde, cuando aún no existía el dique.

Hoy, casi sin pretenderlo, mi cerebro ha hecho abstracción, enredándose en el tiempo antiguo, y he visto sin esfuerzo la antigua casita, con la puerta sencilla y breve que ahora ocupan gruesos cabos de amarre.

Joan era viudo y sin hijos. Jubilado del campo. Su existir, el día a día, lo ocupaba en disfrutar de su casa y de la formidable panorámica que se colaba como una novia atrevida a través de la ventana de su alcoba.

Sin recursos para vivir con dignidad, alguien de la administración le propuso un trueque: mucho dinero a cambio de su casa vieja y achacosa; era inevitable la construcción de un dique.

Joan se lo pensó más de cuatro veces antes de decidirse, si bien la persuasión del interlocutor era como oro puro a la vista. Así que, a pesar del enorme cariño hacia esa casa levantada por su bisabuelo, terminó sucumbiendo; al fin y al cabo, pensaba, las penas con pan son menos penas

Tal día como hoy, hace tres años, a Joan lo rescataron de las aguas, muy cerca de donde había vivido durante sesenta y ocho. Su cuerpo sin vida estaba sujeto al casco del barco de pasajeros de cada día. Aquel acontecimiento fue muy comentado durante varias semanas, aflorando la verdad inimaginada.

En los dos últimos años Joan había caído en una depresión perpetua de la que jamás se recuperaría. A pesar de vivir en un piso nuevo, con todas las comodidades, añoraba cada vez con más intensidad, aquella casa escueta en la que había compartido amores y estrecheces con su compañera, además de disfrutar a cualquier hora del día de la estampa marina de la libertad, sin mayor esfuerzo que el de abrir el ventanal de la alcoba.







lunes, 25 de marzo de 2024

El mundo mágico de Celama

 

A estas alturas de la trayectoria literaria de Luis Mateo Díez, elegir su mejor obra resulta una tarea harto complicada. Sin embargo, si optamos por escoger su, o sus novelas, más representativas, la tarea se vuelve más sencilla, ya que El Reino de Celama representa como ninguna otra el universo realista y mágico al que siempre ha aspirado y deseado pertenecer el lacianego. Hay, que duda cabe, una realidad palpable parecida a la España vaciada, un territorio donde apenas asoman ya costumbres, apegos, decires; ni tampoco fluye su acusado carácter unido a la rudeza y las dificultades del día a día. Y no obstante, esa realidad palpable adquiere en la pluma de Mateo Díez la dimensión de lo imperecedero, su inconformismo ante lo irremediable a fin de salvar a ese territorio de la ruina, al menos de la más trágica, la de la desmemoria. 



  En una tesitura así, de cierto calado trascendental para preservar la satisfacción del deber cumplido, el de Villablino decide fundar un nuevo reino, a fin de que, si en apariencia está condenado a sucumbir por los cientos de años que lo contemplan -no deja de ser uno más de los enclaves pobretones-, no ha de desaparecer jamás de su memoria ni del recuerdo imborrable de los miles de lectores que lo han acompañado y acompañarán por Anterna, Santa Ula, Los Confines, Hontasul, Sormigo, Olencia, y demás localidades que conforman el Reino. 



 

 El Reino de Celama
 es una ambiciosa trilogía compuesta por las novelas, El espíritu del páramo, La ruina del Cielo y El oscurecer. Teniendo las tres una indudable calidad, es la segunda la más brillante, también la más extensa. La ruina del Cielo lleva el subtítulo de Obituario, pues no es otra cosa que un monumental obituario repleto de creatividad e imaginación. En cierto modo es una colección esplendorosa de relatos breves que conforman una estampa global de todos sus moradores: personas únicas e intransferibles, porque, cuanto les pasa, su vida originalísima, aferrada a una geografía de la fatalidad, no tienen su consonancia en otras comarcas, aun compartiendo el nexo común de lo adverso, de la desgracia en numerosas ocasiones. 




  La noche que Rodrigo Bordo (1840-1928) bailó con Delfina Cuéllar en el Casino de Santa Ula, una noche de San Juan después de la hoguera, cuando en el reloj del Casino ya habían sonado todas las horas y en los salones apenas subsistían los más impertinentes, tenía Rodrigo ochenta y ocho años, el cuerpo de recio percherón echado a perder por completo, la cabeza pelona que a lo largo de su existencia siempre ahorró peluqueros, y los ojos saltones más aguados que nunca por la nube opaca de las cataratas. 


  Así da comienzo el capítulo 6 de esta novela, ilustrándonos en cuanto al tono y al tipo de narrativa elegidos. Con esta novela, el de Villablino obtuvo el Premio de la Crítica en 1999 y el Nacional de Narrativa un año después, contribuyendo junto al resto de su extensa obra para ser elegido miembro de la Real Academia de la Lengua en el 2000,  y a conquistar el Premio Cervantes el año pasado.

                                                       


                                   
                     
            

viernes, 8 de marzo de 2024

"El crimen del siglo" fue su tabla de salvación

 

El grupo, o mejor decir, lo que quedaba de Supertramp, o sea, Rick Davies y Roger Hodgson, estaba en una situación límite después del fracaso de sus dos primeros discos, y de que su benefactor, el millonario holandés, Stanley A. Miesegaes, decidiera darse el piro y cortar el grifo económico tras las los dos primeros discos fallidos de los británicos. En ese estado de desespero, con una deuda nada despreciable y a punto de tirar la toalla, el dúo de supervivientes aún creyó en una última oportunidad de cambiar el sino de su historia. A fin de romper con su pasado y la fatalidad que los perseguía, Rick y Roger reclutaron para la causa de un hipotético renacimiento, a John Helliwell (saxofón y clarinete), Dougie Thomson (bajo) y Bob Benberg (batería y percusión). La nueva formación se presentó en la sede de A&M Records, creyendo sus gerifaltes que la visita solo tenía el objetivo de rescindir el contrato que mantenían con ellos. Nada más lejos de la realidad, porque los supervivientes del naufragio habían decidido utilizar la última bala que les quedaba en el revólver. Según se cuenta -no sé si se trata de una leyenda urbana-, recurrieron a Chuck Berry para que les hiciera un préstamo. 



  Un importante ejecutivo de la división británica de A&M Records se desplazó a escuchar un ensayo de la banda, la cual, a instancias de los directivos de la Compañía, se había recluido en la granja The Old Mill, en el Condado de Somerset, cerca de la localidad de Langport, con el fin de abaratar la financiación del nuevo álbum, y a un tiempo favorecer la inspiración de los líderes de la banda a la hora de componer. El viaje resultó fructífero, ya que de allí salió gratamente sorprendido por el buen hacer de los músicos. Uno de los temas que escuchó sin pulir aún fue Dreamerademás de otros que seguían una línea melódica similar, acompañada eso sí, de letras deprimentes que hablaban de soledad, neurosis y cosas de parecido tener. A pesar de todos los antecedentes y la incertidumbre por lo que pudiera salir de allí, el ejecutivo sospechaba que Supertramp estaba en el buen camino, por tanto y desde ese momento, tuvieron más margen de maniobra con el presupuesto. 



  Entre noviembre de 1973 y febrero de 1974 Rick Davies (Teclados y voz) y Roger Hodgson (guitarra, teclados y voz principal), junto al resto de los nuevos integrantes, acompañados en todo momentos de sus respectivas esposas/parejas, y rodeados de vacas, caballos, perros, algún gato familiar y mucho campo abierto, entraron en trance -aquí se podría aplicar esa máxima de hacer de la necesidad virtud, o aquella otra de que la pobreza agudiza el ingenio-, componiendo no ocho, sino más de cuarenta temas, muchos de los cuales les servirían para posteriores álbumes, como por ejemplo el fantástico, From now on, perteneciente a Even in the quietest moments. Al abandonar la granja para regresar a sus respectivas casas, el grupo sabía que tenía bajo el brazo un tesoro al cual solo le faltaba perfeccionarlo en el estudio de grabación, y un productor e ingeniero de sonido capaz de plasmar sobre vinilo toda el potencial de los temas.  



  De febrero a junio de 1974, el quinteto se encerró en los estudios Trident de Londres, acompañado por el prestigioso Kent Scott, que con anterioridad había colaborado en White Album y Abbey Road de The Beatles, además de otros artistas, como David Bowie o Lou Reed, dando como resultado uno de los discos más redondos de la década de 1970, y en mi opinión el mejor trabajo del grupo. Sin ser un disco conceptual se asemeja mucho. Y es en este trabajo donde el piano y el saxofón se asientan de modo definitivo, siendo desde ese momento una de las marcas distintiva de su obra. 


   

  Cryme of the century (Sept-1974) suena hoy tan fresco y vigoroso como lo hacía cincuenta años atrás. Pop progresivo ensamblado con rigor y minuciosidad. School, el primer corte que se incia con la armónica de Rick Davies, es un ejemplo de ello. O este Bloody well right, con el piano eléctrico introduciendo un ligero toque jazz a cargo del mismo Davies. O la paranoica y no por ello menos deliciosa Hide in your shell. El tema Asylum continúa en la misma línea de letra deprimente, con el temor para el protagonista de ser encerrado. Tema monumental que hubiera firmado Genesis cuando aún era liderado por Peter Gabriel, salvando claro está los arreglos orquestales. Esta obra maravillosa la completan los temas, Rudy, el más extenso y lastimero de los ocho que la integran, con un trabajo de producción impecable; If everyone was listening, melodía delicada de armonías vocales; y por supuesto el tema que cierra el álbum y le da nombre, Crime of the century.    


  La Revista Rolling Stone posiciona a Crime of the century en el puesto  27 en la lista de los 50 mejores álbumes de rock progresivo de la historia (anexo). Es por derecho propio una de las obras fundamentales de la década de 1970, consiguiendo a partir de su publicación, liderar junto a unos pocos el panorama musical de lo que se llegó a denominar música AOR durante la segunda mitad de la década y primeros años ochenta, justo hasta que Roger Hodgson abandonó la nave. 


  Otra de las características que hace singular a COTC, es la icónica carátula ideada por el artista gráfico Paul Wakefield, a partir de la audición completa, un reflejo acertado de la temática claustrofóbica desarrollada en algunos de los cortes. Un álbum, en resumidas cuentas, para escuchar con atención, sin dejarse llevar por las melodías más facilonas, ya que todas las composiciones, todas, aun a pesar de la aparente simplicidad de algunas, no es tal; detrás hay un gran trabajo compositivo y de armonización interpretativa.