lunes, 25 de marzo de 2024

El mundo mágico de Celama

 

A estas alturas de la trayectoria literaria de Luis Mateo Díez, elegir su mejor obra resulta una tarea harto complicada. Sin embargo, si optamos por escoger su, o sus novelas, más representativas, la tarea se vuelve más sencilla, ya que El Reino de Celama representa como ninguna otra el universo realista y mágico al que siempre ha aspirado y deseado pertenecer el lacianego. Hay, que duda cabe, una realidad palpable parecida a la España vaciada, un territorio donde apenas asoman ya costumbres, apegos, decires; ni tampoco fluye su acusado carácter unido a la rudeza y las dificultades del día a día. Y no obstante, esa realidad palpable adquiere en la pluma de Mateo Díez la dimensión de lo imperecedero, su inconformismo ante lo irremediable a fin de salvar a ese territorio de la ruina, al menos de la más trágica, la de la desmemoria. 



  En una tesitura así, de cierto calado trascendental para preservar la satisfacción del deber cumplido, el de Villablino decide fundar un nuevo reino, a fin de que, si en apariencia está condenado a sucumbir por los cientos de años que lo contemplan -no deja de ser uno más de los enclaves pobretones-, no ha de desaparecer jamás de su memoria ni del recuerdo imborrable de los miles de lectores que lo han acompañado y acompañarán por Anterna, Santa Ula, Los Confines, Hontasul, Sormigo, Olencia, y demás localidades que conforman el Reino. 



 

 El Reino de Celama
 es una ambiciosa trilogía compuesta por las novelas, El espíritu del páramo, La ruina del Cielo y El oscurecer. Teniendo las tres una indudable calidad, es la segunda la más brillante, también la más extensa. La ruina del Cielo lleva el subtítulo de Obituario, pues no es otra cosa que un monumental obituario repleto de creatividad e imaginación. En cierto modo es una colección esplendorosa de relatos breves que conforman una estampa global de todos sus moradores: personas únicas e intransferibles, porque, cuanto les pasa, su vida originalísima, aferrada a una geografía de la fatalidad, no tienen su consonancia en otras comarcas, aun compartiendo el nexo común de lo adverso, de la desgracia en numerosas ocasiones. 




  La noche que Rodrigo Bordo (1840-1928) bailó con Delfina Cuéllar en el Casino de Santa Ula, una noche de San Juan después de la hoguera, cuando en el reloj del Casino ya habían sonado todas las horas y en los salones apenas subsistían los más impertinentes, tenía Rodrigo ochenta y ocho años, el cuerpo de recio percherón echado a perder por completo, la cabeza pelona que a lo largo de su existencia siempre ahorró peluqueros, y los ojos saltones más aguados que nunca por la nube opaca de las cataratas. 


  Así da comienzo el capítulo 6 de esta novela, ilustrándonos en cuanto al tono y al tipo de narrativa elegidos. Con esta novela, el de Villablino obtuvo el Premio de la Crítica en 1999 y el Nacional de Narrativa un año después, contribuyendo junto al resto de su extensa obra para ser elegido miembro de la Real Academia de la Lengua en el 2000,  y a conquistar el Premio Cervantes el año pasado.

                                                       


                                   
                     
            

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