miércoles, 30 de diciembre de 2020

El universo Obaba

     "Encuadernados la mayoría en piel y severamente dispuestos en las estanterías, los libros de Esteban Werfell llenaban casi por entero las cuatro paredes de la sala; eran diez o doce mil volúmenes que resumían dos vidas, la suya y la de su padre, y que formaban, además, un recinto cálido, una muralla que lo separaba del mundo y que lo protegía siempre que, como aquel día de febrero, se sentaba a escribir. La mesa en que escribía -un viejo mueble de roble-, era también, al igual que muchos de los libros, un recuerdo paterno; la había hecho trasladar, siendo aún muy joven, desde el domicilio familiar de Obaba."


     De esta manera tan sugestiva da comienzo a la primera historia de Obabakoak, que lleva por título Esteban Werfell, el escritor Bernardo Atxaga, hoy en día el literato vasco de más prestigio y más leído -con permiso de Fernando Aramburu y su Patria-, además de traducido a múltiples idiomas. Concretamente este racimo de historias, o capítulos de la novela, y que fue publicado en 1988, ha sido traducido a la nada despreciable cantidad de 26 idiomas. Escrito originalmente en vasco, pronto concitó la atención de público y crítica hasta el punto de ser distinguido con el Premio Nacional de Narrativa un año después.


       ¿Qué es lo que hace tan luminosa la escritura de Bernardo Atxaga y más concretamente esta obra de Obaba? Tal vez sea su lenguaje aparentemente sencillo, no distrayéndose con palabras rebuscadas -tal vez la traducción al castellano hace lo suyo- ni tramando estructuras complejas; muy al contrario, tejiendo historias o cuentos comprensibles para cualquier lector, aun el más obtuso. Algo por otra parte -la sencillez-, razonable, teniendo en cuenta que por encima de cualquier otra consideración, Atxaga ha querido construir un nuevo universo de realidad paralela llamado Obaba, y para que la gente quede atrapada en ese territorio donde todo es factible, lo más indicado es desnudar cada palabra, frase o párrafo, dejar los adornos o artificios arrinconados para no despistar a sus lectores, permitiéndoles hacer el viaje de la fantasía sin riesgo a salirse de la vía perfectamente delimitada por el escritor para esta novela o colección de cuentos, algo que no termina de concretarse.


        En sus páginas ha dejado espacio para otras geografías, fundamentalmente para la alemana de Hamburgo, pero el grueso de esta sorprendente historia se localiza en el universo Obaba, por él creado para mayor disfrute de lectores fantasiosos ávidos de conocer demarcaciones donde se suceden episodios poco frecuentes, o que tal vez hemos olvidado/desterrado de nuestros cerebros, más ocupados y preocupado por la vida de hoy: vertiginosa y huidiza. Obabakoak no es tanto la pretensión de que sus lectores leamos con agrado sus páginas, que también, sino la firme determinación de que con él nos adentremos en esta colección incontable de muñecas rusas, o matrioskas; en esta especie de recreación o divertimento para competir con él en el azar y los imprevistos más insospechados del Juego de la Oca.


  

         El autor de El hombre solo (1993), o El hijo del acordeonista (2003), sirviéndose de una carpintería tan ingeniosa como sólida, nos deja más de una veintena de cuentos y/o narraciones cortas, encardinándose, o cabalgando unas sobre otras, hasta formar, como harían los ladrillos de una casa, la vivienda firme y perfecta donde adentrarnos y dar rienda suelta a nuestros mayores anhelos de juventud, algunos de ellos ya inimaginables. Este universo tuvo su traslación a imágenes en 2005 de la mano de Montxo Armendáriz, que adaptó al cine con el título de Obaba, una versión muy digna y que supuso para el cineasta 10 nominaciones al Premio Goya.


       Sin dudarlo, y ateniéndome a la recomendación requerida por mi amigo Santi, creo que este libro puede ser un magnífico regalo para el disfrute de estas Navidades tan desacostumbradas como extrañas. 



 

martes, 22 de diciembre de 2020

¡Feliz Navidad!

        "Si quieres un año de prosperidad, siembra trigo. Si quieres diez años de prosperidad, siembra árboles frutales. Si quieres una vida de prosperidad, siembra amigos. Te deseo que siembres muchos amigos este año que viene. Feliz Navidad".

     La frase no es mía pero la suscribo. Solo añadir como el mayor de los deseos el de la salud para tod@s, y que el 2021 sea por fin el año de la victoria sobre la Covid-19, esa pesadilla distópica que se ha llevado por delante la vida de miles de personas. Y como estas son fechas propicias para la fabulación, para las lecturas reposadas, aquí os dejo mi cuento de Navidad, Una cena arriesgada





 

martes, 15 de diciembre de 2020

John Le Carré, o el juego de los espías

   "Cuantas más identidades tiene un hombre, más expresa la persona que oculta". Creo que la frase define a la perfección la voluntad creadora de Le Carré, pero también la determinación de domeñar el verdadero temperamento encerrado en David John Moore Cornwell, su nombre real en la vida civil. Así mismo, cuando dice: ("Con frecuencia me han preguntado por qué elegí este ridículo nombre, ahí es donde la imaginación del escritor viene en mi ayuda. Me vi sobre el puente de Battersea, encima de un autobús, mirando a una sastrería... y se llamaba algo así, Le Carré. Esta historia ha contentado a todos durante años. Desgraciadamente, las mentiras nunca aguantan mucho. Últimamente he tenido unas terribles ganas de verdad. Y la verdad es que no lo sé"), está reafirmando con determinación el derecho a que su verdadera personalidd se disuelva, o cuando menos se termine edulcorando en medio de su grandiosa obra literaria.


   John Le Carré fallecía hace tres días a la edad de 89 años, muy bien llevados por cierto, al menos en cuanto a su capacidad mental para fabular, pues el año pasado aún publicaba Un hombre decente, obra que no desmerece del resto de sus trabajos. Pero, sin duda, lo que hace grande a Le Carré, es su trayectoria como escritor de historias con espías y espionaje, llegando a ser, con toda seguridad, uno de los arquetipos del género, elevándolo a la altura de otros como la novela negra o de terror. Y además le cabe el honor de haber moldeado con las manos del mejor escultor a uno de los personajes más celebrados de la literatura moderna: Jack Smile, acaso su alter ego. Gracias a Smile, Le Carré ha escritos algunas de las mejores novelas de espionaje del Siglo XX, como El espía que surgió del frío, El topo, La gente de Smile o La Casa Rusia, algunas de ellas llevadas a la gran pantalla, aunque la adaptación en el mayor de los casos no llega a ser tan afortunada como el modelo escrito.


        El genio creativo del británico -antes había experimentado, es de suponer, las mismas sensaciones  y vivencias al trabajar para el Servicio Secreto de Su Majestad, o Cuerpo Diplomático, como es conocido oficialmente (un puro eufemismo), de 1960 a 1964, plantea a lo largo de su obra la verdadera personalidad de un espía, los ambientes que suele frecuentar, o las misiones a las cuales debe incorporarse como uno más de los salvadores de "un mundo razonable". A la par nos descubre la cotidianidad de esa profesión tan fascinante como inaccesible. El espía pasa a ser -si uno lee sin ir más lejos El topo, para mí su mejor novela-, un hombre con un temple extraordinario, dispuesto siempre a pelearse con el fuego, deslizándose por el estrechísimo reducto de un alambre supendido en el vacío. Para sortear infinidad de trampas -propias y ajenas- a que es expuesto por su condición de agente secreto, se reviste de una coraza imperceptible para personas de a pie como nosotros, convirtiéndose en un ser humano de mil caras. Es, al fin y al cabo, en el menos estricto sentido de la palabra, aunque guarde ciertas similitudes, una rata de biblioteca, un héroe anónimo tratando por todos los medios de desentrañar el misterio más huidizo, o de descubrir quién es el infiltrado que trata de desestabilizar a Circus, como ocurre en este maravilloso libro publicado en 1974. A través de sus más de 400 páginas, El topo nos describe un mundo de cinismos, de intereses cruzados en medio de un ambiente frío, hostil y pavoroso, que nos obliga a reflexionar sobre otras realidades impensadas la mayor de las veces.    


     Se nos ha ido uno de los grandes de la literatura de espías y suspense, pero por fortuna nos deja el legado de su obra imperecedera; un ejemplo a seguir por quienes nos sentimos cautivados por el género. Quién sabe, tal vez algún día me atreva y aborde la escritura de una novela de espías, aunque seguramente no alcance ni de lejos el nivel de maestría del inglés.
 

viernes, 11 de diciembre de 2020

Personajes de allá (7)

 

Si hay vecinos, o había, que con su carácter expansivo y forma de proceder reanimaban la existencia adormecida de Villafranca, sin dudarlo, uno de ellos era M. Sus paisanos podíamos encontrárnoslo en cualquier parte, y si eso ocurría, nunca dejaba de dirigirte la palabra o cuando menos dar el saludo. Por su forma de ser y la variedad de actividades en las cuales ocupaba el tiempo, lo más razonable era tropezarnos con él en la calle, y con más frecuencia en La Plaza, el espacio donde mejor se sentía, departiendo e intentando informar de por dónde irían los tiros del fin de semana, para los niños y los más talluditos. Y si no se terciaba por ser lunes, o martes, o miércoles, cualquier acontecimiento era propicio para preservar la buena vecindad a partir del chascarrillo, o de la cortesía del encuentro; lo esencial era el intercambio de pareceres desde la afabilidad de la cual hacía gala permanentemente.



    La primera imagen que me viene a la cabeza de M. es de una foto en blanco y negro junto a otros hombres vestidos de negro riguroso (o eso se intuye a través de la instantánea), como de nazarenos, descendiendo la antigua escalinata de San Francisco. Portan un crucifijo, un paño presuntamente blanco y algún aderezo más que no recuerdo exactamente, ¿tal vez el féretro con los restos de algún hermano de la VOT? M. debía de estar familiarizado con los rituales mortuorios, porque otra de las imágenes inolvidables es la suya en la procesión del Santo Entierro portando el paso de la Urna. O la menos amable, es evidente, en su empeño por emular al forense de marras y anticipar con sus propias manos el veredicto exacto de la causa de fallecimiento.



    Claro que no siempre iba a apechugar con los negocios más lastimosos. Cuando llegaba septiembre, a M. se le dibujaba la alegría incontenible, pues muy pronto se iba a convertir, no ya solo en uno de los grandes protagonistas de las fiestas, sino en uno de los más afortunados al ser festejado por sus convecinos, como si se tratara del vencedor de las justas en la Edad Media. El día trece, a eso de las doce de la mañana, ensordecido por las campanas y atronado con bombas de gran palenque, Don Quijote iba a bailar como nunca lo hubiera imaginado el bueno de Cervantes, gracias al soniquete eterno de unas gaitas familiares y amigas. Don Quijote ha sido siempre la debilidad de los villafranquinos, pero no es menos cierto que esa predilección se debe en buena medida al buen hacer de M. emboscado bajo el telar y las cuatro piernas de madera. Entonces, al compás de los palillos de madeira, era capaz de danzar más rápido que nadie y mejor que ninguno, sin olvidar sus buenas carreras tras los rapaces, aunque en esa suerte lo aventajara el más gris de los gigantes.



   Aunque no sé por qué, a pesar de esa jovialidad luminosa y sencillez sin dobleces, a M. siempre lo identificaré con la anochecida, con aquellos bancos abandonados y las farolas delatoras de una plaza desierta y desamparada a esas horas que presagian la madrugada. Su quehacer semanal más significativo, y añadiría que gratificante, se circunscribía a aquel espacio de fantasía ideado para hacer soñar a todos por igual: El Cine. De muy niño ya frecuentaba el recinto edificado en principio para las representaciones teatrales, sentándome en una de las descoyuntadas butacas y aguardando impaciente a que al fin se hiciera la oscuridad. El objetivo primordial era observar con detenimiento las maniobras del pistolero bueno que concluían por norma general con aplausos atronadores de la chiquillería, y que harían de la tarde del domingo el tiempo perfecto para fantasear. Aunque algunas veces, entre tiros, el rescate de la joven o el atraco al banco del pueblo más polvoriento del Oeste, surgía la linterna acusatoria de M. para silenciar a los más charlatanes, o refrenar a alguien que se estuviera pasando dos pueblos con las pipas. Claro que si había un corte prolongado, el espectáculo terminaba degenerando en una algarabía imposible de apaciguar, aún con todas las luces encendidas. Así eran las sesiones dominicales de las tres de la tarde propuestas para todos los públicos y especialmente para la chiquillería.



  Y luego estaban las sesiones golfas, o mejor decir las no toleradas, esas que estaban vedadas a cualquier chiquillo menos a mí, un privilegio -también el de la entrada gratis- dado por razones de doble parentesco con los taquilleros, ¡qué tiempos! Cuando acudía con mi madre a la sesión de la tarde y en contadas ocasiones a la de las 22:45 -esto ocurría mayormente en tiempo de verano o durante las vacaciones de Navidad-, yo deseaba para la entrada el encuentro con M., pues si topábamos con la figura uniformada de P., me imponía lo indecible, mucho más cuando nos advertía de que no era tolerada. Tratando de no llamar demasiado la atención del público, mi madre aguardaba a las indicaciones de M. para tomar asiento una vez comenzado el NO-DO, casi siempre en la primera platea de la izquierda, si estaba vacía. Y si no era el caso y el resto de las más próximas permanecían ocupadas, mi madre me sentaba en su regazo, casi siempre en un segundo término. Desde esa atalaya miraba asombrado la sucesión de imágenes que en nada o en muy poco se parecían a las prescritas para niños como yo. En esas sesiones a horas contraindicadas, comencé a sentir una atracción irreparable por el Sèptimo Arte, aunque la mayoría de las veces no entendiera muy bien el sentido de la acción ni cuanto se decían los protagonistas si las balas y asesinatos correspondían a una cinta de cine negro, por ejemplo. Lo cual -asistir a las sesiones para adultos- era la pura contradicción teniendo en cuenta que por la tele, si aparecía un rombo, era suficiente para enviarme a la cama con un beso y el consabido hasta mañana.
  
  Supongo que allá donde esté M., seguirá con su empeño de guiar a través de su linterna a los más rezagados, con el propósito de que disfruten una y mil veces de infinitos pases, y yo le agradeceré eternamente su pequeña pero insustituible contribución para que me haya convertido en un cinéfilo empedernido.

martes, 10 de noviembre de 2020

Últimas tardes con Teresa

   Juan Marsé falleció el pasado 18 de julio (caprichos del destino esto de las fechas). Quien fuera uno de los máximos exponentes de los literatos de la generación del 50, no se convirtió en figura esencial de las letras catalanas hasta que en 1965 se hizo con el premio Biblioteca Breve, siendo publicada su exitosa tercera novela un año después por la misma editorial, Seix Barral. Últimas tardes con Teresa supone para Marsé entrar de lleno en el escalafón de los escritores que con mejor fortuna han diseccionado el panorama de postguerra catalán, y eso sin necesidad de abandonar casi nunca su barrio de la infancia, hoy ya desaparecido: el del Guinardó. Él, que fue hijo adoptado y que vivió allá los primeros años de su existencia, traslada parte de sus vivencias a las páginas de esta novela extensa e intensa, convirtiendo a Manolo, un charengo de Murcia, en el personaje esencial, el de Pijoaparte, que es el protagonista sin discusión; por tanto, y tomándome licencia, tampoco hubiera sido un mal título El canto de cisne de Pijoaparte.


  

        La novela aborda la compleja relación de pareja entre Manolo Pijoaparte y Teresa, dos jóvenes que proceden de mundos opuestos. El murciano es un ladronzuelo de motocicletas que no quiere la seguridad de un empleo mal remunerado y prefiere el riesgo. Teresa es una universitaria burguesa con ideas avanzadas y que piensa en su Manolo como alguien involucrado en política y con conciencia social, lo que facilita el comienzo de un noviazgo cogido con alfileres. Pero antes, Pijoaparte tiene que seducir a la criada de la casa paterna de Teresa, amiga y confidente al tiempo de esta,  con el fin de alcanzar los favores de la burguesita. Cuando la criada cae enferma, Teresa y su pretendiente empiezan a compartir charlas y paseos a partir de las visitas diarias al hospital que ambos, por un motivo u otro, hacen a Maruja. Con el fallecimiento de la sirvienta, los jóvenes terminan por intimar; pero no deja de ser un affaire que nace de una curiosidad compartida aunque no idéntica, pues Pijoaparte solo pretende huir de la miseria, mediocridad y el anonimato, mientras Teresa anhela dejar de ser una teórica de la acción política y convertirse en una activista gracias a un hombre como Manolo, al cual cree significado luchador obrero.



    Como muchas de sus novelas posteriores, Últimas tardes con Teresa fue llevada al cine en 1984 de la mano de Gonzalo Herralde. Como ocurre casi siempre, la adaptación no fue tan atinada como el original; no obstante, sí que hay una clara intención de reflejar los estratos sociales, además de los ambientes por donde transita la acción. En la cinta apenas hay espacio para las subtramas, como la de la relación entre Pijoaparte con Maruja, o la otra circunscrita a la supervivencia, y que se hace tan complicada como provechosa entre el charnego y El Cardenal. La película finaliza, como no puede ser de otra manera, cuando Manolo es detenido por la policía tras denuncia de una despechada Hortensia, la sobrina de El Cardenal. La novela tiene otro final, aunque no menos agrio, después de una temporada en la cárcel del ladrón de motos. Ya libre de condena, Manolo trata de retomar la relación con Teresa, pero esta parece haberlo olvidado por completo.



  Esta novela de Marsé sería más tarde superada por otros trabajos suyos posteriores, como La muchacha de las bragas de oro (1978), El amante bilingüe (1990), El embrujo de Shangai (1993) o Rabos de lagartija (2000). A pesar de ello, de adolecer de cierta retórica, la historia que nos cuenta tiene sus puntos fuertes que no hacen decaer la trama en ningún momento. Sin embargo, bajo mi modesta opinión, hay una virtud por encima de las demás, y no es otra que la facilidad e interés de Marsé en demorar el desenlace y los intrincados senderos hasta alcanzarlo, de forma y manera que uno siempre se imagina aquel pero en otras circunstancias, circunstancias pospuestas una y otra vez hasta dejar desorientado al paciente lector, que confiado en la sencillez casi lineal del argumento, se deja engañar una y otra vez, dejándole espacio para imaginar de nuevo el porqué de la ruptura definitiva, algo que se antoja inevitable. 


   En resumidas cuentas, se trata de una novela muy recomendable para introducirse en el universo Marsé, y en un periodo tan trascendental de la vida española como fue el de la postguerra en Cataluña.







 

martes, 6 de octubre de 2020

Donde las dan, las toman

 

         
           
 Doña Chelo estaba allí, abobada, delante de la tele, sin dar crédito a cuanto estaba escuchando. Su antigua asistenta y mujer de confianza hasta hacía poco más de un mes, largaba sin parar en cuanto el grupo de periodistas le apretaba demandando más carnaza: <<Por supuesto que lo puedo probar. Aquí tengo una nota escrita de su puño y letra. >>. << ¿Y qué dice? ¿Por qué no la lees para que toda España lo sepa?>>. Doña Chelo cerró los ojos para no ver la cara de Salud mientras leía el manuscrito; le sobraba con escuchar la ominosa demanda pidiendo favor: <<Para esta noche necesito acción, así que encárgate de traerme un hombre resistente y cariñoso, un gigoló de empaque. Le puedes citar para las diez. Salud: estaré toda la tarde fuera por visita al dentista, y luego de compras al Corte Inglés. Un beso, Chelo>>.


  Apagó el aparato al no estar dispuesta a soportar el chaparrón de críticas que se avecinaba de sus compañeros de profesión, algunos de los cuales hasta habían compartido tertulia con ella en los platós de las cadenas dedicadas al suculento negocio del marujeo. Pero solo fueron cinco minutos de desconexión, los que tardó en descolgar el teléfono y contestar a su prima Augusta, que le advertía de la verborrea de la invitada, hablando en ese preciso instante de su desmedido apetito por los hombres: <<Vamos, si mi ex jefa no alcanza la condición de ninfómana, es por su estatus de estrella mediática>>. Debía encender el aparato de nuevo y escuchar con atención a todo cuanto se dijera, para al día siguiente emprender acciones legales contra la elementa. <<¡Se merece una denuncia en los juzgados de Plaza Castilla!>>, le indicaba la parienta de Toledo.



  Consuelito, como la llamaban de jovencita, no siempre había sido tan popular entre los mentideros de la prensa escrita y audiovisual, a no ser los propios de su barrio, en la zona más industriosa de Getafe. Sin ser una guapura, tenía el tipo para envidiar y sobre todo una simpatía que encandilaba en cuanto charlabas un rato con ella; enseguida, a la mínima ocasión, te festejaba con una sonrisa irresistible. Consuelito probó primero en las pasarelas de las cercanías, por si podía vivir de los desfiles de moda. Sin irle mal del todo, ganó algunos cuartos, que no eran suficientes para vivir sin apreturas; así que se empeñó en dar el salto a la gran ciudad. Allí en Madrid conoció a gente dispuesta a ayudarla, aunque advirtiéndole del serio inconveniente de su mediana estatura para convertirse en una más del prêt-à-porter.


  Cuando al fin cayó del guindo de la inutilidad de más sacrificios, Consuelito decidió convertirse en actriz y acudió a cursos de expresión corporal, de dicción y de artes escénicas. Llegó a representar en el escenario Un marido de ida y vuelta, Anacleto se divorcia, y alguna otra obra en tono más dramático; incluso se prestó a salir desnuda en un corto de un antiguo compañero suyo de colegio; mas, todas las probaturas habían terminado en una indiferencia generalizada. <<Lo tuyo no son los escenarios. Tampoco la cámara te quiere>>, le decía su prima de Toledo. << ¿Por qué no pruebas a utilizar tus encantos personales y das caza a algún hombre con posibles?>>. Dicho y hecho. Comenzó a frecuentar con asiduidad las discotecas y clubs de ocio más populares de la capital, pues para el bailoteo y las relaciones humanas no era manca.


  Una noche de sábado, recién cumplidos los veinte, mientras meneaba el esqueleto en la disco más chip, alguien que parecía excesivamente jovial y dicharachero se le acercó por la espalda y le susurró algo al oído. Consuelito se giró dispuesta a arrearle un bofetón, pero en cuanto se topó con la figura magra y agitanada del célebre Rafaelillo de Ayamonte dejó caer la mano y permitió que la acompañara en las sacudidas espasmódicas, haciendo piña junto al resto de circunstantes que jaleaban cada canción tramada por el pinchadiscos. Después del baile, es fácil imaginar, vino una cena de campanillas y luego una madrugada de ensueño en una de las suites del hotel Adagio. Era por San Isidro, y al día siguiente el maestro andaluz tenía faena en la plaza de las Ventas. Naturalmente, Consuelito asistió al coso taurino a invitación del diestro. El segundo toro -al cual le cortaría posteriormente las dos orejas- se lo brindó a la joven, sin dar crédito esta a cuanto estaba ocurriendo a su alrededor: una multitud aplaudía la ocurrencia del torero ante una desconocida con buena presencia.


  Se sucedieron entonces largos meses de noviazgo, la certeza a medio plazo de un enlace entre el soltero de oro de la tauromaquia española con una encantadora joven de origen poco veraz, amén de ir peinando la zona más selecta del centro madrileño para dar con un inmueble acorde a la condición de celebridad del diestro. Cuando lo del matrimonio iba tomando fuerza, la pareja fue invitada a un programa rosa en horario de máxima audiencia, en la televisión privada de más predicamento. Hablaron largo y tendido de sus proyectos para cuando llegara el día: de tener al menos tres hijos, de quedarse a vivir por siempre en Madrid, e incluso de la retirada de Rafaelillo en cuatro o cinco años. Pero a Consuelito, mientras llegaba el día del casamiento, se le había inoculado la necesidad de dedicarse al periodismo sensacionalista en algún canal de televisión. Eso de pisar un plató, de mantenerse en candelero, de ser jaleada por la concurrencia, de estar en boca de todos, era para ella una fiesta continua; y si no había nacido para modelo o actriz por circunstancias ajenas a su voluntad, al menos podría ser reverenciada por la plebe, pues Dios para eso la había obsequiado con el don de gentes.


  La boda, un bodorrio calculado para quinientos invitados, con ceremonia religiosa en la Catedral de la Almudena y un viaje de novios de un mes a través de las islas del Pacífico Sur, se celebraría en seis meses, recién entrara la primavera, aunque finalmente no llegó a concretarse jamás. Consuelito se quedó embarazada de dos, y eso era argumento de peso para posponerla; si bien para entonces, cuando el tambor se visualizaba a larga distancia, el padre de las criaturas se había distanciado de la joven hasta el extremo de que las malas lenguas periodísticas vaticinaban la ruptura inminente, al presuponer la existencia de un nuevo noviazgo del torero con una mujer de más altura, más cultivada y con más elegancia que la de Getafe.


  Los malos augurios se confirmaron al nacer dos churumbeles en el hospital Primero de Octubre, y no acudir el diestro, en ningún momento, para conocer a sus dos hijos. No es que renegase de su nueva condición de padre, ni mucho menos, pues ante cualquier pregunta al respecto, él mostraba su orgullo y la disposición inmediata para pasar una suculenta pensión a la nueva prole; había otras cosas imposibles de sacar a la luz por corresponder al ámbito estrictamente privado.


         
     Consuelito ocupó los primeros meses de su maternidad en criar a los gemelos, sin preocuparse de las elucubraciones de los reporteros en cuanto a la ruptura. Fue más tarde –tal vez avivado el adormecido estímulo de dedicarse al periodismo del cotilleo-, casi al año del parto, cuando, sin nadie esperarlo y un tanto olvidado el contencioso que habían alimentado los medios de comunicación, la joven apareció en las pantallas de media España para dar su versión de los hechos, a cambio, eso sí, de una pasta gansa. Durante cuatro horas -previa introducción de la historia a cargo de  una de las colaboradoras del programa, por si alguien no estaba al corriente de los pormenores-, Consuelito –a la cual, todos, sin distinción, se dirigían llamándola Consuelo, por aquello de la maternidad, es de suponer- contestó a cuantas preguntas se le hacían, incluidas las más escabrosas, y hasta las lanzadas desde el graderío por las gentes invitadas a la función.


  La velada se convirtió en un rotundo éxito, alabando los periodistas de turno su franqueza, la naturalidad mostrada a cada momento y condenando a los infiernos de rebote al antiguo pretendiente. Así que tras su presencia en el canal de televisión, enseguida vino la exclusiva de un amplio reportaje gráfico en la revista del corazón con más tirada del país, el amago por parte de un partido político para llevarla en su lista a las elecciones autonómicas, además de la propuesta para grabar los anuncios de un cosmético y de una bebida isotónica. Para entonces, gracias a los pingues beneficios de entrevistas posteriores, Consuelo vio hecho realidad el sueño de su adolescencia: no solo había aumentado el volumen de sus pechos hasta alcanzar dimensiones parejas a los de Dolly Parton, también se había operado de pómulos, nariz y labios. No obstante, con el devenir de los meses, la repentina popularidad de Consuelo iba languideciendo con la misma celeridad con que el padre de sus hijos adquiría el protagonismo supremo de haberse convertido en el primero del escalafón, habiendo cerrado el año con ciento sesenta festejos taurinos. El ostracismo duró hasta que una revista del corazón se hizo eco de la primicia, tal vez la primicia de la primavera recién estrenada <<Al celebérrimo pintor Asdrúbal Torcal se le relaciona con Consuelo Díaz Domínguez, la reina del cotilleo hasta no hace tanto tiempo. A ambos, como pueden apreciar en la foto superior, se les ve muy amartelados a la salida de un popular restaurante en el barrio de Salamanca>>.


 
     
 Punto por punto se repitió la misma historia sentimental protagonizada antes por Rafaelillo de Ayamonte y una Consuelito entonces anónima, si bien esa vez el desenlace fue ante el altar mayor de la iglesia de San Jerónimo. El matrimonio duró un lustro, hasta que Asdrúbal, convertido en uno de los cinco pintores más cotizados del mercado nacional, por imperativos de índole económica –una suculenta oferta para decorar los interiores de una nueva iglesia de confraternidad en el barrio del Bronx- se vio abocado a ausentarse de España el año largo. Consuelo no quiso saber nada de mudanzas, pues estaba hecha a la vida en la capital, y tampoco quería que sus hijos cambiasen de colegio o de compañeros. También los padres tiraban de ella para evitar un disparate tan grande como irse a vivir a la ciudad de los rascacielos. Por su parte, Asdrúbal no insistió demasiado en la persuasión. Habían pactado un viaje al mes, algún fin de semana, y cuando el trabajo fuera menor o atravesara un periodo de nula inspiración. Los viajes, es cierto, los hacía puntualmente, hasta que al sexto mes dejó esa vocación de los aviones y ya no regresó jamás, como no fuera tiempo después para firmar los trámites del divorcio. Él había conocido a una americana, una universitaria muy prometedora en el terreno de las bellas artes, a tenor del historial académico, donde la nota media jamás había bajaba del notable.


  A diferencia de la primera vez, Consuelo, o Chelo Dido, como empezó a autodenominarse tras contraer matrimonio con el pintor, acudió a los platós del mismo canal de entonces a las primeras de cambio, cuando le untaron con trescientos mil euros para que hablase sin tapujos durante tres horas. Allí soltó toda su verdad: la real y la inventada; en resumidas cuentas, todo cuanto el respetable público quería escuchar de la mujer engañada. Asdrúbal, como había hecho unos años antes el diestro de Ayamonte, no quiso entrar al trapo, eso a pesar de propuestas económicas difíciles de rechazar. Prefería la distancia, para no convertir aquello en un circo mediático donde los trapos sucios se lavan de cara al público. Chelo se justificaba: <<Asdrúbal conoció a mitad de año a una joven estudiante. Le propuso ser modelo de sus bocetos, y hasta ahora siguen juntos. No es necesario ser un lince para descubrir en medio de las paredes de la iglesia, entre  los rostros de alguna santa, el semblante de Natalie. Enseguida, eso se lo agradeceré siempre, nos pusimos de acuerdo para divorciarnos; nuestra vida en común ya no tenía sentido alguno. Ni siquiera nos planteamos una reconciliación. Durante todo ese tiempo, antes de que Asdrúbal conociera a su mujer, yo jamás le fui infiel; ahí está Salud, mi asistenta, para confirmar cuanto estoy diciendo>>.


  Desde ese momento se convertiría en asidua de la prensa del corazón, mostrándose feliz de poder realzar el palmito con prendas insinuantes en cualquier plató o reportaje gráfico de las revistas con más raigambre. Fue tanta la popularidad adquirida e intenso el empeño por conseguirlo que, a pesar de no haber cursado jamás los estudios periodísticos, finalmente se hizo con una plaza de contertulia estable en uno de los programas de máxima audiencia de un canal privado.


 
     Con el transcurso de los años y de la experiencia adquirida, doña Chelo Dido se erigió en una consumada entrevistadora, además de especialista en husmear en rincones insospechados a fin de alcanzar la primicia deseada. Había adquirido tal notoriedad entre los compañeros de profesión que, cuando ella tomaba la palabra, nadie osaba quitársela por temor a una salida extemporánea de su afilada lengua. El público asistente a los shows televisivos no dejaba de aplaudirle: una soflama en contra de alguna famosilla o pelandusca, y la concurrencia se venía arriba. Se encendía con facilidad si la ocasión se la pintaban calva, poniendo en su sitio a alguna dama descocada que se ocupaba muy poco de los hijos, y más de ir a la tele para airear las infidelidades de su hombre. Casi siempre conseguía llevar a su terreno a la persona invitada, hasta el punto de que terminaba por perder su credibilidad ante los argumentos de peso esgrimidos por la seudoperiodista delante de un micrófono.


  Por si no era suficiente la facilidad de palabra, doña Chelo mantenía a buen recaudo, con una discreción absoluta, su privacidad y la de sus dos hijos –metidos a arquitecto uno y a médico forense el otro-. Su vida particular era tan diáfana que jamás se le volvieron a conocer compañeros sentimentales ni matrimonios secretos. Su vida, al menos para los seguidores del programa donde ella era más popular que el mismo presentador, se había transformado en un ejemplo de perfecciones.


  Doña Chelo rumiaba la posibilidad de la querella para el día siguiente, mas no tenía la seguridad del éxito. Entonces pensó en telefonear al programa y desmentir toda la información, en poner en su sitio a aquella desagradecida; sin embargo, desistió en cuanto el periodista de turno la incitaba a proseguir en la lectura de otra nota manuscrita más explícita, de la cual apenas se acordaba.


  <<Toda España está esperando a esa frase final de la posdata. Léela y no nos mantengas en vilo por más tiempo>>. Doña Chelo cerró los ojos y escuchó con atención: <<Posdata: Recuerda que mañana cumplo los veinticuatro y mi marido está en Granada con la dichosa exposición. ¿Por qué no intentas traerme al machote del mes pasado, el rubiales de Alcorcón? Si no es posible, me conformo con algo parecido>>.


  La lectura fue tan demoledora que hasta algunas personas del público asistente hicieron un conato de abucheo, enseguida refrenado por el presentador del programa, el cual, a un tiempo, invitaba a la celebridad a ponerse en contacto, por si quería decir alguna cosa en su descargo. Ella siempre había jurado y perjurado haberle sido fiel a su marido, incluso en la ausencia; y además, nunca había dado pábulo a la mínima insidia gracias a su vida ejemplar. El presentador del show no solo no se conformaba demandando un pronunciamiento telefónico de doña Chelo Dido, además lanzaba un órdago a los dos antiguos hombres de su vida para acudir al programa y relatar su versión de los hechos.


 
         
En esas sonó el teléfono de nuevo. Era la prima Augusta desde Toledo, pero esa vez no quiso contestar, porque la parienta iba a plantearle un interrogatorio en tercer grado y por el momento no estaba dispuesta a admitir la cochina verdad. A los pocos minutos de la llamada sonaba de nuevo el aparato. Esta vez se trataba de Christian, uno de sus hijos, que le llamaba desde su casa en Valencia. Estuvo a punto de coger el aparato, pero en un último momento se contuvo. Antes debía reflexionar en profundidad sobre los pasos a seguir, pues uno en falso podría costarle daños irreparables para el resto de sus días. Enseguida se sucedieron las llamadas: primero la de Carla, su mejor amiga, más tarde la de una revista del corazón, luego la de un desconocido y finalmente la de su secretaria. A ninguna contestó, por estar alterada, incapaz de asimilar la nueva realidad de su existencia. El corazón se le aceleraba, al tiempo que rememoraba la lamentable escena del mes anterior, cuando había descubierto a Salud husmeando en el joyero del aparador. Una semana antes había desaparecido del mismo el collar de perlas, sin que esta asumiera el delito del hurto. Salud le había suplicado, apenas unos días antes, un préstamo de cincuenta mil euros para hacer frente al primer pago a la clínica de Boston donde su hermano había sido operado con éxito de un trasplante de médula, sin el cual no hubiera sobrevivido a una leucemia diagnosticada a tiempo. Había sido una estúpida despidiéndola y no asumiendo el riesgo de la no devolución del dinero; esos malditos euros no eran nada comparado con el daño irremediable que le acababa de hacer. Ahora comprendía su desesperación, hasta el punto de dejarse caer en brazos de la prensa más frívola con tal de conseguir liquidez.


  El programa había concluido. Se disponía a telefonear a su abogado para concretar una cita ineludible, a fin de ultimar recomendaciones y los pasos a seguir en adelante. Cuando estaba mirando en la agenda el número del picapleitos, sonó el aparato. Inconscientemente, sin saber el número reflejado en el digital, lo cogió con el pecho sacudido por una tamborrada:


  - Diga.
  - ¿Es Chelo Díaz Domínguez, o sea, Chelo Dido?
  - Sí. ¿Qué quiere?
  - Solo es para recomendarle una cosa.
  - ¿Quién es usted?
  - Eso no importa. Ahora, por su bien, escuche con atención.
  - Adelante.

  - Si en una semana no paga a Salud la cantidad de trescientos mil euros, habrá cometido un error imperdonable.
  - Usted delira.
  - Si no lo hace antes del martes próximo, Salud llevará el DVD a cualquier canal dispuesto a pagar mucho más dinero, y toda España podrá ver las imágenes que son tan comprometedoras para usted.


  Finalmente, doña Chelo no llamó a su abogado. Quedó de acuerdo en hacer una transferencia bancaria a la cuenta que le había indicado el extraño; aunque antes, para comprobar que no se trataba de ningún farol, demandó una copia del disco. A la mañana siguiente encontró un sobre dentro del buzón con la copia reclamada. Le faltó tiempo para poner en marcha el reproductor y sentarse en la butaca más próxima a la pantalla. Pronto, horrorizada, comprobó, con pocos pelos y muchas señales, el affaire amoroso, por no llamarlo revolcón a tres, en el cual, a ratos, también participaba la misma Salud. Y es que el antojo para aquel mismo cumpleaños de los veinticuatro no fue otro que un joven y enorme hombre de color, por tener compromiso el rubiales. Con la emoción inesperada de un maromo así y la abundancia de champagne francés, a doña Chelo se le había encendido la bombilla, proponiendo el disparate de que Salud no solo grabase los pormenores, sino que se uniera a la fiesta para compartir a aquel monstruo de la naturaleza de origen congoleño. Los tres estaban tan alegres que las apetencias de cualquiera de ellos se ponían en práctica al instante.


 
        En resumidas cuentas, la antigua asistenta y mujer de confianz, estaba dispuesta a todo con tal de hacer frente a los futuros desembolsos económicos. Atando cabos, empezaba a darse cuenta muy tarde de la inteligencia de aquella, pues, no solo se había atrevido a hurtarle el collar hacía nada, sino que muchos años antes, mientras ella dormía a pierna suelta la resaca del cumpleaños, se había  curaba en salud, aprovechando el tiempo para hacer una copia de la película con excesos, por si un día le venían mal dadas. Y ella que creía que no había llegado a verla jamás; porque a la tarde, más despejada y arrepentida de la ocurrencia, lo primero que había hecho era sacar la cinta de la cámara y guardarla en su mini secreter -oculto tras uno de los cuadros de Asdrúbal-, mientras Salud dormía a pierna suelta en su cama de soltera, o al menos eso parecía. Seguramente no había estado tan borracha como parecían indicar sus movimientos desinhibidos y torpones de aquella antiquísima noche.


   


(Corresponde a mi libro de relatos Teórica del fuego, publicado en 2018).

 

 

 

domingo, 6 de septiembre de 2020

Pedazo de banda

  No sé cuántas veces he dicho ya que Ciutadella tiene la fortuna de contar con una banda digna de respeto y admiración. No me cansaré de decir que con cada concierto, la banda que dirige con tanta mestría como gusto, Joan Mesquida, el colectivo que la integra se supera como si estuviera, actuación sí, actuación también, en una carrera de obstáculos donde los últimos siempre son más dificultosos que los anteriores.


  Con una puesta en escena nada tumultuosa, acorde a los tiempos de esta lacra que nos ha tocado vivir llamada COVID-19, el público asistente, al lado mismo del Castell de Sant Nicolau, asistió a una velada musical donde predominó la música soul y funk más que en anteriores audiciones, también, aunque en menor medida el swing. Y si esas variantes musicales fueron posibles, en buena medida se debió al trio de vocalistas -todas magníficas-, sin que uno sepa decantarse por una u otra.  Al principio comentaba que daba la sensación de que la banda estuviera inmersa en una carrera de obstáculos cada vez más dificultosa conforme se acerca la meta. Como ejemplo de lo que digo está el tema Respect, de 1967, y que inmortalizó Aretha Franklin. La Banda adaptó la canción en al menos un recital anterior; sin embargo, ayer sí se pareció mucho más al original de la americana.


  A lo largo de la actuación no faltaron los guiños a artistas como Jackson 5, Stevie Wonder, Peggy Lee/Michael Bubble (Fever), la mencionada Aretha Franklin por partida doble, etc., poniendo de manifiesto por enésima vez la versatilidad del conjunto para sumergirse en cualquier corriente musical, además de la sapiencia y conocimientos de Joan Mesquida a la batuta, sabiendo en todo momento el terreno que pisa en cada corte musical para adaptarlo a su gusto. Para mí, sin ir más lejos, uno de los grandes aciertos es que la guitarra eléctrica, en otras ocasiones, y por necesidad, asumiendo un papel protagonista, ayer noche se quedara en un segundo plano, dando preponderancia a la sección de metal. Es un detalle que no pasa desapercibido y que ayuda a comprender la verdadera dimensión de esta agrupación que para si quisieran muchas ciudades más conocidas y populosas.

miércoles, 8 de julio de 2020

Valencia C.F., 100 años, 2 meses y 7 días después

Fidelidad sin límites


   Los cromos. Con 10 años, viviendo en provincias y sin apenas partidos televisados a través de aquellos toscos aparatos en blanco y negro, fueron los cromos los que me empujaron a elegir al Valencia CF. A lo largo de mi vida han sido infinidad de personas las que me han preguntado y aún lo hacen en cuanto a mi fidelidad inquebrantable, extrañándose de que alguien nacido en el noroeste español, rayando con Galicia, no hubiera preferido ser del Madrid, Barcelona, Atl. Madrid, Ath. Bilbao, y sí del Valencia CF, un club que en mi tierra –ahora menos- les sonaba a lejano y exótico: <<Al menos podrías haber escogido al Deportivo, como tu padre>>, me decían los amigos futboleros más desapasionados.

  Aquella colección Disgra de la editorial FHER, sita en la calle Gordóniz 44 de Bilbao, y que todavía conservo, era la primera que hacía de cromos futbolísticos. Como el resto de equipos, el Valencia CF estaba representado por 16 jugadores: Abelardo, Tatono, Aníbal, Sol, Vidagañy, Jesús Martínez, Antón, Claramunt I, Lico, Paquito, Forment, José Ramón Fuertes, Pellicer, Sergio, Valdez y Claramunt II. Conseguí hacerme con los de todos ellos menos con el del gran Abelardo. A esos 16 deberían de haberle añadido los de Meléndez, Cota, Barrachina, Adorno, Uriarte II y Quino, que completaban la plantilla del Club en la temporada 1971-72.

  ¿Cómo se produjo el flechazo? Con certeza no lo sé argumentar. Supongo que lo más “razonable” leyendo y visualizando a los Pirri, Amancio, Rexach, Asensi, Gárate, Luis, Iribar o Rojo I, que representaban a equipos con más tradición y títulos, habría sido escoger el camino facilón, pero yo siempre he huido de las unanimidades, y es posible que a mi corta edad ya fuera “políticamente incorrecto”. También es cierto que el Valencia CF era el vigente campeón de liga y algo tuviera que ver con la predilección, si bien en esa etapa de mi niñez no llegaba a entender del todo el alcance real de una gesta tan brutal como es ganar la liga.

  Así que puestos a contrastar, las figuras de Sol, Jesús Martínez, Claramunt I, Paquito o Valdez, aguantaban bien el tipo. Y si algunos otros podían transmitir escaso nombre, cierta bisoñez o blandura, ahí estaba el patilludo Antón, el melenas Lico o la mirada retadora de Aníbal, reclamándome su atención, a la cual obedecía con idéntica pasión a la que ponía jugando al fútbol, si bien haciendo gala de mi innata torpeza, a pesar de querer emular a un magnífico jugador como era Jesús Martínez. No obstante, enseguida sufrí la primera decepción. El 8 de julio de 1972, nuestro Valencia perdía la final de Copa frente al Atl. Madrid por 2 a 1. Por tercer año consecutivo se quedaba a las puertas de su conquista.

  Para dar continuidad a mi fe en el equipo levantino, y sin otras herramientas a utilizar, la radio fue el primer instrumento a través del cual sondeaba la salud deportiva de cada jugador, anotando en un cuaderno, primero los goles de cada uno de ellos en el campeonato liguero, y pocos años después sus partidos. Así que esa información tan precaria de hace cuarenta y muchos años, quién lo diría, se convirtió al transcurrir de los años en el germen de esta obra exhaustiva que maneja miles de cifras y un montón de estadísticas.

  Luego vino Kempes y con él la retransmisión de partidos con más frecuencia. Por tanto, la información empezaba a ser más fidedigna, además de acceder a periódicos y/o revistas de prensa como Marca, As o Don Balón –medios como Las Provincias o Diario de Levante, me estaban vetados al desconocer su existencia, y por obvias razones de ubicuidad, con el añadido de que entonces no existía Internet ni red social alguna-, que sin profundizar en la información con tanto afán como lo hacía al referirse a otros equipos grandes, sí me permitía tener una visión más global de mi Valencia. Bien es cierto que un poco antes de la irrupción del Matador había descubierto el anuario Dinámico de Tomás Tocino e Hijos, otro instrumento utilísimo para indagar en la historia de nuestra entidad, aunque fuera con cuentagotas.

  Desde entonces ha transcurrido mucho tiempo y ¡tantas cosas!, buenas unas, no tanto otras, que sería impensable no haber aprovechado la curiosidad, la madurez y las muchas herramientas que he tenido a mi disposición para concluir esta ambiciosa obra que ha ocupado buena parte de mi vida; un trocito de la existencia muy instructivo y ciertamente provechoso que me ha hecho crecer como persona, no en vano, la tarea la he realizado con tanto rigor como pasión.

  La pregunta recurrente podría ser: ¿para qué escribir un nuevo libro sobre el Valencia CF? O mejor decir: ¿por qué cuando eliges a un equipo es para toda la vida? En la salud, en la enfermedad, en la riqueza o en la pobreza, uno jamás lo abandona, algo que no ocurre en un matrimonio canónico, ni en un partido político, en la profesión que hayas elegido, ni, a veces, en la más profunda de las amistades. ¿Por qué será? Yo no tengo una respuesta clara. Lo que sí digo es que, como ejemplos, durante las dos ediciones de Champions que fuimos subcampeones, esos dos inviernos con sus correspondientes primaveras disfruté como muy pocas veces, hasta el punto de recordarlas con añoranza, a pesar de las derrotas finales. ¡Y qué decir de los cursos 2001-02 y 2003-04! Durante 9 + 9 meses gocé como el más inocente de los niños, con las mascletás finales cargadas de una dicha y orgullo indescriptibles. O los espacios más cortos de felicidad impagable de las finales de Copa de 1979, la de Kempes; la protagonizada por Mendieta y Piojo López en 1999 y la del pasado 25 de mayo de 2019 con la victoria sobre el Barcelona. Esas gestas, esos hitos que hacen dichosos a miles de valencianistas, no tienen precio. Ahí puede estar una de las claves de la fidelidad eterna; aunque a veces, el equipo te decepcione hasta el punto de dejarte mal cuerpo por unas horas, ¡o días! Al decir esto, sí cobra sentido la creación de una nueva obra para los valencianistas, convirtiendo esas y otras muchas gestas en puras estadísticas, algo que a mi modo de ver nunca antes se había tratado en profundidad.

  Hasta los 27 no tuve la fortuna de disfrutar del equipo en directo. El 21 de mayo de 1989 acudía al antiguo Carlos Tartiere para ver al Valencia CF empatar a cero con el R. Oviedo. A pesar de la dicha, poco tiempo después comprendí que no era la misma si veía al Valencia en nuestro propio feudo rodeado de la afición, algo que he repetido sin la asiduidad que hubiera deseado, pero sí la suficiente para considerar a Mestalla mí segunda casa. Me gustaría acudir cada fin de semana al feudo valencianista y departir con los viejos aficionados del Valencia, esos que guardan en sus cabezas pequeñas enciclopedias de hechos trascendentales, anécdotas, efemérides, siendo a un tiempo reputados cronistas del devenir de la Sociedad; pero viviendo en Menorca por razones familiares y profesionales es complicada la asistencia. Al fin, el 14 de octubre de 1990, hacía realidad dos de mis sueños: conocer Valencia y asistir al Luis Casanova –por entonces aún mantenía el nombre del mejor presidente de la entidad-, donde el equipo se enfrentaba al Cádiz. Los valencianistas ganaron 2 a 1, con sendos goles desde el punto de penalti de un tal Lubo Penev, el cual reaparecía tras una corta lesión. El Valencia del maestro Víctor Espárrago jugaba con: Ochotorena; Quique, Voro, Arias, Giner; Bossio, Tomás, Nando; Toni, Penev y Eloy. Más tarde saldría Camarasa en sustitución de Nando y Fenoll por Toni. La desgracia es que, por lesión, me quedaba sin ver a mi ídolo, el maestro Fernando Gómez Colomer.

   En los momentos donde el juego estaba detenido, yo, neófito en esto de la liturgia mestallera, buscaba incansable la silueta del gran presidente Don Arturo Tuzón, que se sentaba en el palco presidencial justo al frente donde yo me ubicaba, a 100 ó 120 metros. Y es que yo no concebía algo tan grande como el Valencia CF sin su salvador, un señor como la copa de un pino que en apenas 4 años había reflotado a la Sociedad al borde de la quiebra, ascendiéndola a Primera División y haciéndola subcampeona de liga un año antes. Desde entonces, repito, he acudido a otros partidos, de los cuales no se me olvida el que disputó contra el Ath. Bilbao el 7 de diciembre de 2003. El Valencia del triunfal Rafa Benítez se impuso por un ajustado 2 a 1 con sendos goles de Vicente Rodríguez en su mejor temporada. Sin embargo, la jugada determinante llegaría en el último suspiro. El árbitro Daudén Ibañez decretaba penalti a favor de los vascos. Urzaiz lanzó la pena máxima y un enorme Cañizares la detuvo, poniendo otro granito de arena más para que nuestro Valencia CF se proclamara campeón de Liga por segunda vez en tres ejercicios.

  Pero ya es hora de dejar la nostalgia a un lado y terminar la breve introducción para decir lo siguiente: Esta obra tan exhaustiva como necesaria  -nadie antes había ordenado con criterio y rigor un registro o inventario cifrado del Valencia CF, sí bien se han publicado infinidad de libros en torno a la Institución y parcialmente a cifras y datos, pero sin tratar con mayor relieve y extensión todo lo concerniente a una ciencia tan fundamental como es la estadística o las cifras, cifras frías, sí, pero que sin la mínima duda ayudan a entender la verdadera dimensión de nuestro Valencia a lo largo de los últimos 100 años, 2 meses y 7 días de existencia, o sea, los que van de la fundación del Club, el 18-03-1919, al último partido de la temporada 2018-19 con la consecución del título de campeón de Copa-, está dedicada de corazón a todos los futbolistas, presidentes, directores deportivos, gerentes, entrenadores, utilleros y demás empleados que a lo largo de los años, aportando mucho o poco de su trabajo, aciertos y errores, han hecho colosal a este club, y por encima de todo a los miles y miles de valencianistas que en el mundo somos, o sea, a toda la afición que en último término da sentido y perdurabilidad al Valencia CF.

  El libro de 250 páginas ya está a la venta en las principales librerías de Valencia.

domingo, 24 de mayo de 2020

Los miserables (1862)

LOS LIBROS DEL CONFINAMIENTO (9)


Párrafo correspondiente al Libro Sèptimo: "La última gota del cáliz de la amargura".


  <<Todos hemos tenido momentos así; momentos de confusión en que las ideas se dispersan, y en que decimos lo primero que se nos ocurre, y que no es siempre lo más oportuno. Hay revelaciones repentinas que no se pueden resistir, y que embriagan como un vino funesto. Mario estaba atónito con la nueva situación que ante él surgía, y se puso a hablar a aquel hombre como si se tratase de una persona impulsada por el odio a hacerle tal confesión.


  >-Pero, en fin -exclamó-, por qué me decís todo esto? ¿Quién os obligaba a descubrir el arcano de vuestra vida? Podíais guardároslo. Nadie os ha denunciado. No se os persigue. No se sabe de vuestro paradero. Sin duda tenéis alguna razón que os mueve a poneros así de manifiesto. Acabad. Hay más aquí de lo que aparece. ¿Por qué me habéis hecho esa revelación? ¿Qué motivo os ha inducido a ello?


  >-¿Qué motivo? -respondío Juan Valjean con una voz tan baja y tan sorda, que se hubiera dicho hablaba consigo mismo más bien que con Mario-. ¿Qué motivo ha obligado al presidiario a decir: soy un presidiario? Pues bien, el motivo es extraño, en efecto. Me ha inducido a ello la honradez. Mi mayor desgracia, sabedlo, es un hilo que está prendido en mi corazón, y con ligadura fuertísima. Esos hilos nunca son más sólidos que cuando uno es viejo. Toda la vida se quiebra en derredor; ellos resisten. Si hubiera podido arrancar ese hilo, romperlo, desatar el nudo o cortarlo...>>

(Traducción de Nemesio Fernández Cuesta)



  Los miserables es la obra cumbre del francés Víctor Hugo, una novela escrita en 1862 y que refleja como muy pocas, el estado de postración y miseria en que permanecía buena parte de la sociedad francesa de la primera mitad del Siglo XIX. Los miserables es muchas cosas, pero fundamentalmente es un alegato en contra de la pena capital. A lo largo y ancho de las más de 1300 páginas, Hugo nos cuenta de manera pormenorizada, las gracias y desventuras, abundando más estas últimas, de la vida de Jean Valjean, desde los episodios iniciales, cuando se hace cargo de la manutención de la niña Cossette, hasta el fin de sus días, cuando en el lecho de muerte se reconcilia con ella y con Marius.


  La novela es un prodigio narrativo de primer orden, haciendo que el lector sienta una compasión inusitada por el protagonista y un desprecio absoluto por quienes le hacen la vida imposible. Llena de una gran dosis de reflexiones y filosofía, el final me parece sublime y acorde a los cánones del periodo romántico, con la redención, si a la muerte se le puede dar ese calificativo, del protagonista Jean Valjean.

domingo, 17 de mayo de 2020

El Conde de Montecristo (1844)


LOS LIBROS DEL CONFINAMIENTO (8)


<<El 24 de febrero de 1815, el vigía de Nuestra Señora de la Guardia dio la señal de que se hallaba a la vista el bergantín Pharaon procedente de Esmirna, Trieste y Nápoles. Como suele hacerse en tales casos, salió inmdiatamente en su busca un práctico, que pasó por delante del castillo de If y subió a bordo del buque entre la isla de Rion y el cabo Morgiou. En un instante, y también como de costumbre, se llenó de curiosos la plataforma del castillo de Saint-Jean, porque en Marsella se daba gran importancia a la llegada de un buque y sobre todo si le sucedía lo que al Pharaon, cuyo casco había salido de los astilleros de la antigua Phocée y pertenecía a un naviero de la ciudad.



   >Mientras tanto, el buque seguía avanzando; habiendo pasado felizmente el estrecho producido por alguna erupción volcánica entre las islas de Calasareigne y de Jarós, dobló la punta de Pòmegue, hendiendo las olas bajo sus tres gavias, su gran foque y la mesana. Lo hacía con tanta lentitud y tan penosos movimientos, que los curiosos, que por instinto presienten la desgracia, preguntábanse unos a otros qué accidente podía haber sobrevenido al buque. Los más peritos en navegación reconocieron al punto que, de haber sucedido alguna desgracia, seguía éste avanznado con todas las condiciones de los buques bien gobernados.


  >En su puesto estaba preparado el ancla, sueltos los cabos del bauprés, y al lado del piloto, que se disponía a hacer que el Pharaon enfilase la estrecha boca del puerto de Marsella, hallábase un joven de fisonomía inteligente que, con mirada muy viva, observaba cada uno de los movimientos del buque y repetía las órdenes del piloto...>>


(Párrafo correspondiente al I Capítulo, Marsella. La llegada)


   ¿Quién no ha leído alguna vez la vida y milagros de Edmond Dantès, uno de los personajes más apasionante y  universal de la historia de la literatura? Alejandro Dumas padre escribió este clásico del Siglo XIX -al alimón con Auguste Maquet, si bien el primero hizo lo indecible para que su colaborador no apareciese en la novela como coautor- siendo un escritor consagrado. La novela se publicó como folletín a lo largo de 18 entregas, un procedimiento muy frecuente en aquellos años, y de inmediato tuvo el reconocimiento unánime del público. Hoy se puede decir que nos encontramos ante una de las novelas más clásicas y leídas de todos los tiempos, y casi con seguridad, ante la mejor de Dumas. 


    Novela digna de leerse más de una vez, y que como muchas otras grandes obras de la literatura, nos muestran una visión real de lo que supone un encierro y/o confinamiento en una prisión infame, desde luego nada comparable a lo que nosotros soportamos a día de hoy por culpa del COVID-19. Una iniciativa perfecta para olvidar el estado actual es volver a leer El Conde de Montecristo, una verdadera gozada, la dosis perfecta para abstraernos de la realidad.