Donde las dan, las toman
Doña Chelo estaba allí, abobada,
delante de la tele, sin dar crédito a cuanto estaba escuchando. Su antigua
asistenta y mujer de confianza hasta hacía poco más de un mes, largaba sin
parar en cuanto el grupo de periodistas le apretaba demandando más carnaza: <<Por
supuesto que lo puedo probar. Aquí tengo una nota escrita de su puño y letra.
>>. << ¿Y qué dice? ¿Por
qué no la lees para que toda España lo sepa?>>. Doña Chelo cerró los ojos
para no ver la cara de Salud mientras leía el manuscrito; le sobraba con
escuchar la ominosa demanda pidiendo favor: <<Para esta noche necesito
acción, así que encárgate de traerme un hombre resistente y cariñoso, un gigoló
de empaque. Le puedes citar para las diez. Salud: estaré toda la tarde fuera
por visita al dentista, y luego de compras al Corte Inglés. Un beso, Chelo>>.
Apagó
el aparato al no estar dispuesta a soportar el chaparrón de críticas que se
avecinaba de sus compañeros de profesión, algunos de los cuales hasta habían
compartido tertulia con ella en los platós de las cadenas dedicadas al
suculento negocio del marujeo. Pero solo fueron cinco minutos de desconexión,
los que tardó en descolgar el teléfono y contestar a su prima Augusta, que le
advertía de la verborrea de la invitada, hablando en ese preciso instante de su
desmedido apetito por los hombres: <<Vamos, si mi ex jefa no alcanza la
condición de ninfómana, es por su estatus de estrella mediática>>. Debía
encender el aparato de nuevo y escuchar con atención a todo cuanto se dijera,
para al día siguiente emprender acciones legales contra la elementa. <<¡Se
merece una denuncia en los juzgados de Plaza Castilla!>>, le indicaba la
parienta de Toledo.
Consuelito, como la llamaban de jovencita, no siempre había sido tan
popular entre los mentideros de la prensa escrita y audiovisual, a no ser los
propios de su barrio, en la zona más industriosa de Getafe. Sin ser una
guapura, tenía el tipo para envidiar y sobre todo una simpatía que encandilaba
en cuanto charlabas un rato con ella; enseguida, a la mínima ocasión, te
festejaba con una sonrisa irresistible. Consuelito probó primero en las pasarelas
de las cercanías, por si podía vivir de los desfiles de moda. Sin irle mal del
todo, ganó algunos cuartos, que no eran suficientes para vivir sin apreturas;
así que se empeñó en dar el salto a la gran ciudad. Allí en Madrid conoció a
gente dispuesta a ayudarla, aunque advirtiéndole del serio inconveniente de su
mediana estatura para convertirse en una más del prêt-à-porter.
Cuando al fin cayó del guindo de la inutilidad de más sacrificios,
Consuelito decidió convertirse en actriz y acudió a cursos de expresión corporal, de
dicción y de artes escénicas. Llegó a representar en el escenario Un marido de ida y vuelta, Anacleto se
divorcia, y alguna otra obra en tono más dramático; incluso se prestó a
salir desnuda en un corto de un antiguo compañero suyo de colegio; mas, todas
las probaturas habían terminado en una indiferencia generalizada. <<Lo
tuyo no son los escenarios. Tampoco la cámara te quiere>>, le decía su
prima de Toledo. << ¿Por qué no pruebas a utilizar tus encantos
personales y das caza a algún hombre con posibles?>>. Dicho y hecho.
Comenzó a frecuentar con asiduidad las discotecas y clubs de ocio más populares
de la capital, pues para el bailoteo y las relaciones humanas no era manca.
Una noche de sábado, recién cumplidos los veinte, mientras meneaba el
esqueleto en la disco más chip, alguien que parecía excesivamente jovial y
dicharachero se le acercó por la espalda y le susurró algo al oído. Consuelito
se giró dispuesta a arrearle un bofetón, pero en cuanto se topó con la figura
magra y agitanada del célebre Rafaelillo de Ayamonte dejó caer la mano y
permitió que la acompañara en las sacudidas espasmódicas, haciendo piña junto
al resto de circunstantes que jaleaban cada canción tramada por el pinchadiscos.
Después del baile, es fácil imaginar, vino una cena de campanillas y luego una
madrugada de ensueño en una de las suites del hotel Adagio. Era por San Isidro,
y al día siguiente el maestro andaluz tenía faena en la plaza de las Ventas.
Naturalmente, Consuelito asistió al coso taurino a invitación del diestro. El
segundo toro -al cual le cortaría posteriormente las dos orejas- se lo brindó a
la joven, sin dar crédito esta a cuanto estaba ocurriendo a su alrededor: una
multitud aplaudía la ocurrencia del torero ante una desconocida con buena presencia.
Se sucedieron entonces largos meses de noviazgo, la certeza a medio
plazo de un enlace entre el soltero de oro de la tauromaquia española con una
encantadora joven de origen poco veraz, amén de ir peinando la zona más selecta
del centro madrileño para dar con un inmueble acorde a la condición de
celebridad del diestro. Cuando lo del matrimonio iba tomando fuerza, la pareja
fue invitada a un programa rosa en horario de máxima audiencia, en la
televisión privada de más predicamento. Hablaron largo y tendido de sus
proyectos para cuando llegara el día: de tener al menos tres hijos, de quedarse
a vivir por siempre en Madrid, e incluso de la retirada de Rafaelillo en cuatro
o cinco años. Pero a Consuelito, mientras llegaba el día del casamiento, se le había
inoculado la necesidad de dedicarse al periodismo sensacionalista en algún
canal de televisión. Eso de pisar un plató, de mantenerse en candelero, de ser
jaleada por la concurrencia, de estar en boca de todos, era para ella una
fiesta continua; y si no había nacido para modelo o actriz por circunstancias
ajenas a su voluntad, al menos podría ser reverenciada por la plebe, pues Dios
para eso la había obsequiado con el don de gentes.
La boda, un bodorrio calculado para quinientos invitados, con ceremonia
religiosa en la Catedral de la Almudena y un viaje de novios de un mes a través
de las islas del Pacífico Sur, se celebraría en seis meses, recién entrara la
primavera, aunque finalmente no llegó a concretarse jamás. Consuelito se quedó
embarazada de dos, y eso era argumento de peso para posponerla; si bien para
entonces, cuando el tambor se visualizaba a larga distancia, el padre de las
criaturas se había distanciado de la joven hasta el extremo de que las malas
lenguas periodísticas vaticinaban la ruptura inminente, al presuponer la
existencia de un nuevo noviazgo del torero con una mujer de más altura, más
cultivada y con más elegancia que la de Getafe.
Los malos augurios se confirmaron al nacer dos churumbeles en el
hospital Primero de Octubre, y no acudir el diestro, en ningún momento, para
conocer a sus dos hijos. No es que renegase de su nueva condición de padre, ni
mucho menos, pues ante cualquier pregunta al respecto, él mostraba su orgullo y
la disposición inmediata para pasar una suculenta pensión a la nueva prole;
había otras cosas imposibles de sacar a la luz por corresponder al ámbito
estrictamente privado.
Consuelito ocupó los primeros meses de su maternidad en criar a los
gemelos, sin preocuparse de las elucubraciones de los reporteros en cuanto a la
ruptura. Fue más tarde –tal vez avivado el adormecido estímulo de dedicarse al
periodismo del cotilleo-, casi al año del parto, cuando, sin nadie esperarlo y
un tanto olvidado el contencioso que habían alimentado los medios de
comunicación, la joven apareció en las pantallas de media España para dar su
versión de los hechos, a cambio, eso sí, de una pasta gansa. Durante cuatro
horas -previa introducción de la historia a cargo de una de las colaboradoras del programa, por si
alguien no estaba al corriente de los pormenores-, Consuelito –a la cual, todos,
sin distinción, se dirigían llamándola Consuelo, por aquello de la maternidad,
es de suponer- contestó a cuantas preguntas se le hacían, incluidas las más
escabrosas, y hasta las lanzadas desde el graderío por las gentes invitadas a
la función.
La velada se convirtió en un rotundo éxito, alabando los periodistas de
turno su franqueza, la naturalidad mostrada a cada momento y condenando a los
infiernos de rebote al antiguo pretendiente. Así que tras su presencia en el
canal de televisión, enseguida vino la exclusiva de un amplio reportaje gráfico
en la revista del corazón con más tirada del país, el amago por parte de un
partido político para llevarla en su lista a las elecciones autonómicas, además
de la propuesta para grabar los anuncios de un cosmético y de una bebida
isotónica. Para entonces, gracias a los pingues beneficios de entrevistas
posteriores, Consuelo vio hecho realidad el sueño de su adolescencia: no solo
había aumentado el volumen de sus pechos hasta alcanzar dimensiones parejas a
los de Dolly Parton, también se había operado de pómulos, nariz y labios. No
obstante, con el devenir de los meses, la repentina popularidad de Consuelo iba
languideciendo con la misma celeridad con que el padre de sus hijos adquiría el
protagonismo supremo de haberse convertido en el primero del escalafón,
habiendo cerrado el año con ciento sesenta festejos taurinos. El ostracismo
duró hasta que una revista del corazón se hizo eco de la primicia, tal vez la
primicia de la primavera recién estrenada <<Al celebérrimo pintor
Asdrúbal Torcal se le relaciona con Consuelo Díaz Domínguez, la reina del
cotilleo hasta no hace tanto tiempo. A ambos, como pueden apreciar en la foto
superior, se les ve muy amartelados a la salida de un popular restaurante en el
barrio de Salamanca>>.
Punto
por punto se repitió la misma historia sentimental protagonizada antes por
Rafaelillo de Ayamonte y una Consuelito entonces anónima, si bien esa vez el
desenlace fue ante el altar mayor de la iglesia de San Jerónimo. El matrimonio
duró un lustro, hasta que Asdrúbal, convertido en uno de los cinco pintores más
cotizados del mercado nacional, por imperativos de índole económica –una
suculenta oferta para decorar los interiores de una nueva iglesia de
confraternidad en el barrio del Bronx- se vio abocado a ausentarse de España el
año largo. Consuelo no quiso saber nada de mudanzas, pues estaba hecha a la
vida en la capital, y tampoco quería que sus hijos cambiasen de colegio o de
compañeros. También los padres tiraban de ella para evitar un disparate tan
grande como irse a vivir a la ciudad de los rascacielos. Por su parte, Asdrúbal
no insistió demasiado en la persuasión. Habían pactado un viaje al mes, algún fin
de semana, y cuando el trabajo fuera menor o atravesara un periodo de nula
inspiración. Los viajes, es cierto, los hacía puntualmente, hasta que al sexto
mes dejó esa vocación de los aviones y ya no regresó jamás, como no fuera
tiempo después para firmar los trámites del divorcio. Él había conocido a una
americana, una universitaria muy prometedora en el terreno de las bellas artes,
a tenor del historial académico, donde la nota media jamás había bajaba del
notable.
A diferencia de la primera vez, Consuelo, o Chelo Dido, como empezó a
autodenominarse tras contraer matrimonio con el pintor, acudió a los platós del
mismo canal de entonces a las primeras de cambio, cuando le untaron con
trescientos mil euros para que hablase sin tapujos durante tres horas. Allí
soltó toda su verdad: la real y la inventada; en resumidas cuentas, todo cuanto
el respetable público quería escuchar de la mujer engañada. Asdrúbal, como
había hecho unos años antes el diestro de Ayamonte, no quiso entrar al trapo,
eso a pesar de propuestas económicas difíciles de rechazar. Prefería la
distancia, para no convertir aquello en un circo mediático donde los trapos
sucios se lavan de cara al público. Chelo se justificaba: <<Asdrúbal conoció
a mitad de año a una joven estudiante. Le propuso ser modelo de sus bocetos, y
hasta ahora siguen juntos. No es necesario ser un lince para descubrir en medio
de las paredes de la iglesia, entre los
rostros de alguna santa, el semblante de Natalie. Enseguida, eso se lo
agradeceré siempre, nos pusimos de acuerdo para divorciarnos; nuestra vida en
común ya no tenía sentido alguno. Ni siquiera nos planteamos una
reconciliación. Durante todo ese tiempo, antes de que Asdrúbal conociera a su
mujer, yo jamás le fui infiel; ahí está Salud, mi asistenta, para confirmar
cuanto estoy diciendo>>.
Desde ese momento se convertiría en asidua de la prensa del corazón,
mostrándose feliz de poder realzar el palmito con prendas insinuantes en
cualquier plató o reportaje gráfico de las revistas con más raigambre. Fue
tanta la popularidad adquirida e intenso el empeño por conseguirlo que, a pesar
de no haber cursado jamás los estudios periodísticos, finalmente se hizo con una
plaza de contertulia estable en uno de los programas de máxima audiencia de un
canal privado.
Con el transcurso de los años y de la experiencia adquirida, doña Chelo
Dido se erigió en una consumada entrevistadora, además de especialista en
husmear en rincones insospechados a fin de alcanzar la primicia deseada. Había
adquirido tal notoriedad entre los compañeros de profesión que, cuando ella
tomaba la palabra, nadie osaba quitársela por temor a una salida extemporánea
de su afilada lengua. El público asistente a los shows televisivos no dejaba de aplaudirle: una soflama en contra
de alguna famosilla o pelandusca, y la concurrencia se venía arriba. Se
encendía con facilidad si la ocasión se la pintaban calva, poniendo en su sitio
a alguna dama descocada que se ocupaba muy poco de los hijos, y más de ir a la
tele para airear las infidelidades de su hombre. Casi siempre conseguía llevar
a su terreno a la persona invitada, hasta el punto de que terminaba por perder
su credibilidad ante los argumentos de peso esgrimidos por la seudoperiodista
delante de un micrófono.
Por si no era suficiente la facilidad de palabra, doña Chelo mantenía a
buen recaudo, con una discreción absoluta, su privacidad y la de sus dos hijos –metidos a
arquitecto uno y a médico forense el otro-. Su vida particular era tan diáfana
que jamás se le volvieron a conocer compañeros sentimentales ni matrimonios
secretos. Su vida, al menos para los seguidores del programa donde ella era más
popular que el mismo presentador, se había transformado en un ejemplo de
perfecciones.
Doña Chelo rumiaba la posibilidad de la querella para el día siguiente, mas
no tenía la seguridad del éxito. Entonces pensó en telefonear al programa y
desmentir toda la información, en poner en su sitio a aquella desagradecida;
sin embargo, desistió en cuanto el periodista de turno la incitaba a proseguir
en la lectura de otra nota manuscrita más explícita, de la cual apenas se
acordaba.
<<Toda España está esperando a esa frase final de la posdata.
Léela y no nos mantengas en vilo por más tiempo>>. Doña Chelo cerró los
ojos y escuchó con atención: <<Posdata: Recuerda que mañana cumplo los
veinticuatro y mi marido está en Granada con la dichosa exposición. ¿Por qué no
intentas traerme al machote del mes pasado, el rubiales de Alcorcón? Si no es
posible, me conformo con algo parecido>>.
La lectura fue tan demoledora que hasta algunas personas del público
asistente hicieron un conato de abucheo, enseguida refrenado por el presentador
del programa, el cual, a un tiempo, invitaba a la celebridad a ponerse en
contacto, por si quería decir alguna cosa en su descargo. Ella siempre había
jurado y perjurado haberle sido fiel a su marido, incluso en la ausencia; y
además, nunca había dado pábulo a la mínima insidia gracias a su vida ejemplar.
El presentador del show no solo no se
conformaba demandando un pronunciamiento telefónico de doña Chelo Dido, además
lanzaba un órdago a los dos antiguos hombres de su vida para acudir al programa
y relatar su versión de los hechos.
En esas sonó el teléfono de nuevo. Era la prima Augusta desde Toledo,
pero esa vez no quiso contestar, porque la parienta iba a plantearle un
interrogatorio en tercer grado y por el momento no estaba dispuesta a admitir
la cochina verdad. A los pocos minutos de la llamada sonaba de nuevo el aparato.
Esta vez se trataba de Christian, uno de sus hijos, que le llamaba desde su
casa en Valencia. Estuvo a punto de coger el aparato, pero en un último momento
se contuvo. Antes debía reflexionar en profundidad sobre los pasos a seguir,
pues uno en falso podría costarle daños irreparables para el resto de sus días. Enseguida se sucedieron las llamadas:
primero la de Carla, su mejor amiga, más tarde la de una revista del corazón,
luego la de un desconocido y finalmente la de su secretaria. A ninguna contestó,
por estar alterada, incapaz de asimilar la nueva realidad de su existencia. El
corazón se le aceleraba, al tiempo que rememoraba la lamentable escena del mes
anterior, cuando había descubierto a Salud husmeando en el joyero del aparador.
Una semana antes había desaparecido del mismo el collar de perlas, sin que esta
asumiera el delito del hurto. Salud le había suplicado, apenas unos días antes,
un préstamo de cincuenta mil euros para hacer frente al primer pago a la
clínica de Boston donde su hermano había sido operado con éxito de un
trasplante de médula, sin el cual no hubiera sobrevivido a una leucemia
diagnosticada a tiempo. Había sido una estúpida despidiéndola y no asumiendo el
riesgo de la no devolución del dinero; esos malditos euros no eran nada
comparado con el daño irremediable que le acababa de hacer. Ahora comprendía su
desesperación, hasta el punto de dejarse caer en brazos de la prensa más
frívola con tal de conseguir liquidez.
El programa había concluido. Se disponía a telefonear a su abogado para
concretar una cita ineludible, a fin de ultimar recomendaciones y los pasos a
seguir en adelante. Cuando estaba mirando en la agenda el número del
picapleitos, sonó el aparato. Inconscientemente, sin saber el número reflejado
en el digital, lo cogió con el pecho sacudido por una tamborrada:
- Diga.
- ¿Es Chelo Díaz Domínguez, o sea, Chelo
Dido?
- Sí. ¿Qué quiere?
- Solo es para recomendarle una cosa.
- ¿Quién es usted?
- Eso no importa. Ahora, por su bien, escuche con atención.
- Adelante.
- Si en una semana no paga a Salud la cantidad de trescientos mil euros,
habrá cometido un error imperdonable.
- Usted delira.
- Si no lo hace antes del martes próximo, Salud llevará el DVD a
cualquier canal dispuesto a pagar mucho más dinero, y toda España podrá ver las
imágenes que son tan comprometedoras para usted.
Finalmente, doña Chelo no llamó a su abogado. Quedó de acuerdo en hacer
una transferencia bancaria a la cuenta que le había indicado el extraño; aunque
antes, para comprobar que no se trataba de ningún farol, demandó una copia del
disco. A la mañana siguiente encontró un sobre dentro del buzón con la copia
reclamada. Le faltó tiempo para poner en marcha el reproductor y sentarse en la
butaca más próxima a la pantalla. Pronto, horrorizada, comprobó, con pocos
pelos y muchas señales, el affaire amoroso,
por no llamarlo revolcón a tres, en el cual, a ratos, también participaba la
misma Salud. Y es que el antojo para aquel mismo cumpleaños de los veinticuatro
no fue otro que un joven y enorme hombre de color, por tener compromiso el rubiales.
Con la emoción inesperada de un maromo así y la abundancia de champagne
francés, a doña Chelo se le había encendido la bombilla, proponiendo el
disparate de que Salud no solo grabase los pormenores, sino que se uniera a la
fiesta para compartir a aquel monstruo de la naturaleza de origen congoleño.
Los tres estaban tan alegres que las apetencias de cualquiera de ellos se
ponían en práctica al instante.
En resumidas
cuentas, la antigua asistenta y mujer de confianz, estaba dispuesta a todo con
tal de hacer frente a los futuros desembolsos económicos. Atando cabos,
empezaba a darse cuenta muy tarde de la inteligencia de aquella, pues, no solo
se había atrevido a hurtarle el collar hacía nada, sino que muchos años antes,
mientras ella dormía a pierna suelta la resaca del cumpleaños, se había curaba en salud, aprovechando el tiempo para
hacer una copia de la película con excesos, por si un día le venían mal dadas.
Y ella que creía que no había llegado a verla jamás; porque a la tarde, más
despejada y arrepentida de la ocurrencia, lo primero que había hecho era sacar
la cinta de la cámara y guardarla en su mini secreter -oculto tras uno de los
cuadros de Asdrúbal-, mientras Salud dormía a pierna suelta en su cama de
soltera, o al menos eso parecía. Seguramente no había estado tan borracha como
parecían indicar sus movimientos desinhibidos y torpones de aquella antiquísima
noche.
(Corresponde a mi libro de relatos Teórica del fuego, publicado en 2018).
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