viernes, 11 de diciembre de 2020

Personajes de allá (7)

 

Si hay vecinos, o había, que con su carácter expansivo y forma de proceder reanimaban la existencia adormecida de Villafranca, sin dudarlo, uno de ellos era M. Sus paisanos podíamos encontrárnoslo en cualquier parte, y si eso ocurría, nunca dejaba de dirigirte la palabra o cuando menos dar el saludo. Por su forma de ser y la variedad de actividades en las cuales ocupaba el tiempo, lo más razonable era tropezarnos con él en la calle, y con más frecuencia en La Plaza, el espacio donde mejor se sentía, departiendo e intentando informar de por dónde irían los tiros del fin de semana, para los niños y los más talluditos. Y si no se terciaba por ser lunes, o martes, o miércoles, cualquier acontecimiento era propicio para preservar la buena vecindad a partir del chascarrillo, o de la cortesía del encuentro; lo esencial era el intercambio de pareceres desde la afabilidad de la cual hacía gala permanentemente.



    La primera imagen que me viene a la cabeza de M. es de una foto en blanco y negro junto a otros hombres vestidos de negro riguroso (o eso se intuye a través de la instantánea), como de nazarenos, descendiendo la antigua escalinata de San Francisco. Portan un crucifijo, un paño presuntamente blanco y algún aderezo más que no recuerdo exactamente, ¿tal vez el féretro con los restos de algún hermano de la VOT? M. debía de estar familiarizado con los rituales mortuorios, porque otra de las imágenes inolvidables es la suya en la procesión del Santo Entierro portando el paso de la Urna. O la menos amable, es evidente, en su empeño por emular al forense de marras y anticipar con sus propias manos el veredicto exacto de la causa de fallecimiento.



    Claro que no siempre iba a apechugar con los negocios más lastimosos. Cuando llegaba septiembre, a M. se le dibujaba la alegría incontenible, pues muy pronto se iba a convertir, no ya solo en uno de los grandes protagonistas de las fiestas, sino en uno de los más afortunados al ser festejado por sus convecinos, como si se tratara del vencedor de las justas en la Edad Media. El día trece, a eso de las doce de la mañana, ensordecido por las campanas y atronado con bombas de gran palenque, Don Quijote iba a bailar como nunca lo hubiera imaginado el bueno de Cervantes, gracias al soniquete eterno de unas gaitas familiares y amigas. Don Quijote ha sido siempre la debilidad de los villafranquinos, pero no es menos cierto que esa predilección se debe en buena medida al buen hacer de M. emboscado bajo el telar y las cuatro piernas de madera. Entonces, al compás de los palillos de madeira, era capaz de danzar más rápido que nadie y mejor que ninguno, sin olvidar sus buenas carreras tras los rapaces, aunque en esa suerte lo aventajara el más gris de los gigantes.



   Aunque no sé por qué, a pesar de esa jovialidad luminosa y sencillez sin dobleces, a M. siempre lo identificaré con la anochecida, con aquellos bancos abandonados y las farolas delatoras de una plaza desierta y desamparada a esas horas que presagian la madrugada. Su quehacer semanal más significativo, y añadiría que gratificante, se circunscribía a aquel espacio de fantasía ideado para hacer soñar a todos por igual: El Cine. De muy niño ya frecuentaba el recinto edificado en principio para las representaciones teatrales, sentándome en una de las descoyuntadas butacas y aguardando impaciente a que al fin se hiciera la oscuridad. El objetivo primordial era observar con detenimiento las maniobras del pistolero bueno que concluían por norma general con aplausos atronadores de la chiquillería, y que harían de la tarde del domingo el tiempo perfecto para fantasear. Aunque algunas veces, entre tiros, el rescate de la joven o el atraco al banco del pueblo más polvoriento del Oeste, surgía la linterna acusatoria de M. para silenciar a los más charlatanes, o refrenar a alguien que se estuviera pasando dos pueblos con las pipas. Claro que si había un corte prolongado, el espectáculo terminaba degenerando en una algarabía imposible de apaciguar, aún con todas las luces encendidas. Así eran las sesiones dominicales de las tres de la tarde propuestas para todos los públicos y especialmente para la chiquillería.



  Y luego estaban las sesiones golfas, o mejor decir las no toleradas, esas que estaban vedadas a cualquier chiquillo menos a mí, un privilegio -también el de la entrada gratis- dado por razones de doble parentesco con los taquilleros, ¡qué tiempos! Cuando acudía con mi madre a la sesión de la tarde y en contadas ocasiones a la de las 22:45 -esto ocurría mayormente en tiempo de verano o durante las vacaciones de Navidad-, yo deseaba para la entrada el encuentro con M., pues si topábamos con la figura uniformada de P., me imponía lo indecible, mucho más cuando nos advertía de que no era tolerada. Tratando de no llamar demasiado la atención del público, mi madre aguardaba a las indicaciones de M. para tomar asiento una vez comenzado el NO-DO, casi siempre en la primera platea de la izquierda, si estaba vacía. Y si no era el caso y el resto de las más próximas permanecían ocupadas, mi madre me sentaba en su regazo, casi siempre en un segundo término. Desde esa atalaya miraba asombrado la sucesión de imágenes que en nada o en muy poco se parecían a las prescritas para niños como yo. En esas sesiones a horas contraindicadas, comencé a sentir una atracción irreparable por el Sèptimo Arte, aunque la mayoría de las veces no entendiera muy bien el sentido de la acción ni cuanto se decían los protagonistas si las balas y asesinatos correspondían a una cinta de cine negro, por ejemplo. Lo cual -asistir a las sesiones para adultos- era la pura contradicción teniendo en cuenta que por la tele, si aparecía un rombo, era suficiente para enviarme a la cama con un beso y el consabido hasta mañana.
  
  Supongo que allá donde esté M., seguirá con su empeño de guiar a través de su linterna a los más rezagados, con el propósito de que disfruten una y mil veces de infinitos pases, y yo le agradeceré eternamente su pequeña pero insustituible contribución para que me haya convertido en un cinéfilo empedernido.

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