miércoles, 1 de marzo de 2023

Un fluido rosa que escaló hasta el cielo

 
Voy a retroceder casi cincuenta años. Estoy en el Campairo, en torno a 1974. Es verano, si la memoria no me juega una mala pasada. Hay bullicio de chavales como yo que jugamos al fútbol en la parte baja. El canto de los pájaros acompañan a nuestras escasas habilidades con el balón. Sindo (q.e.p.d.) toca en el piano alguna pieza clásica que llega a nuestros oídos a través del balcón abierto. Eduardo "Cañón" (q.e.p.d.), casero de nuestra familia, dialoga a voz en grito con la Sra. Engracia (q.e.p.d.) al inicio de la escalera de piedra adosada a nuestra casa. Y en la tienda de Sarmiento no dejan de despachar bombonas de butano azules. Cuando el partidillo concluye, Alejo, mi amigo de toda una vida, dice que lo acompañe a su casa (pegada a la mía). Alli nos entretenemos con nuestras cosas, entre ellas echar un vistazo a nuevas cintas cassette adquiridas por alguno de sus hermanos mayores. Junto al Abbey Road de The Beatles, alguna -no recuerdo cual- de Creedence Clearwater Revival, o alguna otra de Elvis, aparece otra tan llamativa como extraña por su carátula. Un rayo de luz blanca se refracta sobre un prisma triangular. Podíamos haberla puesto en el radio cassette, pero preferimos ir a lo seguro escuchando a The Beatles. 




Navidad del mismo año. Estoy en la casa de mis tíos (q.e.p.d) en Ponferrada. Mi primo Jesús (q.e.p.d), el hijo de mis tíos, es un fan de la "musica moderna" -razonable teniendo en cuenta que me lleva casi seis años de ventaja-. Cada mes compra las novedades a través del boletín Discoplay (ya desaparecido). Entre las adquisiciones me llama la atención que también él se haya hecho con la casette de marras. Me resulta todo misterioso, incluido el nombre, Pink Floyd, y un título tan largo, The dark side of the moon (ni puñetera idea de su significado; menos aún que estuviera escrito en inglés). En realidad no sabía si Pink Floyd era el título de la obra. Solo me quedaba la alternativa de escucharla con el volumen bajo al irme a dormir, haciendo tiempo hasta que mi primo regresara a casa después de estar con los amigos.


 
Al principio de la escucha sentí temor. Algo parecido al latido de un corazón, mezclándose con diversos ruidos, y la voz desesperada de alguien antes de dar paso al segundo corte, era para poner los pelos como escarpias, al menos en mi caso. Pero Breathe, era otra cosa. Un tema pausado que no se parecía a nada de lo que yo había escuchado hasta entonces. Claro que un temor -no tan intenso- regresó con el estresante On the run, una suerte de carrera contra el reloj dentro de las tripas de maquinaria pesada, aunque fueran sintetizadores. De súbito una explosión daba paso a una calma chicha acompañada del tic tac de múltiples relojes que pronto, a un tiempo, convergerían en un rebato de timbres, campanas, cucos; una extravagancia, pensaba yo, más llamativa teniendo en cuenta la condición de relojero de mi tío. Cuando pensé que ya no volverían los sobresaltos, teniendo en cuenta el inicio suave de The great gig in the sky, alguien de repente (Clare Torry) grita con desesperación, como si la vida le fuera en ello. La audición era un sinvivir, y sin embargo, algo, no sabría cómo explicarlo, me impedía pararla.


Pero antes de darle la vuelta a la cinta necesitaba tomar un respiro. Tuve incluso el momento de duda, pero al final la curiosidad de escuchar lo que quedaba tras la cara oculta, la morbosidad de extasiarme con sonidos tan atractivos como apocalípticos, esa de explorar en una realidad paralela, acabó por empujarme a poner la cara B.

La vuelta empezaba con un sonido familiar, el de máquinas registradoras. El bajo resultaba ahora más humano, al margen de arcanos singulares. Era el tema más terrestre, el más fácil de asimilar. Inferí que el resto de la música discurriría por la vía convencional, sin sobresaltos. Y sí, la cara B enseñaba menos los cuchillos. Cuando acabó la cinta, el latido del corazón me parecía menos desalentador que al comienzo. Era necesaria una segunda audición al día siguiente, reflexionaba, al tiempo de llegar mi primo, extrañándose de que hubiera elegido a Pink Floyd para hacer más soportable la espera.


Han pasado casi cincuenta años desde entonces, y sin dudarlo, esta es la obra que más veces he escuchado a lo largo de mi vida. Cuando compré mi primer radio cassette stéreo, la primera cinta en escuchar fue The dark side of the moon. Luego vendría el plato, y con él la compra del vinilo. Por último la adquisición de un reproductor junto al CD. No voy a ser original si digo que a una isla desierta me llevaría la composición de los británicos, tal vez para sentirme más cerca del cielo.


The dark side of the moon se puede catalogar de milagro en todos los sentidos. En 1973 Pink Floyd estaba en la plenitud creativa de su carrera. The dark... empezó a tomar cuerpo en la cocina de la casa de Nick Mason. De allí salió la idea de crear una obra conceptual en torno al estrés, la muerte, la avaricia y también la locura (algunos de los cortes están dedicados a quien fuera su líder, Syd Barret, fuera de combate por el consumo de LSD). Lo más chocante del caso es que en 1971 ya habían compuesto algunos de los cortes, tocándolos en directo sin aún haber sido publicados. Bien es cierto que todavía les faltaba el pulido final para rematarlos con pulcritud. El ensamblaje acometido en los estudios de Abbey Road estaría a cargo de Alan Parsons, reputado ingeniero de sonido que anteriormente había trabajado en algunos álbumes de The Beatles. El resultado final es una obra maestra. Los diez temas están aquilatados a la perfección, unidos con maestría, de manera que si alguno faltase, la obra se resentiría. No sobra ni una nota de este cocktail monumental.



Es meritorio destacar que, aun teniendo en cuenta los avances tecnológicos de los estudios de grabación a lo largo de los últimos años, en 1973 no era tarea sencilla llevar a los surcos de un vinilo las composiciones como Pink Floyd las había concebido, aunque ahora pueda sorprender a la gente más joven, teniendo en cuenta que con un simple ordenador se pueden conseguir sonoridades infinitas. Y es que PF destaca por muchas virtudes, pero en mi opinión sobresale por la pulcritud en el acabado, la persecución inmisericorde hasta atrapar el sonido perfecto, algo a lo cual nunca han prestado tanta atención ninguno de los artistas o agrupaciones, incluyendo a los más clásicos de la música popular.


Medio siglo más tarde (se publicó por primera vez el 1 de marzo de 1973 en EE.UU, y el 21 de marzo del mismo año en UK junto al resto del mundo), los logros de The dark..., son incuestionables. En muy pocos casos se ha dado tal unanimidad entre crítica y público al calificar de sobresaliente esta grabación. Por derecho propio es el tercer disco más vendido de todos los tiempos, con unas ventas próximas a los cincuenta millones de ejemplares. Es a su vez, el álbum que más tiempo ha permanecido en las listas de venta, por más de 900 semanas -cerca de 18 años-, 730 consecutivas, algo inédito, un hito que ni siquiera se ha repetido y difícilmente va a ocurrir. Los años que van de 1973 a 1975, e incluso después, con la publicación de su siguiente álbum, Wish you were here, Pink Floyd se convierte en la superbanda del momento, con montajes escénicos únicos por aquel entonces, donde el diseño de pantallas redondas e infinidad de luces se funden con la sonoridad impecable, siendo el denominador común de espectáculos inolvidables. Cabe añadir el éxito rotundo de su carátula, diseñada por George Hardie, perteneciente al colectivo Hipgnosis. Según la revista Rolling Stone, se trata del segundo mejor diseño para un disco en la historia de la música rock.



En resumidas cuentas se puede decir sin temor al equívoco, que hay un antes y un después tras la publicación de The dark... Antes de 1973, el rock sinfónico, o progresivo, se consideraba música para escuchar por minorías. A partir de entonces, la etiqueta de elitista dejó paso a multitudes deseosas de escuchar música diferente, dándose impulso a ellos mismos, pero también a agrupaciones que se desenvolvían en el mismo territorio musical, como Genesis, Yes, King Crimson, Jethro Tull, Emerson, Lake & Palmer, Camel, etc. Con The dark..., el cuarteto integrado por David Gilmour (guitarra y voz), Roger Waters (bajo y voz), Richard Wright (teclados y voz) y Nick Mason (batería), pusieron patas arriba el panorama musical de entonces, invitando a sus fans a emprender un viaje extraordinario por las profundidades del alma humana, sin necesidad de recurrir a comodines lisérgicos ni sustancias prohibidas; porque ellos solos, con su talento ilimitado, eran capaces de provocar un estado alterado de conciencia a cualquiera que escuchara esta obra imperecedera que es como una catedral sonora.

 



                                                                                                                                                  


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