martes, 7 de marzo de 2023

Tranvía a la Malvarrosa, un tranvía hacia la libertad

 

Tranvía a la Malvarrosa (1994), es, no cabe duda, una de las novelas capitales de la última década del Siglo XX. Con un lenguaje sencillo, sacando a relucir estampas recurrentes de una Valencia provinciana aún (con el olor prendido a cada página de los tarongers) y sumergíendose en la memoria de muchos años antes, Manuel Vicent pergueña una obra en esencia autobiográfica. La novela abarca el periodo comprendido entre 1953 y 1958, o sea, toda la etapa como estudiante universitario de Manuel (Vicent), antes de partir a Madrid para añadir a su formación académica los estudios de periodismo, haciendo a posteriori fortuna como escritor de novelas y articulista en diversos medios de la prensa escrita de la Capital. En cierto modo, Tranvía a la Malvarrosa es, en esencia, la historia de dos viajes. Traumático el primero y satisfactorio el último. Entre uno y otro el castellonense escribe los anales de su estancia en la capital levantina. 


Al inicio de la novela, Vicentico el Bola, arquetipo de personaje con mayúscula, acompaña al joven Manuel y a otros más al burdel en la capital (castellonense). Ejerce de anfitrión, pues él se desenvuelve como pez en el agua en el ambiente del vicio pagado a tocateja. La excursión no acaba como se había proyectado, aunque Vicentico el Bola crea lo contrario. Al final, en la última secuencia, Manuel y Julieta/Marisa (su novia) se han subido al Tranvía con destino a la playa situada a tres kilómetros del centro de Valencia. Allí, junto a la joven francesa, tendrá su primera experiencia sexual. Pero entre la primera y última secuencias, acontecen historias cotidianas dignas de un buen escritor, como es Vicent. 


 
Por el resto de las páginas discurre el vivir diario de un estudiante de Derecho. Su lucha entre el bien y el mal, encarnados por la religión y el despertar de los sentidos. El aprecio por las melodías de moda (casi todas boleros) en los años cincuenta. La interminable mezcla de olores esperanzados, imposibles de eludir. Y una pléyade de personajes hechos de una pieza. Algunos inventados, pero inolvidables, como Vicentico el Bola, o la China; y otros que aún existían o ya habían fallecido, entre ellos el mismo Franco cuando visitó Valencia en aquellos años cincuenta. Aunque por encima de todo -obviando el recorrido personal de Manuel desde la adolescencia a una incipiente madurez-, la obra es un homenaje a la ciudad levantina. A través de varias estampas pintorescas, Vicent desgrana las vivencias diarias en comercios, burdeles, cabarets, colegios, la Universidad. También en calles o travesías reiteradas, a veces emotivas; y por supuesto, en la playa de la Malvarrosa, solo al alcance de quienes se aventuraban a coger el tranvía de colores verde y amarillo. Una metáfora de la libertad conquistada.                                                              

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