lunes, 5 de abril de 2021

Pervivir en la memoria

       Del autobús de línea se había apeado portando su maleta de madera raída, el semblante grave y una miaja de torpeza en las piernas por el reuma y la humedad de Gijón; justo en el preciso instante de escucharse seis martillazos sobre la campana más grande de la torre de San Francisco,  señal inequívoca de esa hora de la tarde. En la Plaza, todos observaban el andar pausado del anciano desde las terrazas de los bares, sin atender al resuello del autocar procedente de León, redoblado en tardes de calor como aquella. Parecía transparentársele la sentencia de muerte, pues, uno de los transeúntes que pasaba a su lado, le preguntó por si no se encontraba bien; pero el viajero evitó la enojosa explicación del Alzheimer diagnosticado hacía poco, aduciendo la monotonía de los kilómetros.


 

  Me daré un baño y trataré de olvidar como sea, mientras me tumbo un rato en la cama -pensaba ajeno a tantos ojos ávidos-. En el señorial Hotel Magnánimo había reservado habitación para la Semana Santa: "Y que sea exterior", demandó,  "con vista a la escalinata y pedregal del Campairo", así podría avizorar las jóvenes acacias del fondo. Hacía una barbaridad de su último hospedaje en un hotel; mas ahora, con la Invalided Permanente y Absoluta, podía permitirse un dispendio, y hacer realidad uno de los sueños inalcanzables de su niñez. De aquella hasta habría dado su álbum de cromos y los programas de mano del cine -sus bienes más preciados-, a cambio de alojarse al lado de las señoras y caballeros bien, que desde el corredor de casa veía desaparecer en el vestíbulo: ataviados con traje a medida ellos, y, según temporada, abrigos de chinchilla, o vestidos coronados de chal, las esposas.

   
   Las estancias eran como él las había imaginado siempre, con sus galerías sobrias y pulcras rodeando el patio, los pasillos bruñidos de alabastro; además de habitaciones limpias y amplias, de techos altos, con sus pertinentes radiadores; amén del cuarto de baño alicatado y grifería dorada y refulgente. 


    
    Ya en la suya, al quedarse sólo y aliviado de carga de la pesada maleta, abrió el balcón y, acodando los brazos en la baranda, se demoró, oteando la zona baja del barrio de su niñez y la casa de adobe. La vivienda mantenía el alivio del corredorcito decrépito, donde había destrozado pantalones por las rodilleras y mancado sus dedillos tratando de matar hormigas o abejas, antes de guarecerse en sus nidos, entre las astilladas traviesas de la madera. Ahora, perfilados al fondo los árboles de más abajo con sus primerizas hojas, le devolvían el recuerdo de medio siglo atrás: aquel afán de empujar el balón a la portería contraria enmarcada por dos de ellos, y el esfuerzo de alcanzar la copa de alguno, cuando el culpable de la mala puntería embarcaba la pelota, o bien intentaba escudriñar algún nido de gorrión.



  Inicio de mi novela Pervivir en la memoria (2010), un recorrido pausado por las calles y rincones de Villafranca del Bierzo durante una Semana Santa muy lejana en el tiempo. 












 

  



   

            






 

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