miércoles, 12 de marzo de 2025

La hija (mis charlas con Fermín)

 

Mientras me cuenta lo de su hija me resulta imposible eludir el pasado de nuestra adolescencia. No recuerdo si en un anterior escrito  dije que mi amigo Fermín era tan discreto como yo, si bien, en momentos puntuales, lo desmintiese un repentino arrojo si debía actuar en defensa de una causa justa. El proyecto de futuro lo tenía muy claro entonces: meterse a cura en cuanto acabara el COU. Él prefería adelantar el ingreso en el seminario de Astorga a la finalización de la EGB, pero los padres lo habían persuadido para postergar la decisión cuatro años más, por si en ese lapso el hijo único cambiaba de opinión. A cambio, los padres transigieron con su deseo de trasladarse a Villafranca para estudiar en el colegio concertado de los Padres Paúles en régimen de media pensión, como yo. La ventaja es que viviría con sus tíos. 


  La casa de los tíos -una segunda planta de nueva construcción- no era muy amplia, ni tampoco lujosa. Lo que más llamaba la atención, o al menos a mí, era el piano blanco de pared de la marca Yamaha ocupando una de las rinconeras del salón. En él Fermín practicaba una y otra vez los estudios de Burgmüller sin cansarse. Creía que si avanzaba rápido y acababa la carrera de piano, cuando fuera cura, él mismo se encargaría de organizar los cantos eucarísticos si lograba formar una agrupación coral. José y Sagrario aceptaron encantados al sobrino, considerándolo como el hijo que no habían tenido.  


  Séptimo y octavo los sacó con notables y sobresalientes; yo de manera más comprometida. Luego él siguió los estudios de BUP sin abandonar Villafranca, persuadido de vivir una estación de paso; y yo me fui de ella para cursar otros más modestos. Al regreso a Villafranca para las vacaciones de Navidad, Fermín era otro. Nos saludamos con un abrazo fuerte de por medio. Y sin previo aviso ni explicaciones, me invitó con determinación a acompañarlo a la Plaza. Entramos en el bar de toda una vida, yo suponía que solo a tomar los cafés tras la comida. Pero allí dentro aguardaba una tercera persona: Marisol. Me la presentó, si bien ya nos conocíamos de vista. El Instituto había cambiado el carácter reservado de mi amigo hasta el punto de haber propiciado una relación sentimental, y con una joven tan atractiva como alocada. Cuando nos despedimos, dos días después de Reyes, le pregunté si aún seguía con la idea de ser cura. Él me dijo sí.     


  Cuatro años más tarde Marisol y Fermín se casaban. Él cursaba Ingeniería, trabajando por las tardes como camarero para sobrevivir, mientras los padres costeaban la carrera. Poco después nacería su hija Ana. Marisol se ocupaba de la educación de la hija, además de limpiar por las casas. Mi amigo, no obstante, tardó muy poco en emplearse a la finalización de la carrera. Pero, para entonces, la entusiasta Marisol había conocido a otra persona. Se divorciaron. La custodia de la pequeña quedó en manos de ella. No tenía sentido alguno lo contrario: Ana apenas había tenido contacto con su padre por las vicisitudes de la vida.  


 

- Ana no quiere saber nada de mí.


- No lo entiendo.  


 - Le he dicho que la puedo ayudar a costear la operación de médula, pero nada, no quiere ni verme. Me ha dicho que renuncia a la herencia que le pudiera corresponder.  


  - Tu hija, otra cosa no, ¡pero orgullosa!


 - Como su madre, que en paz descanse. 


  -Tal vez podías haberla visitado más de niña. Ya sabes lo que dicen los entendidos: que la infancia de cada uno es la patria del hombre.  


  Mientras contemplamos en silencio las casas, y más arriba la Catedral, con algunos segundos de demora, lo termina diciendo:  


  - Me equivoqué al hacerle caso a mis padres. Al acabar los estudios de EGB, tenía que haberme ido al seminario. No hubiera conocido a Marisol, ejercería mi antigua vocación de cura y ahora no me estaría haciendo mala sangre por culpa de Ana. 


   - Sin embargo no habrías conocido a tu actual pareja, ni tampoco te habrías dedicado a la Ingeniería, algo con lo que disfrutas. Y a pesar del distanciamiento, ni tendrías a tu hija Ana, ni tampoco a tus nietos, aunque no los veas.  


  - A mí me hubiera gustado haber pasado más horas con ella cuando era una niña, pero no disponía de tiempo. Las clases en la Universidad, y por las tardes sirviendo bebidas, ¿qué quieres? Cuando llegaba a casa, ya de noche, me ponía a estudiar, así que era imposible. Luego vino la separación y la niña no quería estar conmigo los fines de semana que me tocaba. Yo tampoco hice fuerza para lo contrario, me daba pena, así que nos fuimos distanciando.  


Nos dijimos adiós, no sin antes aconsejarle la auto indulgencia. ¿Tenía la culpa absoluta de cuanto había ocurrido con Ana? A veces la vida te orienta por caminos transitables al principio, pero con finales muy diferentes a los sospechados.  Una vez más, las vidas (o las almas), la soñada y la real, se dan la mano desde lados opuestos, como las dos Villafrancas que reivindica mi amigo.


 


                                                                                                

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