Cuando coincidimos es inevitable que mi amigo Fermín hable sobre Villafranca. Él es ahora como mi conciencia más joven, recordándome de continuo, sin intencionalidad alguna, la condición de emigrante olvidadizo, como si me hubiera alejado de allá poco a poco, sin apenas darme cuenta. En cierto modo él también lo es.
Hace unos días, mientras caminábamos por el casco antiguo de Ciutadella, me preguntó si recordaba a su abuelo Teo, sus visitas frecuentes. Cómo no, le dije. A Teodoro lo llegué a ver alrededor de media docena de veces por la Villa. La última, lo recuerdo bien, Fermín, él y yo nos fuimos caminando Tejedores arriba. Era un día de mucho sol, así que debía ser bien entrada la primavera. Apenas nos encontramos con vecinos, hasta que en una de las últimas edificaciones, al lado de la puerta abierta, vimos a una mujer de indumentaria humilde y negra rellenando un pocillo de leche para un gato de muchos años, ciego ya. Teo se interesó por el animalillo color miel, y la mujer achaparrada le dijo que el pobre estaba tan decrépito como ella. La anciana nos invitó a su choza a beber agua fresca del botijo. Aceptamos. Mientras bebíamos -sudorosos como estábamos-, el abuelo escudriñaba cada rincón, dándose cuenta de que no se veía nada para llevar a la boca. Él entonces preguntó a la mujer qué tenía para comer. Ella le dijo que nada, pero que no se preocupase, pues hambre no tenía. El abuelo de Fermín sacó de la cartera un par de billetes de cien pesetas y se los dio para que se comprara lo que le hiciera falta.
Luego de la caminata mañanera hasta la fuente de Trevijano, nos fuimos a comer a La Charola, en la Calle de Arén (del doctor). Cuando viajaba desde Paradasolano para ver a su nieto -dos o tres veces cada curso- siempre me invitaba a comer con ellos. Cuando salimos, para nuestra sorpresa, la anciana estaba esperándonos con algo en las manos. Se trataba de un libro envuelto en papel estraza:
El Libro de la Caridad, un ejemplar antiguo, con el lomo descosido, guardado en su casa, y casi la única herencia de sus padres, según confesión propia. Teo rechazaba el regado, pero ante la insistencia de aquella se lo quedó. Antes de despedirnos hasta una próxima ocasión, Teo nos dio a cada uno una moneda de diez duros.
- Yo creo qu fue él y su ejemplo, ya desde niño, los que me impulsaron a estudiar para cura.
- A lo que tu padre -su hijo mayor-, y también tu madre, se oponían, tratando de hacerte cambiar de opinión.
- Al final mis padres se salieron con la suya.
- Eso es cierto.
- Mi abuelo tenía pasta, pero era desprendido, no como mi tía. Cuando ella se murió, viviendo aún en Bilbao, ya no le importó hacer cuantas obras de caridad le apeteciese.
Teodoro Portillo había sido ingeniero naval hasta su jubilación. Al retirarse regresó desde Bilbao -donde se había ocupado la mayor parte del tiempo-, para vivir el resto de los años en su aldea de nacencia. Cuando su nieto Fermín se vino a estudiar a Villafranca, él compró el piano de pared que iría a parar a la casa de los tíos. En él ensayaba por las tardes, al acabar la jornada lectiva en los Paúles, de manera que los vecinos del Barrio no tardaban mucho en adivinar al intérprete. En realidad también ayudó a costear sus estudios en la Universidad.
- El piano te lo compró después de aquella velada musical en el teatro del Colegio. Tuviste tanto éxito con el repertorio de los estudios de Burgmüller, que conquistaste al público, a muchos de nuestros compañeros, y a tu abuelo el primero
- ¡¿Qué habrá sido de aquel piano?! Lo más seguro es que mis tíos lo vendieran junto al resto del mobiliario al deshacerse de la casa. El hermano de mi madre no le dijo nada a ella cuando vendieron la casa; así que mi madre no supo nada del piano. De todos modos yo hacía mucho que había dejado de tocarlo.
- A propósito de tu abuelo ¿qué fue de él?
- Muchas veces me preguntaba por ti, una vez te fuiste a estudiar afuera. Yo le decía que sabía muy poco, pero que debía de irte bien. Él vivió hasta los noventa, y nunca dejó de viajar a Villafranca dos o tres veces al año. Le gustaba mucho. Cuando Marisol y yo nos casamos y nos fuimos a vivir fuera por el trabajo, era yo quien le preguntaba por Villafranca y sus novedades, en cuanto nos telefoneábamos.
Nos dijimos adiós no sin antes tomar los cafés de marras en la Plaza del Borne, cerquita del obelisco. Ya en casa, no dejé de pensar en aquel hombre alto, de mirada penetrante; tan desprendido como atento a cualquier necesidad. Y pensando me he dado cuenta de que él, Fermín y yo, además de miles de personas, hemos sidos emigrantes por diversas circunstancias de la vida. Y que a veces una charla a cientos de kilómetros de nuestro lugar de origen, hablando de pequeñas historias sin importancia, puede servir para recuperar las raíces olvidadas; porque la tierra, mí tierra, no está conmigo físicamente, pero si los recuerdos, esos enormes tesoros indestructibles que, al menos a mí, me agarran a la tierra como lo hacen las raíces profundas de los árboles más robustos.
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