lunes, 14 de abril de 2025

El Padre Airas (mis charlas con Fermín)

Fermín está pensativo delante del café. Contempla desde la terraza la inmensidad del mar, sin ver. Visualiza algo muy diferente, sospecho. Como el mutismo se adueña del ambiente, le pregunto:  

  - ¿Dónde estás, macho? 

  Él me mira con sus ojos escrutadores y dice:
  
- En el pasado. Casi medio siglo antes. En realidad ahora mismo que estoy aquí, en tu compañía, me veo charlando contigo en el patio del Colegio de los Paúles, cincuenta años atrás. Es esa hora de la tarde, después de haber merendado pan con nocilla, y un poco antes de entrar en el estudio a completar los deberes, para luego abandonar el Colegio de los Paúles hasta el día siguiente, a eso de las siete de la tarde.  

  Feli deja de hablar. Intuyo que espera una interpelación lógica. Yo no la tengo, y como no le doy la réplica esperada, él pregunta por sorpresa:  

  - ¿Cuál es de tu estancia en el Colegio, el recuerdo más imborrable?  

  - No sé decirte. Tengo muy gratos recuerdos. Quedarme con uno solo es difícil.  

  - Yo cuando rememoro mi pasado de estudiante, siempre, siempre, me viene a la memoria el Padre Airas.  

  Por un momento me quedo desconcertado. Yo intuía algo diferente; incluso, puestos a decantarse por una persona, habría creído en la elección del Padre Seoane, el encargado de dar la asignatura de música, además de clases particulares de solfeo y/o piano. O incluso Pascual, el Padre Superior. Y si me apuras, el Padre Prieto, o el Padre Eloy, que luego se salió de cura; o incluso el Padre Pérez, el bodeguero. ¿Y por qué no el Padre Lorenzo que impartía la clase de inglés? O José Luis, el paúl más desenvuelto del Colegio y que no pisaba un aula, al menos la nuestra. 

  Retrocedo inevitablemente a los años de 1970 empujado por mi amigo. Me veo acompañado de otros chavales: Belmonte, Armando, Malagón, Quico, Lorente, Isidro, Pablo, Frey, Jesús... El Padre Airas imparte la clase de literatura. Todos en silencio escuchamos su dictado. Hoy habla, por ejemplo, de Milagros de Nuestra Señora, del riojano Gonzalo de Berceo. Creo que todos nos aplicamos a transcribir en el cuaderno sus palabras, a velocidad de crucero. Menos mal que de vez en cuando hace una pausa, a fin de explicar con más rigor algún detalle del primer poeta nacional conocido -en opinión del docto Marcelino Menéndez Pelayo, su filólogo de cabecera junto al gallego Ramón Menéndez Pidal-, algo agradecido por nuestras manos acalambradas.   

   - No he sido tan devoto de la lengua, como tú; sin embargo...

  - Pues sacabas mejores notas.  

  - Porque era más aplicado. A lo que iba. Yo soy de ciencias, pero reconozco que con Airas he disfrutdo más que con ningún otro profesor de la materia. En realidad era como si diera tres asignaturas: la propia lengua, con sus reglas y ortografías; literatura, en la cual analizaba a autores consagrados, desde Jorge Manrique hasta James Joyce, pasando por Buero Vallejo o Marcel Proust. Y por último estaba la obligatoriedad de leer algunas decenas de libros. Me acuerdo cuando tuvimos que leer La tía Tula. La novela me impactó, hasta el punto de empezar a ver la vida de otra manera. 

  - Admito que era muy buen profesor, pero demasiado severo.  

  Ahora mismo lo estoy viendo en la biblioteca. Nosotros sentados leyendo el libro correspondiente. Yo leo con atención Jeromín, la vida de Don Juan de Austria desde el enfoque de Luis Coloma (el Padre Coloma). Él va a salir de la estancia en cuanto se haga el silencio. A punto de partir coloca el cigarrillo sobre la boquilla negra y le prende fuego. A cargo del grupo se queda uno de nosotros, con el objetivo de que no se alborote el gallinero; y si se alborota -algo poco probable si quien ha dado el encargo es él-, la reprimenda será de aupa.  

  - Severo con quien rompiera la disciplina; de lo contrario todo era como una balsa de aceite.  

  - Todos le temíamos. Y eso no ocurría con ningún otro cura. 

  -  Él tenía una sonrisa inquietante, lo que de aquella no nos dábamos cuenta, aunque imponía lo suyo. Era una especie de sonrisa sardónica. Se le Contraían los músculos faciales y apenas se le abría la boca. Eso, unido a las gafas, un tanto extrañas, le terminaban de dar un aspecto amenazador. Pura apariencia.  

  El Padre Airas debía ser gallego, aunque el acento no lo delatara. De delgadez acusada y estatura media, y con un rostro difícil de olvidar, como lo fueron los de Max Von Sydow o Christopher Lee, podía dar el pego como actor en papeles de malo. Su voz no era estridente, no lo necesitaba; sin embargo resultaba confiable y rotunda. Recuerdo una vez, ya pasada la Semana Santa, cuando ceremonioso y dibujando esa sonrisa tan acusada, dijo a toda la clase: <<Uno de vosotros lleva tiempo copiando los exámenes. No sé quién es, pero el día que lo pille se va a acordar de mí. No lo aprobaré jamás>>.  Todos nos quedamos suspensos, mirándonos sin entender muy bien hacia dónde se dirigían los tiros.  

  - ¿Te acuerdas cuando en el examen final de octavo pilló copiando a V. y no lo aprobó?  

  - Aquello fue muy comentado. Su madre vino a interceder por el hijo, apelando a las buenas notas que había sacado durante el curso, pero no hubo manera. Al final cumplió lo dicho, dejándolo sin el Graduado Escolar.  

  - Y eso que estaba encandilado con sus filigranas jugando al fútbol. En una ocasión, yo le escuché decir algo así como: <<Qué lastima que no le acompañe el físico, porque podría ser un futbolista de nivel>>. Debió de suponer un desengaño saber que el chico de las filigranas, del juego bonito, era en realidad el copión. 

  Nos quedamos en silencio repentino. En tanto Fermín columbraba con atención el navegar de un barco de Balearia, a mi mente regresa el tono persuasivo de Airas. Me acuerdo perfectamente -de otras muchas cosas no-, cuando, tras analizar la figura del astorgano Leopoldo Panero, criticó con dureza la película de Jaime Chávarri, El desencanto, en torno a su figura, aduciendo su artificio y la dudosa sinceridad de su esposa e hijos. De aquella no le di mayor importancia a dicha historia, pero con el tiempo, mucho después, he llegado a verla unas cuantas veces; y sea sincera o insincera, me parece uno de los mejores trabajos del director madrileño. En esas, sometido por el influjo del pasado. Mi amigo deshace el silencio. 

  - Me hubiera gustado conservar algún cuaderno con sus apuntes.  

  - ¿Sabes que yo tengo el cuaderno con los apuntes de todos los escritores y libros que trató en sus clases. No sé dónde lo tengo, pero está en casa. Es, te lo puedes creer, el único objeto físico que me une a aquellos años, y en concreto al Padre Airas. Bueno, también el libro La Isla del Tesoro, el premio por quedar campeones de la liga de los pequeños (de los menos hábiles para jugar al fútbol). 


  Cuando hemos charlado largo y tendido de nuestra prehistoria estudiantil, y se va adueñando el crepúsculo, Fermín me ruega que en nuestro próximo encuentro le enseñe el cuaderno. En última instancia admite que está dispuesto a comprármelo, aunque no sea de su puño y letra. Y yo le digo que siempre es posible un trato. Pero ahora, terminando de escribir este pasaje memorístico, y con mi cuaderno de hace tantísimos años rescatado del baúl de los objetos arrinconados- ahora lo ojeo con apremio delante del ordenador-, estoy pensando que no se lo voy a vender, aunque la oferta sea tentadora. Eso sí: se lo enseñaré presumiendo del objeto, no tanto de mi letra, tosca y alterada.


                                                                

 

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