miércoles, 23 de abril de 2025

El tren no circula por el mar

                                                                                                                                                                      

Afuera a las doce del del mediodía, el calor abrumaba, y añadiendo la dosis extra de desorbitada humedad propia de la costa mediterránea, el bochorno se afianzaba, casi palpándose en su forma informe. Dentro, el aire acondicionado del museo hacía agradable la permanencia en él, favoreciendo el deleite y arrobamiento de los visitantes.


  Iselín, el ujier con gorra de plato marrón y uniforme azul de los tres últimos lustros, andaba mohíno y receloso por los pasillos ajedrezados de la sala octogonal. A escasos pasos del empleado, los ojos de una pareja pintoresca acechaban, observando ensimismados un cuadro diminuto y singular, sin prestar atención al resto de la concurrencia. Ella frisaba los treinta, y vestía zapatillas, camiseta y pantalón deportivos, amén de afear su cabello rubio y lacio recogiéndolo en un moño deplorable. Él, acaso hermano gemelo, deslucía el rostro con su barba de chivo, menguada en las mejillas, y una suerte de pelusa apelmazada en el mentón. También parecía dispuesto al ejercicio, con sus zapatillas y chándal rojos a juego con el uniforme de la acompañante.


  Iselín escrutaba a los adefesios con el ánimo de descifrar la incógnita de su malignidad, como un sabueso hace con las gentes de mala ralea que están predispuestas a delinquir. Con la mirada torva y al acecho de cualquier movimiento sospechoso, Iselín se aproximó a su compañero Martínez.


  _ Aquella pareja de allá me escama. Creo que deberíamos hacer algo.

  _ ¡Quiá! Tú eres muy suspicaz, Iselín. ¿Cuántas veces hemos visto gente aún más extraña y nunca ha pasado nada?


  El viejo Martínez ni siquiera miró a la pareja cuando el ujier los señaló con el índice. Así que Iselín se impacientó  y retomó los paseos por los azulejos, sin dejar de mirar con descaro o de reojo al dúo, según fueran las circunstancias. El deambular duró poco, lo justo hasta que descubrió algo insólito y volvió sobre sus pasos hasta el velador de Martínez con muestras de nerviosismo.


  _ Estos tipos traman algo. Me da en la mollera que no son trigo limpio. ¡Mira sus manos!

  Martínez obedeció, percatándose de la ausencia de dedos meñiques en la mano izquierda de cada uno.

  _ Sus manos sólo tienen cuatro dedos, ¿y qué?

 _ Esos son musulmanes y ya han robado antes; por eso se los habrán cortado.

 _ Tú te devanas demasiado los sesos, Iselín. Esos tienen pinta de ser hermanos gemelos, y yo me aventuro a decir que sólo es un defecto de nacimiento. ¿Acaso no te falta a ti el pezoncillo derecho?

  _ Es distinto Martínez.


  El incrédulo dio la espalda al compañero para recoger las entradas a un grupo de escolares. Con la irrupción de la chiquillería y la guía se formó un repentino baturrillo de cuadernos, prospectos, susurros y balbuceos que la audaz pareja de rojo aprovechó para escapar con el cuadro tanto tiempo reverenciado. Martínez ni siquiera los vio pasar a su lado, despistado como estaba contemplando con ojos saltones a la joven que inculcaba a los estudiantes el amor por la pintura. Iselín, por el contrario, salió a darles caza tras perder unos segundos preciosos por la inesperada  maniobra y el obstáculo humano.


  Afuera, el calor era aterrador. El sol en su cenit reverberaba sobre los vehículos aparcados a lo largo de la avenida, deslumbrando a perseguidos y perseguidor. En lontananza, al final de la infinita travesía, las mansas olas acariciaban la playa. Sin embargo, entre el agua y el museo, los rascacielos a ambos lados, cegando cualquier simulacro de bocacalle, el tráfico incesante de autos con sus ruidos atronadores, los transeúntes componiendo una masa amorfa, los adoquines de las aceras infectos de desperdicios y las vallas publicitarias aturdiendo y afeando la urbe, la hacían un remedo de Babel, una rémora para los huidos y sus cazadores (en la persecución, a Iselín se le había unido un municipal), cuya única forma de salvarla era la de correr y correr avenida abajo, camino del mar. Los fugitivos pisaban el firme con la certidumbre de un destino poco halagüeño, mientras sus enemigos afianzaban con cada zancada el convencimiento de darles alcance.


  _ ¡Manolo!

  _ ¿Qué?

  _ Nos hemos equivocado.

  _ ¿Por qué, Silvia?

  _ ¿Acaso no lo estás viendo?

  _ ¿El qué?

  _ Nos están persiguiendo como a alimañas.

  _ ¿Y qué querías, Silvia?

  _ Debimos ser más cautos, Manolo.

  _ Jamás se debe ser prudente cuando alguien te roba.

  _ Hasta en el sufrimiento hemos de resignarnos.

  _ ¡Venga! Corre y déjate de charlas. Se están acercando más y más.

 



  Los caminantes se extrañaban de la singular persecución; no obstante, enseguida miraban al cielo evitando comprometerse en un asunto tan escabroso. Que lo solucione la autoridad, decían sus conciencias conmiserativas.


  _ ¡Manolo!

  _ ¿Qué?

  _ ¿Aún llevas el cuadro?

  _ Sí, Silvia; lo llevo en el bolsillo del chándal.

  _ ¡Manolo!

  _ ¿Qué quieres ahora, Silvia?

  _ No debimos marchar de San Lázaro.

  _ Los médicos dijeron que ya estábamos curados.

  _ Sólo fuimos dóciles con ellos.

  _ A la fuerza. ¿Acaso pretendías que nos mataran con alguno de sus malditos electrochoques?

  _ ¡Ya!

  _ Los artistas no podemos vivir encerrados en compañía de locos, o definitivamente nos volvemos como ellos.

  _ ¡No grites tanto Manolo!

  _ Tú tienes la culpa, Silvia. No podemos hablar y correr a un tiempo, jadeantes y sudando como estamos.

 

  Al aproximarse a su destino, los escapados vislumbraron un alud de bañistas asoleados y supuestamente dichosos por resistir el tormento a cambio de la mudanza de sus pieles por otras más bronceadas. En el horizonte entrevieron un grupo de gaviotas que desperezaban sus alas en derredor de una pequeña embarcación. A su vez, ellos eran asaeteados por el rigor del estío y el sofoco de la carrera. Sin embargo, la mujer parecía no acomodarse al silencio, a pesar de la reconvención del compañero.


  _ En San Lázaro estábamos muy bien atendidos.

  _ De acuerdo; pero yo debía recuperar lo que es mío.

  _ El cuadro.


  _ ¡Claro, mujer! Yo lo pinté antes de ponerme enfermo. Y ya ves, a raíz de aquella exposición que los siquiatras dijeron que jamás había hecho, me obligaron a desprenderme del cuadro y decidieron que debían encerrarme, porque, según dijeron, El tren no circula por el mar era de Juan Gris y no mío.


  _ La gente no entiende de surrealismos, Manolo.

  _ Y además me humillaron diciendo que jamás en mi vida había pintado un cuadro.

  _ A mí también me humillaron, o ¿acaso no te acuerdas de que decían que yo nunca había sido tu marchante y que toda mi vida la había dedicada a la puericultura? ¡Con lo que yo detesto a los niños!

  _ Mamá es la culpable de todo esto, Silvia.

  _ ¿Por qué dices eso ahora?

  _ Desde aquel día de nuestra infancia que nos juramentamos, mamá hizo lo indecible para internarnos.

  _ No es de extrañar. Cualquier madre habría hecho lo mismo si sus hijos deciden amputarse los dedos meñiques.

  _ ¡Silvia!

  _ ¡Manolo!

  _ ¿Acaso no era un juramento de fidelidad eterna?

  _ Sí; sin embargo no estuvo bien. Y si mamá no lo descubre a tiempo hubiéramos muerto desangrados.

 

  Manolo volvió la vista atrás y vio el altozano de San Lázaro, con su blanquísimo edificio para enfermos mentales, y a escasos metros, a la pareja de perseguidores que les increpaban, conminándoles a detenerse si no querían morir a tiros. El hombre no se amilanó y al volver la vista al frente, descubrió a un grupo de chavales, los mismos del museo, que les hacían el pasillo para que avanzaran sin complicaciones, y les jaleaban apremiándoles en la huida.


  _ ¡Manolo!

  _ ¿Qué quieres Silvia?

  _ ¿Y si nos rendimos? Estamos cometiendo una estupidez.

  _ No quiero hablar del asunto. Este cuadro es mío. Me ha llevado medio año recuperarlo y no pienso renunciar a él.

  _ No tenemos escapatoria.

  _ Prefiero ahogarme en el mar.

  _ Pues yo no.

  _ ¿Es que quieres volver con los loqueros?

  _ Sí.

  _ ¿Y qué hay del juramento de la niñez?

  _ De acuerdo; tú ganas.

 

  Los larguiruchos bloques de viviendas estrechaban el cerco hacia la desembocadura de la angosta playa, sumergidos estos más de cien metros mar adentro. Las finas arenas estaban atestadas de gente que rodeaba extrañada una ambulancia con las puertas traseras abiertas.

  _ ¡Vamos! ¡Venid aquí! Os estamos esperando.

  Aquellas voces y silueta eran indefectiblemente las del doctor Aráez, al cual acompañaban tres enfermeros. Pero, a pesar de ello, hicieron caso omiso y se adentraron en el agua hasta ser perdidos de vista por la muchedumbre.

 

 

 


  _ ¡Despierta Manolo!

  _ ¿Eh? ¿Qué pasa?

  _ ¡Manolo, despierta!

  _ ¿Eres tú, Silvia?

  _ Sí, cariño.

  _ ¿Por qué me despiertas?

  _ ¿De verdad pretendes dormir toda la mañana? Ya son las doce.

  _ ¿Qué pasa ahora?

  _ Tu hermano, que le llames. ¡No sé cómo puedes estar tumbado con este calor!

  _ Cariño, deja que me recupere de la resaca.

  _ ¿Ni siquiera piensas levantarte a leer las críticas de los periódicos?

  _ ¿Qué dicen de la exposición?

  _ Levántate y lo sabrás.

  _ No puedo; todo me da vueltas.

  _ ¿Qué querías, con tanto gin-tonic?

  _ He tenido una pesadilla horrible.

  _ Sabiendo lo mal que te sienta el alcohol, no sé por qué te empeñas en celebrarlo a lo grande.

  _ No pretenderás que delante de los amigos me comporte como una hermanita de la caridad.

  _ Bueno. Es igual Manolo. La cuestión es que ha llamado tu hermano Iselín y me ha dicho que le telefonearas cuanto antes.

  _ ¿Qué querrá? Es desconcertante. En el sueño alguien se llamaba como él, y los ladrones se llamaban como tú y yo. La pareja del sueño se escapaba con El tren no circula por el mar que, en vez de medir tres por dos y medio metros, apenas alcanzaba los quince por diez centímetros.

  _ ¡Menéate! ¡Levántate y telefonéale!

  _ Está bien. Mientras me visto podrías hacerme un café bien cargado. La cabeza se me va para todas partes.

  _ De acuerdo.

  La esposa se atrincheró tras los fogones, ahíta de las borracheras y extraños sueños del marido. Maldijo las manchas de la vomitona puestas al descubierto por el sol deslumbrante de mediodía. La cafetera resopló al hervor justo cuando el marido entraba azogado. Apenas se tenía en pie y su rostro había palidecido.

  _ ¿Silvia?

  _ ¿Qué pasa, Manolo?

  _ Ha ocurrido algo horrible. Un desalmado ha entrado en la exposición y ha destrozado El tren no circula por el mar. El individuo se llama Augusto y al parecer se ha escapado de San Lázaro. La acuarela se ha convertido en un mar ridículo y gris al diluirse los vagones.

  _ ¿Estás seguro?

  _ Sí. Iselín me lo ha contado. Lo más lamentable es que estoy seguro de haber charlado largo rato con ese loco la pasada tarde; hablamos de Juan Gris y de otros pintores, y me pareció agradable y de lo más inofensivo.

  _ ¿Y cómo lo hizo?

  _ Lo roció con agua marina.

  Manolo se escaldó la lengua al beber el café, pero así y todo, trastabillándose y cadavérico, partió veloz camino de la sala octogonal para valorar los daños reales causados a su cuadro preferido.

  Silvia no volvió a tener un rato de tranquilidad en todo el día. Se devanó los sesos con la fuga de su primo del psiquiátrico de San Lázaro y la manera de confesar al marido lo del parentesco. Y es que a Manolo jamás le había contado la historia del paranoico Augusto, que se creía discípulo de Juan Gris.






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