jueves, 6 de febrero de 2025

El microscopio (mis charlas con Fermín)

 
Creo que Fermín y yo congeniamos desde el primer momento al compartir parecidas inquietudes, además de tener un carácter poco propicio para las expansiones, interiorizando todo cuanto pensábamos. Tal vez ayudara lo suyo ser ambos poco dotados para jugar al fútbol, cuando los partidos en los campos de arriba era el pan nuestro de cada día, con campeonatos incluidos. En el Colegio de los PP.PP. el fútbol era materia casi sagrada, y si no valías para darle al balón, en cierto modo quedabas relegado a un segundo plano, el de la insignificancia, o al menos esa era nuestra percepción de chavales, lo cual no impedía una inesperada alegría si el equipo triunfaba. Una vez saboreé las mieles del éxito. El equipo donde yo jugaba de lateral derecho quedó campeón. El premio consistía en un libro a elegir por cada uno de mis compañeros. Yo me decanté por La Isla del Tesoro de Robert L. Stevenson, firmado más tarde por el Padre Crisanto Fernández Seoane -futbolero empedernido además de gran músico-, dejando para el recuerdo la muestra fehaciente de haber campeonado, como dicen los argentinos. Los libros a elegir (entre un reducido conjunto, supongo que a instancias de los Paúles) estaban disponibles en la Imprenta. 

  No sé por qué he recordado esto, pero cuando veo a Fermín y lo saludo de nuevo, me resulta imposible eludir el lazo de la amistad sin acordarme del Convento donde estudiamos. Como en las dos anteriores ocasiones, lo veo hecho un figurín, mucho menos desgarbado que en aquellos años de estudios -seguro que hace gimnasia-, y más resuelto, muy diferente al chaval apocado de los años setenta. 

  - Estaba pensando en lo patosos que éramos jugando al fútbol.  

  - A mí nunca me gustó el fútbol. A ti sí. No se te daba muy bien, pero ¡anda que no veías los partidos por la tele cuando daban al Valencia! Y hasta llegaste a escribir un libro sobre la historia estadística del Club.

  - Ahora no los veo. Solo me dan disgustos.  

  Como hace dos semanas nos sentamos en la misma terraza del bar. Pau nos saluda, preguntando embromando si aún le damos vueltas a la bomba, ingeniada por dos chavalines con demasiados pájaros en la cabeza. Negamos, faltaría más. Mientras el camarero entró al bar para preparar dos cortados, Fermín a lo suyo, aprovechando la espita del fútbol de antaño.  


  - ¿Te acuerdas cuando mis padres me compraron el microscopio al aprobar Segundo de Solfeo? 

  Eso no se puede olvidar nunca. Nos examinamos el mismo día. Él más tranquilo, yo por el contrario estaba como un flan. Aprobamos. El con nota; yo me quedé en un suficiente, que a todas luces era un insuficiente en la comparativa.  

  - ¡Claro! Dejaste el pabellón muy alto con la nota de ocho. Yo casi suspendo. 

  - Es que te ponías muy nervioso de aquella. Te sobrepasaba la responsabilidad. 

  - ¡Ya!     

  - Después de comer todos juntos (se refería a sus padres, los míos, él y yo) en una taberna próxima a la Calle Ancha, nos fuimos a un comercio cercano donde vendían microscopios, que era lo prometido: un aparatejo de esos si aprobaba. 

  Fermín no tardó mucho en elegir el mejor, el de más aumentos. Por el contrario, a mí no me habían siquiera sugerido obsequio alguno, mucho menos tras el exiguo cinco en el examen de la mañana. Ante la evidencia de la comparativa tan odiosa entre el éxito y el fracaso, yo reclamé el mismo regalo. Mi madre se negaba en redondo. Por su parte, mi padre prefería no intervenir en la disputa. Cuando el toma y daca sin acuerdo se hizo patente, los padres de Fermín intercedieron, aprovechando que el dependiente envolvía el estuche conteniendo el artilugio. Pero Petra no daba su brazo a torcer, alegando el gasto extra. Fue entonces, a punto de abandonar el comercio -yo desolado, haciendo pucheros-, cuando en un impulso de atrevimiento impropio de su carácter, Fermín trató de ablandarla, aduciendo que nuestros microscopios los aprovecharíamos muy bien haciendo experimentos diversos, algo muy recomendado por don Lauro, nuestro maestro de Física, uno de los dos docentes externos contratados por la Congregación. Fermín debió de ser muy convincente para persuadirla de lo contrario, si bien nunca llegué a saber la razón exacta del cambio de opinión. Eso sí, el mío era más modesto, y su capacidad de aumentar el tamaño, menor. El estuche era de color negro.

  Durante el viaje de regreso desde León -ellos en el Renault 12, y nosotros en el Seat 1500-, yo hacía planes para sacar rendimiento al microscopio desde mucho antes de ascender el Manzanal. En ningún momento dejé de presentir sobre el cristal los misterios del ala de una mosca, de un cabello o de una gota de sangre.

   - Tú le sacaste más rendimiento al tuyo. Al mío enseguida se le fundió la lucecita y nunca la cambié, así que por las tardes y noches, cuando oscurecía, ya no podía usarlo, y esas eran las horas disponibles, pues salíamos del colegio a las siete. De todos modos nunca fui tan perseverante como tú.  

 

  - Tampoco te creas. Fuera de las pocas horas lectivas, la perseverancia la reservaba para el piano. Ahora, hablando de este recuerdo, me pregunto adónde habrá ido a parar el microscopio, porque nunca lo llevé a la casa de mis padres en Molina. 

-  Seguro que aún debe estar en la casa de La Cábila, donde vivías con tus tíos. Eso si los actuales propietarios de la vivienda no lo han tirado al río. Es broma -le digo-. Tal vez, cuando vuelvas a Villafranca, podrías hablar con ellos a ver qué te dicen.  

- Sigues hablando en broma ¿no?  

- Depende. Si aún crees en la Villafranca ideal, la soñada, como tú dices, podrías intentar recuperarlo.  

- ¡jajaja! ¿Y por cierto: qué fue del tuyo?  

  - Está en el desván de la casa de Villafranca. Supongo que cubierto por una tonelada de polvo. Es el inevitable precio a pagar por la mugre que deja el paso de los años.  

 - No te pongas espléndido, Julio.

  Nos dijimos adiós hasta una próxima. Aunque esta vez seré yo quien vaya a Maó para echar una parrafada con el amigo recuperado. Él vive en un primer piso de una vivienda antigua, aunque restaurada, de la Calle Moll de Ponent, mirando al Puerto.       



                   
                                                        
    

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