domingo, 29 de diciembre de 2024

El accidente

 

En 1998 escribía mi tercer cuento o relato ambientado en Navidad. Desde 1996, y año a año, no he dejado de escribir uno llegadas estas fechas de celebraciones en familia y mil propósitos de enmienda. Ahora, con la colaboración de Luis Soler, de la Cadena Ser, se ha procedido a su locución. Aunque cada uno de los relatos lleva por título el año de escritura, algunos, como a este, también le atribuyo otro título, en este caso, El accidente, el cual podéis escuchar pulsando aquí.





lunes, 23 de diciembre de 2024

¡Feliz Navidad!

 


 
Un año más se apaga con el mismo apresuramiento que las ciudades y los hogares se afanan en alumbrar desde semanas antes las eternas noches del otoño, pretendiendo tal vez abrazar la esperanza efímera de iluminar el año a punto de nacer, para convertirlo de una vez por todas en 365 días de ensueño que hagan olvidar los 366 precedentes; aunque pronto, antes de que se nos eche la primavera encima, descubramos con resignación que las ilusiones circulan por un carril paralelo al de la cruda realidad. Pero, como solemos decir cuando las circunstancias son adversas, que nos quiten lo bailado; y digo yo, y lo cantado, comido, bebido, comprado, regalado, viajado, dormido, leído o felicitado. Y habando de esto último ahí va mi felicitación tan poco original, si bien sincera: Disfrutad tod@s de estos pocos días que quedan para finiquitar el año, y desearos para el 2025 lo mejor, viviendo cada pequeño momento como si fuera el último de nuestra vida, y siempre con una sonrisa, con una ilusión por concretar, porque, a fin de cuentas, ¿Qué es para ti la Navidad? Podeis escuchar este breve relato en el podcast de la Cadena Ser.

 



jueves, 19 de diciembre de 2024

Mi abuelo

 

Cada año, desde 1996, tengo la irreprimible costumbre de escribir un relato o cuento ambientado en la Navidad. El motivo no lo sé. Supongo que es una manía como otra cualquiera; como si fuera, por decir alguna cosa, un encargo de algún desconocido a completar antes de la fecha límite. En 2010 comcluía ese cometido apelando a un diálogo escueto y desabrido entre el abuelo y su nieto en tiempo de celebraciones. Ahora ha pasado a formar parte del podcast de La Isla de los Oyentes, de Radio Menorca Cadena Ser. Espero que os agrade.






lunes, 16 de diciembre de 2024

Patria, un prodigio de la equidistancia

 
Hay libros que se tejen como hacían nuestras madres con los antiguos jerseys de lana: poco a poco, sin prisas, para no destejer una manga, o la zona de una sisa, por culpa de las prisas, o el exceso de la monotonía. Así actuaron Cela con La Colmena, Roberto Bolaño para componer Los detectives salvajes, Bernardo Atxaga para su ingenioso Obabakoak, o García Márquez para completar la extensa El amor en los tiempos del cólera. Y es que todos ellos, si bien desde distintos enfoques narrativos, buscaron la excelencia a partir de pequeñas historias o llamaradas controladas, que por si solas parecen una suerte de islitas con mínima sustancia, pero hilvanadas todas ellas, unas con otras, adquieren una dimensión formidable e impensada, solidifando el terreno hasta crear una nueva geografía juiciosa. Es esa crónica que  sin seguir el orden consecutivo de los sucesos se ve como un rompecabezas difícil de resolver; y no obstante, no solo acaba felizmente, sino que, al tiempo que vamos colocando cada pieza en el hueco correspondiente, comprendemos con más nitidez el mensaje del autor. 


  Patria (2016), fue el gran acontecimiento literario de aquel año, elevando a Fernando Aramburu al Olimpo, convirtiéndose en uno de los escritores más leído a partir de su monumental novela. Y es que P. es, en mi modesta opinión, el mejor tratado, o ensayo (sin serlo) que se haya escrito jamás en torno a ETA y el denominado "conflicto vasco". Aramburu se sirve de retazos sencillos de la vida de dos familias, antes amistadas, para componer un recorrido de ida y vuelta en torno a la violencia y sus consecuencias en el entorno de un pueblo pequeño del País Vasco, un lugar donde todos se conocen, por desgracia. El gran acierto de esta novela, además de lo antedicho, es su capacidad de análisis, dejando que la historia no se decante por el blanco o el negro, sino que los tonos grises vayan matizando el desarrollo de los acontecimientos, dejando claro, eso sí, que la violencia es el peor atajo, un atajo que no lleva a ninguna parte. 



                                                                                                                   
  Tan brillante como la exposición de los hechos -a partir del asesinato de uno de los protagonistas a manos de ETA-, es el perfil psicológico que Aramburu hace de cada uno de los personajes que transitan por sus páginas. A medida que se avanza en la lectura, uno termina entendiendo los comportamientos de Bittori (la viuda de Txato, el asesinado por la banda terrorista), o de Miren (madre de un terrorista). Antes de integrarse el hijo en ETA, ambas eran amigas íntimas. Pero no menos atrayentes son las personalidades de Joxe Mari (el terrorista), Joxian (marido de Miren y padre de Joxe Mari), y del resto que discurren por las páginas de la novela. 


  Son los años del plomo. Las familias compuestas por Bittori-Txato (ricos) y Miren-Joxian (no tanto), con sus respectivos hijos, son íntimas, como uña y carne, hasta que Joxe Mari entre en ETA. A partir de ese momento dejan de hablarse. Tambien en el pueblo hacen de menos al empresario y su esposa. Un día como otro cualquiera, el empresario Txato es asesinado por ETA, al no cumplir con el impuesto revolucionario. Bittori abandona entonces el pueblo para irse a vivir lejos. Cuando ETA deja las armas en 2011, Bittori regresa al pueblo. A ella le asalta la duda de si Joxe Mari fue quien mató a su marido, pues el día del asesinato se le vio por el pueblo, incluso Txato llegó a intercambiar unas palabras con él solo unas horas antes de ser asesinado. Una vez que Joxe Mari es encarcelado, Bittori (gravemente enferma) solo desea dos cosas antes de dejar este mundo: saber si fue él quien disparó a su marido, y conseguir que el hijo de Miren le pida perdón. 



  En resumidas cuentas, estamos ante una obra capital de la literatura española del presente siglo, escrita además con una insultante sencillez, algo aún más meritorio teniendo en cuenta el resultado final: sobresaliente desde cualquier punto de vista. De verdad que merece ser leída.






                                 

viernes, 29 de noviembre de 2024

My sweet lord (Historia de una canción, 11)

 
¿Es posible que alguien no haya tarareado jamás esta canción de George Harrison, o cuando menos no la haya escuchado? Creo que en cualquier rincón del mundo, hasta en el más remoto, sus habitantes se han aventurado alguna vez a emular con sus voces al que fuera uno de los cuatro miembros de The Beatles. Y es que la melodía es tan sencilla, y a un tiempo arrebatadora (como lo puede ser la contemplación del ir y volver de las olas de un mar plácido, aunque la imagen sea casi siempre la misma), que se hace difícil renunciar a la satisfacción de escucharnos a nosotros mismos versionando este himno a traves de la propia voz. 


  Es diciembre de 1969. The Beatles siguen unidos, si bien es de dominio púbico su próxima disolución. George Harrison se encuentra en Copenhage en compañía de Billy Preston y Eric Clapton. Asisten como invitados a la gira europea de Delaney & Bonnie. De por medio hay una conferencia, y tras concluir, Harrison se recluye en una habitación, componiendo los primeros compases de lo que sería My Sweet Lord. Por entonces no había barajado la oportunidad de publicar una nueva obra en solitario, algo que al final ocurriría con All things must past (1970), su tercer álbum al margen de The Beatles, un triple, considerado a día de hoy, uno de los tres o cuatro mejores trabajos en solitario que jamás haya compuesto por separado alguno de los de Liverpool. My Sweet Lord, que previamente había sido grabado por Billy Preston (en este directo se le puede ver con algunas celebridades) un par de meses antes, fue uno de los treinta temas incluidos en el triple disco, convirtiéndose a instancias del coproductor Phil Spector, en el primer sencillo de su carrera en solitario. A pesar de las reticencias de Harrison, por temor a que el mensaje de la letra jugara en su contra, el single (lanzado al mercado el 23/11/1970 en USA y el 15/01/1971 en UK) fue un éxito rotundo, alcanzando de inmediato el nº 1 en infinidad de países. 


                                                                                       
  Por medio de la letra, a medio camino del gospel y de las oraciones védicas de la India, Harrison (el más espiritual de los ex beatles) pretende el conocimiento y la unión con Dios (en este caso Krishná, uno de los dioses del panteón hindú), aunque sin renunciar al Dios de Occidente (de ahí la intercalación de palabras, Hallelujah y Hare Krishna), pretendiendo con ello huir de la exclusividad religiosa (¿algo así como apostar por el ecumenismo?). Ciertamente Harrison hacía años que se había empapado de la cultura y religión de la India, a donde viajaba con asiduidad para profundizar en sus costumbres, además de seguir tomando lecciones de sitar, instrumento del cual se había servido para componer alguno de sus temas. Y sin embargo, en este, con reminiscencias tan orientales, renunció a tocarlo en beneficio de la guitarra, el instrumento protagonista de la canción en sus diversas variedades. 


  En 1976, Harrison tuvo que hacer frente a la demanda por plagio interpuesta por Bright Tunes, una compañía de NY, alegando que la melodía se parecía una enormidad a la de He's so fine (1962) del grupo femenino Chiffons. El Tribunal dio en parte la razón a la Compañía, asegurando que el artista británico la había plagiado de un modo inconsciente. No obstante, Harrison argumentó que en realidad era, Oh happy day el gospel que le había inspirado. 


  Como todos los temas que trascienden más allá del tiempo (y del espacio), My Sweet Lord ha contado con infinidad de versiones. Así, artistas tan dispares como U2, Eric Clapton, el mencionado Billy Preston, Megadeth, Ray Conniff, Julio Iglesias, Family & friends, etc., no han dejado pasar la oportunidad de poner su sello con el firme propósito de lograr que transmita, si bien, creo que nadie lo ha logrado con tanto acierto como su genuino compositor.
                                             







                                                                                                

viernes, 1 de noviembre de 2024

Podcast Tres años sin Joan Aloy

 

En marzo pasado publicaba este relato basado en hechos reales, una mirada crítica hacia los daños colaterales que en ocasiones provoca la modernidad y con ella el imprescindible progreso. Pues bien, ahora pasa a formar parte de los podcast de, La isla de los oyentes, de Radio Menorca Cadena Ser. Este audio de, Tres años sin Joan Aloy, será, creo, una de mis varias colaboraciones literarias en las ondas, gracias a la amabilidad de la Casa, y en particular a Luis Soler. Espero que os guste.  





viernes, 25 de octubre de 2024

HISTORIAS DEL SENADO (y otros relatos)

Confieso que me ha costado escribir sobre este libro, teniendo en cuenta que Hernán ha sido mi maestro de escuela, después padrino de Confirmación, más tarde compañero en el Coro San Valentín, colega en este apasionante oficio de escribir, y por encima de cualquier otra cconsideración, un amigo para toda la vida. Con estos antecedentes hubiera sido mejor eludir el compromiso, y más teniendo en cuenta que el ancarés de nacimiento y con  cuna en Villafranca, jamás me iba a reprochar haberme hecho el olvidadizo, teniendo en cuenta su proverbial talante acorde al escaso interés por llamar la atención, mucho menos por salir en los periódicos y demás medios de comunicación. Pero habría sido hacerle un feo por mi parte ir contra la lógica de lo razonable, siendo un deber de justicia valorar como se debe un libro tan singular como el de mi amigo.


  No miento si digo que muy raras veces vuelvo sobre un libro. Este lo leí en diciembre de 2023, volviendo sobre sus páginas en septiembre pasado. Y si la primera vez me gustó, su relectura me ha entusiasmado. Creo que Hernán Alonso consigue con sus Historias del Senado (y otros relatos) un hito en su dilatada carrera de escritor. Lástima que el libro no tenga más narraciones. Se lo merecía. 



  Este libro, publicado en 2023, es una miscelánea de géneros donde predominan los relatos, verídicos o inciertos, los cuales rezuman una manera de ser y estar berciana (y ancaresa). 



  El primero, y más extenso, Historias del Senado, es un prodigio, una especie de fanfarria a través de la cual se entrelazan varias historias chiquititas que dan sentido a la realidad de una bodega mítica y ya desaparecida. Es, resumiendo, la radiografía costumbrista y vital del paisanaje villafranquino en los días añorados de vinos sin rosas, salvados por la saludable costumbre de pegar la hebra. El siguiente, Lejano amanecer (Premio "Enrique Gil y Carrasco" (1994), es un relato nostálgico de la niñez en una aldea de la montaña ancaresa. Aquí Hernán recurre a la memoria, para, a través de un gran dominio del lenguaje, pergueñar las (o sus) primeras señas de identidad. A continuación, Ella nunca lo haría, es una suerte de alegato en favor de los animales domésticos: los perros, que muchas veces son abandonados sin remordimiento alguno por sus dueños, a fin de disfrutar de unos días de vacaciones. Le sigue, El Sil, testigo de la historia. Es esta la primera narración que se sale de los cánones de un relato. Se trata de un sentido homenaje al río de más longitud, y a El Bierzo, que es regado por sus aguas, aguas con mucha historia. Prosiguen las páginas con la historia de (debe de ser cierta, o tal vez no), Yo quería ser capitán, dedicatoria incluida a su amigo ya fallecido, Antonio Robés, un canto de añoranza a la niñez. 



 Hago aquí un aparte porque, Memorias de un sacristán (Premio del Concurso Cultural 1992 -Revista el Aguzo), me parece a mí una historia redonda, la mejor. El sacristán Evaristo, o "Cune", como se prefiera, es un magnífico y memorable ensayo sobre la irreverencia, pero controlado en todo momento para no implosionar, algo que ocurre con alguna asiduidad cuando los excesos se salen de madre por el entusiasmo del autor. Este Memorias de un sacristán podría considerarse el comienzo de una novela corta -si no lo es-, donde la ironía y el sarcasmo se dan la mano, y donde el tono mordaz rivaliza con los escritos más insolentes de D. Francisco de Quevedo. 


  Las dos últimas narraciones entroncan con el carácter reivindicativo. Como ocurre en El Sil, testigo de la historia, Hernán reclama la autenticidad, el valor y la pervivencia de la tierra en esta, Un día por la Somoza del Bierzo. Con el autor viajamos por parajes preciosos tras muchos años de ausencia. Prendido por la fuerza de las palabras y de un lenguaje primoroso, apenas me cuesta nada acompañarlo, imaginándome fuera del tiempo presente. Y la otra, la última, Este Bierzo soy yo, me parece a mí el compromiso total del autor con ese pedazo de tierra leonesa que linda con Galicia, y que se siente única. Es una soberbia crónica con sones de arrebato y que en cierto modo ya prefigura la precedente. 


  En resumidas cuentas nos encontramos ante historias muy lindas y variadas, donde el sello del autor es inevitable. Un libro que recomiendo para ser leído en estos días otoñales, ¿por qué no al calor del fuego que va calentando el tambor en donde con estrépito se abren las castañas? 





                                                              

      

 

martes, 27 de agosto de 2024

Cómete un brazo que te queda el otro

 

Durante los últimos meses estoy rescatando relatos inéditos que no merecieron el honor de aparecer en un libro. Este es uno de ellos, escrito a mediados de los ochenta, y que, a pesar de la temática, más que interesante a primera vista, no terminó de cuajar como esperaba. A pesar de vérsele las costuras, creo que merece una lectura póstuma.




Dos hombres, uno mayor que el otro, caminan a lo largo de una extensa calle. La mañana otoñal es mortecina y gris, con escasos viandantes y un tráfico rodado parsimonioso. <<Los domingos ya se sabe, terminan por engordarse con conductores anómalos>>, parece decirle el octogenario al hombre de la cincuentena recién estrenada.


  El anciano cubre la cabeza con un sombrero de fieltro, nada de particular si no fuera porque es de un rojo chillón que no armoniza con su abrigo azul marino, y porque el más joven, además de vestir un tanto informal con un chándal, abrigado a primera vista, es de un color amarillo canario. Este, para acrecentar la incongruencia, lleva bajo el brazo un periódico escrito en inglés. El viejo, por el contrario, sujeta con la zurda un par de libros con literatura del boom latinoamericano.


  Caminan sin prisa, en paralelo. Mientras el más joven vapea con excitación, el otro fuma estiloso en una pipa. De súbito, el hombre mayor se detiene frente a un edificio con aroma nostálgico.


  - Aquí es, Ricardo.


  - Pero, papá, ¿no me ibas a mostrar un edificio singular?


  - Y este lo es, créetelo.


  Ricardo hecha un vistazo, mostrándose decepcionado ante la visión de una fachada sucia y cuarteada, sin color definible, intuyendo una decadencia aún mayor en los interiores del inmueble.


  - Entonces era una casa lujosa y confortable -añade.


  - ¡Me estás hablando de la prehistoria!


  - Te estoy hablando de hace cincuenta y cinco años. Tú aún no habías nacido, y ni siquiera conocía a tu madre.


  - Eso ya lo sé. Pero yo quería que me relataras una noticia impactante de cuando trabajabas de periodista, no que te pusieras a hablarme de las bondades de una antigua casa como esta, con muy poco futuro.


  - No entiendes nada Ricardo. Hoy, exactamente hoy, hace cincuenta y cinco años que estuve por primera y última vez en la casa –apunta con el índice a la pared de color vainilla desleído.


  - ¿Y?


  - En ella escuché la historia más insólita que yo recuerde en mis casi sesenta años de profesión periodística.


  - Pues adelante con ella.


  Padre e hijo se sientan en un banco enfrentado a la vivienda en vías de perecer por inanición. Antes de comenzar con los anales de aquella historia, el anciano se quita el sombrero de alas agujereadas, y hace una especie de reverencia a la edificación de vestigios modernistas. De repente y con pesar, discurre un preámbulo:


  - A pesar de los años transcurridos, aún resuena en mis oídos la frase paradójica y macabra: <<cómete un brazo, que te queda el otro>>.


  - ¿A dónde quieres ir a parar?


  Su padre respira hondo antes de sondear el pasado.


  - Lo que voy a decirte sucedió durante un caluroso mes de julio, de aquellos que se daban en Madrid en los últimos años de la Dictadura, cuando aún apremiaba entre sus más fieles acólitos la exaltación del espíritu nacional, y con ello, suponían, bastaba para mantener a flote al Régimen, una vez faltara Franco.


 

>>Todo comenzó de un modo casual, mientras leía las noticias de El Caso sin algo más productivo que hacer en ese momento, salvo la lectura siempre provechosa de aconteceres inesperados, al menos para alguien del oficio como yo. Al llegar a una de las páginas, mis ojos se fueron a una noticia tan desconcertante como escueta que me dejó perplejo: <<Cirujano español sobrevive en mitad del desierto tras colisionar su avioneta, pilotada por él mismo, contra la inmensidad de las arenas.>>


 La lectura en el Semanario provocó que el resto de la tarde no hiciera nada útil, solo pensar, imaginarme al doctor en medio de dunas gigantescas, y a merced de un sol aniquilador y desquiciante.


  >>En aquellos días me encontraba disfrutando de unas supuestas vacaciones en un pueblo de la Sierra de Madrid. Como mi espíritu aventurero de entonces me obligaba a ser curioso e inquieto, y mi ideal del oficio era sondear en lo más absurdo, sin temor al fracaso, o al portazo por ser incisivo en exceso, me dispuse para viajar a la mañana siguiente hacia la capital del Reino (del Reino es un decir, porque de aquella…), intentando si preciso fuera, recabar más información al respecto del inaudito acontecimiento.


  >>Atrás dejaba la casita rodeada de pinos, abedules y aire puro con fragancias de montaña; el río sinuoso jugueteando entre las estribaciones del terreno que lo hacían, si cabe, más cristalino y animado; o los trinos variados de aves en busca del alimento diario…


  - No te me vayas a poner ahora bucólico, papá.


 >>…Por un tiempo, sin ser consciente de ello, aparcaba mi última investigación para el periódico en el cual trabajaba, un proyecto que iba a abordar la vida de un ser aislado en plena vegetación durante dos semanas, o sea, yo, a cambio de  explorar la capacidad que el ser humano puede llegar a alcanzar en situaciones prolongadas de aislamiento. Mis jefes no estaban de acuerdo en el propósito de dar carpetazo a unas vacaciones sugeridas por ellos mismos, a fin de escribir sobre las vivencias de un urbanita. No obstante, la avidez en que había mudado la perplejidad del día anterior, alimentaba la necesidad de saber, extraviándome el cerebro en fantasías disparatadas sobre el suceso ocurrido al galeno, si bien, ¡qué coño! En realidad empezaba a atosigarme, tanto el exceso de silencio como la ausencia de seres vivos; así que me salí con la mía.


  >>Llegué a Madrid apenas el sol comenzaba a acuchillar con brillos refulgentes sus calles y viandantes, ajenos ellos a mis aviesas intenciones. Trabajadores, mendigos, rateros, vividores, ejecutivos del tres al cuarto y demás gentes, componían a mis ojos una familiar caterva humana, desorientándome por momentos tras haber permanecido en el campo seis días rodeado de una mesura casi perfecta; una suerte de concierto en el que, ajeno al mundanal ruido, yo dirigía la orquesta, o eso me parecía. Mientras divagaba sobre estas y otras ocurrencias, el taxista me trasladó en un SEAT 1500 hasta la redacción del semanario que había publicado la escueta noticia, a cambio de doscientas cincuenta pesetas.


  >> Un asistente me hizo pasar a una sala de espera desde la que se divisaba la calle principal. A esa hora estaba siendo circundada por innumerables vehículos que comenzaban a escupir al cielo, puro hasta pocos años antes, toneladas de dióxido de carbono, producto de las dificultosas digestiones de sus motores; un tributo que los madrileños comenzábamos a pagar con la llegada del desarrollo industrial.


  - Es evidente que no puedes disimular tu vena creativa. Hay que adornar antes de ir al grano, ¿Eh?


  - Apenas llevaba un par de minutos cuando se abrió la puerta de la sala, y un hombre joven cruzó el umbral, dirigiéndose con paso decidido hacia donde yo permanecía de pie. Se trataba del Jefe de Redacción. Con él apenas intercambié media docena de frases predecibles. Solo supo decirme que la noticia obraba en su poder desde hacía pocos días, publicándola a continuación. Nada nuevo me dijo que no supiese, salvo la dirección del desafortunado doctor, o sea: Calle Fuencarral, nada más y nada menos. Pero no debía hacerme ilusiones en cuanto a profundizar en los hechos: alto secreto.


  >>Poco tiempo después me encontraba paseando por esta misma calle, tramando argucias para disfrazar un poco el morboso propósito que me obligaba a abandonar la tranquilidad de la Sierra. De tal manera, tras cavilar durante un buen espacio de tiempo sin atinar con algo convincente, decidí presentarme como un antiguo camarada de estudios del señorito, al cual pretendía hacerle una visita, además de interesarme por el estado de salud de su padre tras el accidente.


  >>Divisé la vivienda enseguida, este mismo edificio, entonces elegante y armonioso para gente con posibles. Me quité el mismo sombrero que llevo ahora, entonces casi nuevo, y toqué el timbre con ansiedad desbocada hasta cuatro veces. Al comprobar que nadie accedía a mi cita con lo desconocido, convencido de la soledad de la vivienda, de la inutilidad del viaje, volvía sobre mis pasos cuando oí tras de mí cómo se abría el portón. Me giré para ver a  una especie de ama de llaves de mediana edad. En una suerte de interrogatorio en tercer grado me preguntó sobre el asunto de mi visita. Con mucha maña y las argucias del oficio, fui sorteando con evasivas la retahíla de preguntas que me iba planteando. Sin pestañear, con el rostro impasible, me invitó a franquear la puerta de entrada y a acompañarla a lo largo de un pasillo que desembocaba en un salón espacioso. Luego se fue, no sin antes decirme que aguardase la presencia del señorito.


 

>>La espléndida estancia de techos altos permanecía en penumbra merced a las contraventanas. Estas apenas sí dejaban traslucir diminutas rendijas de claridad, si bien suficientes para percibir el lujo comedido, también el buen gusto con que había sido decorada la estancia. No le faltaba un solo detalle ornamental para engrandecerla. Aquí un reloj carillón años veinte, allá una otomana antiquísima, la cual no podría fechar con exactitud, y algunos objetos más de años remotos poblando las paredes.


  >>El tiempo parecía haberse detenido allí dentro, mientras el calor se había quedado fuera de la mansión. Con seguridad el sopor humillaba la carretera para golpear a los conductores sin piedad alguna, de manera que agradecí a quien correspondiese la agradable penumbra del salón.


  - ¿Por qué no vas al grano? Mira que te gusta retardar el desenlace.


  - Por espacio de algunos minutos aguardé expectante la presencia del hijo de la víctima. Al poco apareció un hombre joven y bastante alto. Nos presentamos, dando inicio a una conversación en extremo relajada; al menos, eso no era lo que yo esperaba. De él destacaría la franqueza y naturalidad para abordar la realidad, al decirle de mi pertenencia al oficio periodístico. Mi interlocutor fue narrando todos los misterios alrededor del dramático suceso. No obstante, antes me hizo jurar que jamás diría ni escribiría nada al respecto, salvo que las circunstancias fuesen otras bien distintas, como la desaparición de todos los miembros de la familia, al menos los más directos, a lo cual accedí de buena fe.


  >>Al fin, tras algunos rodeos por parte del hijo, supe el nombre del misterioso doctor. Se trataba nada menos que del cirujano Ciro González Mancada, una eminencia en la implantación de extremidades seccionadas accidentalmente.


  >>Con presteza me ofreció algo de beber antes de continuar relatando el triste asunto. Le propuse un whisky, él también decidió servirse otro. Mientras preparaba los vasos, me dijo ser arquitecto desde hacía tres años, estando ocupado esos días en un proyecto de vital importancia para el casco antiguo de Madrid, por lo que no podría demorarse en la charla.


  >>Retomó el hilo de las confidencias para decirme de buenas a primeras que no buscase a su padre en ningún hospital de la ciudad: simple y llanamente se encontraba en una policlínica de Arabia. Su padre -continuó con la explicación- había sido invitado a conferenciar en el país del petróleo sobre el tema de la cirugía, siendo como era un afamado doctor. Durante los días previos a la partida, este preparó a conciencia el discurso, sin dejar nada al albedrío de la improvisación. El día de su marcha revisó con la minuciosidad de un profesional todos los mecanismos de la avioneta –por lo visto no solo era un extraordinario hombre de ciencia, también un avezado piloto-, sin apreciar ninguna anomalía en la puesta a punto. Se despidió de su familia, partiendo del aeródromo de Cuatro Vientos con rumbo al lejano país. En el trayecto con destino a Riad, la avioneta comenzó a perder combustible incomprensiblemente, debiendo de hacer un aterrizaje forzoso en medio del desierto. No sufrió ningún daño personal, pero la radio del aparato quedó inservible por la invasión de arena dentro del artilugio volador, al empotrarse en una enorme duna que detuvo el avance de la avioneta.


  >>Confundido por el asombro seguí la conversación de mi interlocutor, el cual me ofrecía tabaco, aunque yo preferí servirme de mi pipa, un rudimento a modo de bálsamo para aminorar esa especie de aturdimiento. Mientras llenaba la cubeta con tabaco, tuve la sensación de que una brisa helada comenzaba a surcar mi espalda, si bien no había corriente alguna.


  >>Manuel, ese era su nombre, había regresado el día anterior tras visitar a su padre, permaneciendo en aquel país por espacio de una semana. Esto quería decir que la familia conocía el luctuoso suceso varios días antes de que se hicieran eco los periódicos. Por tanto, la agencia encargada de la difusión del escueto titular, a instancias de la Censura, atenuó la trascendencia del accidente, diluyéndose la asombrosa noticia conforme transcurrían los días.


  >>Mi padre -continuaba con la explicación- permaneció dos días y dos noches sin apenas moverse de su avioneta, como no fuera para mover algo las piernas y echar una ojeada al cielo en busca de algún avión, lógico teniendo en cuenta el intenso calor durante el día y el frío extremo de las noches. Al relente nocturno se cobijaba en los restos de la avioneta, de manera que unas mantas siempre disponibles abrigaban su cuerpo. Agua tenía la suficiente para aguantar durante tres semanas; así que el único inconveniente para sobrevivir en tales circunstancias era la falta de alimento, ya que solo contaba con un par de bocadillos y unas pocas latas de conservas.


  >>El doctor era optimista sobre la posibilidad de ser avistado por los ocupantes de otro avión; por tanto, en esas primeras horas no perdió el ánimo, limitándose a esperar. Mientras el tiempo transcurría remiso, inspeccionó el material médico que transportaba en su maletín, comprobando que no había sufrido daño alguno. Volvió a leer entonces con detenimiento el discurso preparado para la ocasión, y cuyo soporte era el instrumental médico necesario para una intervención quirúrgica un tanto elemental, quedando satisfecho por la precisión de las palabras técnicas escritas en una libreta. Si daban con él, llegaría a tiempo de disertar en cuanto a su especialidad.


     

>>Transcurridos cuatro días del accidente aéreo, y como la impaciencia comenzaba a anidar en su cabeza, persuadido de la inutilidad de la espera, decidió caminar entre la inmensidad de las arenas con la ayuda de una simple brújula y el sustento de una cantimplora llena de agua. El sofoco era descorazonador, si bien la decisión de aventurarse en busca de congéneres, debía de ser más fuerte, pues no se entiende que no llevase ni una sola manta para abrigarse durante las noches. Para la caminata cubría su cara con un pañuelo, dejando al descubierto los ojos que le guiaban en esa nueva e inesperada aventura. Pese a ello, la cruda realidad habría de imponerse a las ansias de libertad. Durante su primera noche a la intemperie se desató una tormenta de arena, diluyéndose toda tentativa de evasión: decididamente continuaría atado a la prisión que era su avioneta. Regresó con mucha dificultad al punto de partida, utilizando en todo momento la brújula. Cuando dio con la avioneta, había estado en un tris de pasar de largo sin percatarse de su presencia, debido a las arenas que cubrían buena parte de la estructura metálica.


  >>Los días se sucedían tras el forzado aterrizaje. No recordaba si nueve o diez. El náufrago del desierto comenzaba a sufrir las alucinaciones propias de una persona obligada a permanecer por mucho tiempo en lugar inhóspito, acentuándose el problema por la demanda de alimentos que le anunciaban sus tripas con melodía persistente y poco halagüeña. El cirujano comenzó a sufrir una especie de delirio continuado, acompañado de procesos febriles, a pesar de lo cual en ningún momento perdió la razón por completo. En las pupilas se le dibujaban conejos correteando a su albedrío, o atisbaba personas en el horizonte empuñando sendas cañas de pescar con los sedales tensados por el peso de algún pez grandioso. Se alegraba contemplando los inmensos robledales filtrando reverberaciones producidas en el cielo infinito. Fue en alguno de esos periodos, sin abandonarle por completo la lucidez, cuando decidió seccionarse su brazo izquierdo con el fin de calmar el hambre insoportable que hacía mella en todo su cuerpo. La intervención, precaria, la realizó con el material que llevaba en el maletín, sin ayuda alguna, salvo su pericia y valentía de ánimo; y el arrojo, o mejor decir, fuerza sobrenatural que todos sacamos a relucir en situaciones límite, cuando la supervivencia solo se puede compensar con una heroicidad, como es renunciar a una parte del propio cuerpo.


  >>Solo un día después era avistado por un avión militar, siendo conducido a un hospital de postín, posibilitando así el milagro de la recuperación total, pues a pesar de la formidable cauterización de la herida a la altura del codo, había perdido abundante sangre.


  - ¿Y luego, qué pasó?


  - El estupor se imponía a mi raciocinio tras escuchar lo ocurrido al cirujano por boca de su propio hijo. El frío bañaba todo mi cuerpo de arriba abajo, mientras mis manos transpiraban un sudor helado, o eso me pareció. Le pedí a mi interlocutor el favor de que abriera una ventana, aunque entrase el sol con sus treinta y tantos grados, aunque nos aplanase, pues ya no podía soportar más esa sensación de claustrofobia que se empezaba a adueñar de mí. Manuel aceptó de buen grado, desatrancando las tres ventanas de la estancia y sus respectivas contraventanas, antes de dar continuidad al relato.


  >>Después de algún tiempo, el padre terminó de recuperarse física y psicológicamente de la falta de uno de sus brazos. Merche, la esposa del doctor, y su hijo, viajaron de inmediato hasta Arabia, una vez informados por la Embajada en Riad del accidente y posterior rescate. Ambos estaban muy preocupados después de tantos días sin saber nada de él, como no fuera la desaparición de la avioneta.


  >>De la casa me fui una hora después, acompañado por la mujer adusta con cofia incorporada. Antes, Manuel me invitó a volver al chalé cuantas veces quisiera, aunque nunca volví, pues la desgracia se cebaría muy pronto con él y su madre.


  >>El resto de aquella mañana debí de permanecer con la cara desencajada, pues los viandantes madrileños me miraban extrañados, sin atender al rosario de coches y motocicletas que circulaban ya entonces por Madrid.


  - Un tío hambriento y medio ido secciona su brazo para comérselo si no quiere morir de hambre. Algún caso similar he escuchado; ¿eso es todo?


  - Espera un poco y escúchame.


  - Vale.


  - Desde entonces he viajado unas cuantas veces a Arabia, aunque en casa os dijera que lo hacía para ultimar una novela que al final nunca he concretado.


  - Eso ya lo sé, como también sé que hace un taco de años que dejaste de viajar allá.


  - Veinte. Al morir el cirujano. En principio me atraía la idea de frecuentar al cirujano, de intimar con él y saber en profundidad de lo ocurrido. Luego, fue la irrefrenable ansiedad de intimar con el país, yendo incluso a la zona donde se había estrellado, pues no entendía ese afán de Ciro por no regresar jamás a España; luego lo supe…


  -¡Joder, papa! ¿Pretendes narrarme los primeros párrafos de tu novela árabe?


  - …El doctor jamás regresó a España, permaneciendo en Arabia por el resto de sus días. Allí fue siempre un reputado personaje de la sociedad de aquel país, no en vano, al año de estancia, pasó a ser miembro de honor de la hermandad Abdul Lahren, una prestigiosa asociación donde aún hoy tienen cabida personalidades del mundo que hayan perdido alguna de sus extremidades. Esta organización benéfica está subvencionada por el propio Rey, del cual las víctimas reciben una suma considerable de dinero, suficiente para vivir con desahogo.


  >> Huelga decir que el doctor se acogió a la nacionalidad árabe, aprendiendo el idioma con rapidez y adaptándose con facilidad a las costumbres de su nueva patria, incluyendo la religiosa. Merche, la esposa, vivió entre aviones que desperezaban los aires mediterráneos, mientras Manuel apenas sí iba un par de veces al año a la Capital. Sin embargo, madre e hijo morirían apenas dos años después del accidente del cirujano, en el regazo sanguinolento de la M-30. Durante sus años de vida en Arabia, Ciro se dedicó a dar charlas y conferencias, al tiempo de ocupar el puesto de director en afamados hospitales, además de presidir el colegio estatal de médicos por espacio de ocho años. A su muerte, en 1994, era una eminente personalidad entre sus nuevos compatriotas, los cuales lo despidieron con espléndidas exequias, las propias de un sultán.


  - La historia no está mal, pero le falta algo más que tú sabes. Lo veo en tu sonrisa maliciosa.


  - Cierto.


  - Pues, adelante.


  >En mi última visita a su casa de Riad, en el Barrio de Addoho, Ciro me confesó el verdadero motivo de no regresar jamás a España. Estaba muy enfermo y era consciente de que no volveríamos a vernos. Hasta entonces no lo había dicho, pero sabiéndose a las puertas de lo irremediable, se sinceró.


  - ¿Quieres hacer el favor de ir al grano?


   

 - Una semana antes de viajar a Arabia, Ciro se encontraba de viaje en Córdoba para un simposio. En el recorrido por las calles lindantes a la Mezquita, una gitana se ofreció a leerle la buenaventura en la palma de la mano. Ciro dejó que la examinara. De inmediato el gesto risueño de la vidente mudó a uno grave. Él le preguntó descreído si ocurría algo. La gitana le dijo que sí. Él le preguntó a su vez por el inconveniente. Ella le preguntó por sorpresa si iba a viajar al extranjero en pocos días. Él le dijo que sí. Ella le aconsejó no hacerlo. ¿Por qué?, le preguntó desenfadado. Porque esta mano que ahora sujeto está en peligro, le dijo la vidente. ¿Estás de broma?, replicó el doctor. Lo veo en las líneas de tu palma, dijo la mujer.


  >> Ciro se alejó riéndose de las ocurrencias de la gitana, no sin antes obsequiarla con una buena propina. La mujer al ver el escaso eco de sus palabras, y la resolución de hacer el viaje de todas, todas, antes de que lo dejara de escuchar, a viva voz le dijo: “Cuando pierdas la mano y el brazo, jamás se te ocurra regresar a España; si así lo haces serás hombre muerto”.


  >Ciro no creía en esas cosas de adivinaciones, pero al confirmarse los malos augurios de la vidente, se volvió supersticioso en extremo, haciéndole caso, aunque ya fuera demasiado tarde para revertir su historia. Porque la historia, en realidad, había comenzado mucho antes.


  - Explícate –le atajó Ricardo al hacer una pausa su padre.


  - Ciro era un niño con apetito desbocado, así que, al mínimo indicio, soltaba la consabida frase: <<mamá, tengo hambre>>, a lo cual esta replicaba con la no menos celebrada: <<pues cómete un brazo, que te queda el otro.>>


  - La verdad es que la historia es macabra en extremo. De todos modos, lo que no termino de comprender es lo obsequioso que se mostraba el dictador árabe con las personas sin piernas o brazos.


  - Por lo visto, algún antecesor suyo sufrió la amputación de uno de sus brazos. Montaba un caballo al galope y al saltar este sobre un obstáculo, el monarca se cayó al suelo, siendo pisoteada una de sus extremidades por la pata de aquel. No hubo más remedio que operar. Desde entonces, él y sus sucesores se han mostrado generosos con quienes tienen la desgracia de compartir tal carencia.

 

Al día siguiente, Ricardo escribía un exhaustivo reportaje sobre lo ocurrido para el Daily Mirror, del cual es reportero. El único añadido a historia tan inaudita, fue el escaso interés mostrado por las autoridades españolas por repatriar al insigne cirujano, una vez acomodado en tierras orientales, corriendo un tupido velo en cuanto a su existencia, y convirtiéndose así en un anónimo hombre de ciencia que había renegado de su patria.  




domingo, 30 de junio de 2024

PERDÍ LA CABEZA

 

En septiembre de 2004 publicaba mi primer libro de relatos, Cuando el tiempo decide. Casi veinte años después intento rescatar, casi del olvido, alguno de ellos, como este, ambientado en un carnaval cualquiera. ¿Por qué no en la Plaza de Villafranca?  


 Lo escuché por primera vez a los ocho años, cuando mi madre me dijo conmiserativa: "Mientras no pierdas la cabeza..." Y es que, a su requerimiento, en lugar de acercarle escoba y recogedor, la obsequié con cubo y fregona. No le di mayor importancia al descuido y me reí despreocupado, como un bobalicón, lógico en alguien que acaba de estrenar uso de razón. Luego, acaso frisando los catorce, mientras se acentuaba preocupante mi despiste, escuché de boca de mi tía: "el alma cándida de tu primo Julio ha perdido la cabeza por esa pelandusca de Yolanda". A lo cual no presté mucho interés. No obstante, lo de perder la cabeza o no pasó muy pronto a formar parte de mi vida, como lo eran los libros de escuela, el juego del escondite o el de médicos y enfermeras. Con el transcurso de los años, al tiempo que mis distracciones alcanzaban cierto grado de notoriedad, oí infinidad de veces la frase primera, la cual, por la reiteración, fue borrando de mi cerebro su real significado. En una ocasión, ya adulto, acaso padre de familia, me distraje en la oficina, y en lugar de entregar a mi jefe el expediente incoado a la fábrica de calzado por la Consejería de Fomento, le extendí confiado uno de mis relatos más recientes. Él me increpó airado: "Un día vas a perder la cabeza, Augusto". Su afirmación me dejó inmóvil, intranquilo y con inmediato propósito de enmienda. No cabe la menor duda de que la palabra 'mientras' le daba a la frase un aire venial e indefinido, por tratarse de un vocablo con intención dilatoria. Mientras hay vida hay esperanza, Mientras no llueva todo va bien. Mientras el cuerpo aguante, son locuciones que sugieren espera, tregua. Pero el encabezamiento de una oración con 'un día' es algo demasiado rotundo y serio como para no tenerlo en cuenta. Un día le parto la cara. Un día te despedimos. Un día me mato, no atestiguan una fecha concreta, mas la amenaza se hace latente, como un martillo presto a golpear la cabeza de un clavo. Aquella intención de corregirme pasó muy pronto a engrosar el baúl de los recuerdos, desbordado ya de múltiples distracciones y olvidos imperdonables, pues a las dos semanas alguien me dijo: "El bueno de tu jefe ha perdido la cabeza, si no, no se entiende que se haya llevado dos míseros millones. ¡Mira que jugarse el puesto por estafar a la propia empresa!" Por lo que, cumplido mi medio siglo de vida ya no di trascendencia alguna a una frase tan trasnochada como aquella. Así que seguí escuchando con prevención de descreído cosas como: "El marido de la vecina pierde la cabeza por el fútbol" o "Almudena perderá la cabeza por el dulce" o "Un día Rosendo perdió la cabeza y se fue con Sofía". También Isacio había perdido la cabeza por Ernesto y no por una mujer, Elío la había perdido mucho antes en el manicomio y mi cuñada un día decidió perder la cabeza por un titiritero y mandó a freír puñetas al marido, y no por ello el mundo dejó de dar vueltas. 



Un día, tras muchos años de no hacerlo, propuse a mis amigos el disfraz de gángster y diversión para el carnaval. Éstos aplaudieron encantados la propuesta y nos fuimos a la calle: ellos ataviados cual secuaz matón de Luciano o Capone, cada uno con su metralleta y munición de mentirillas, motorizados en un desmesurado Pontiac negro de época, sin dejar de mostrar pintiparados y obsequiosos sus bigotes de betún y los cabellos engominados; y yo convertido en un dragón con cabeza inmensa, abigarrada de azul, rojo, verde y amarillo, que, cual animal capturado, daba a la escena mafiosa un contrapunto pintoresco y de humor. Todo parecía ir bien con la infinidad de máscaras originales y el bullicio de la gente jaleando a los transgresores. A nosotros nos aplaudían a rabiar, dando muestras de ser los portadores quién sabe si del triunfo final. No obstante, éramos conscientes de estar entre los grupos favoritos. Mas, al dar la segunda vuelta, al bordear el escenario por donde deberíamos desfilar unos minutos más tarde, me sentí débil, como si fuera a desfallecer y la cabeza me fuera asaltada por innumerables hormigas. Ya no percibía las aclamaciones sino una caterva juramentada increpándonos, al tiempo que  en las sienes me florecían palpitaciones arrítmicas. La sensación de malestar me duró muy poco, pues enseguida comencé a sentir una especie de vacío, de ingravidez indomable, a la par que la muchedumbre se desplazaba retardando ademanes y movimientos, a lo cual no eran ajenos mis compañeros, que disparaban al aire las balas de fogueo sin terminar de estallar y el vehículo conducido con extremosa morosidad por un chófer parsimonioso y acaso cauto con los pies de los viandantes. Entonces, la tentación me llevó las manos y palpé la bruñida capa de aquel cabezón sobre mis hombros, para luego transitar por el resto de cabecitas gravitatorias hasta completar el mágico número de siete. Con cierto sosiego tras el visto bueno al largirucho dragón, introduje mis dedos por entre el interminable faldón a fin de rascarme la coronilla casposa y tocarme la frente, no me estuviera atacando la fiebre; y estupefacción, pues lo último capaz de palpar era el pescuezo coronado por la cadena de oro regalo de mi esposa. Volví a tentar por si acaso un descuido, pero el espacio donde debería reposar mi cabeza permanecía sin cubrir. Desde luego, y a pesar de mi cierta afición a los alcaloides y al alcohol, aquello no era fruto de una raya de cocaína o del ocasional azogue del vino tabernero; estaba sobrio para percatarme de la anormalidad. Conque, saqué raudas las manos en pos de las otras cabezas postizas por si mi cerebro había optado por mudarse a alguna de ellas, y exploré con minuciosidad el resto del artificio hasta la cola, con resultado negativo. Entonces dirigí la mirada a mis raptores y los vi caricaturescos a través de mis ojos de dragón, riéndose y repartiendo aspavientos sin dejar de blandir las armas de colorines, incesantes en sus salvas carnavalescas. No perdí más tiempo en la grotesca escena y rastreé ávido los asientos del vehículo, y hasta me atreví a abrir la guantera, pero ni rastro ni añagaza surgían para justificar la extraña pérdida. Poco a poco dejé de pensar; no obstante, apenas debía de quedarme un gramo de masa gris; por tanto, tras perder la cabeza literalmente, me dejé llevar por los acontecimientos sin oposición alguna. De esa manera fui perdiendo la función de mis sentidos hasta el grado de no tocar nada al contacto de mis manos. Dejé de percibir el olor de la plebe con sus perfumes y pestes, además de saberme transparente el bollo de chocolate cuando probé la fiabilidad de mi dentadura desaparecida. Y lo mismo sucedía con mi vista, ya que, no estando ciego del todo, la percepción se ceñía a una incesante cortina de relieves y cromados de siluetas en constante movimiento. Por si acaso, también mi oído se confabuló para traerme sonidos gravísimos e inconexos y una miaja de vértigo amaestrado, no en vano advertía todo mi cuerpo flotando, con la caída libre al acecho. Así debieron de pasar los minutos hasta que poco a poco retornaron los sentidos y con ellos el pensamiento. Inexplicablemente me encontraba con mi raciocinio y los colegas escoltándome, subidos a la tarima del escenario, para recibir el primer premio al disfraz más original y vistoso de los concursantes. Todavía pasmado por lo ocurrido, escuché del presentador unas sonoras gracias dirigidas a mí por haber perdido la cabeza de esa manera y permitir con ello que, a pesar de la aparatosidad del atuendo, bailara con tanta destreza como elegancia sin haberme permitido ni un solo momento de desaliento. Mis amigos mafiosos me corroboraban con abrazos y júbilo el argumento de aquél, con tanto ahínco como yo me los apartaba, ansioso por palpar debajo del cabezudo y comprobar la existencia de mi mollera rediviva, amén de protegérmela de tanto arrechucho, no fueran a arrancármela y entonces sí la perdería para siempre.