Durante los últimos meses estoy rescatando relatos inéditos que no merecieron el honor de aparecer en un libro. Este es uno de ellos, escrito a mediados de los ochenta, y que, a pesar de la temática, más que interesante a primera vista, no terminó de cuajar como esperaba. A pesar de vérsele las costuras, creo que merece una lectura póstuma.
Dos
hombres, uno mayor que el otro, caminan a lo largo de una extensa calle. La
mañana otoñal es mortecina y gris, con escasos viandantes y un tráfico rodado
parsimonioso. <<Los domingos ya se sabe, terminan por engordarse con
conductores anómalos>>, parece decirle el octogenario al hombre de la
cincuentena recién estrenada.
El anciano cubre la cabeza con un sombrero de
fieltro, nada de particular si no fuera porque es de un rojo chillón que no
armoniza con su abrigo azul marino, y porque el más joven, además de vestir un
tanto informal con un chándal, abrigado a primera vista, es de un color amarillo
canario. Este, para acrecentar la incongruencia, lleva bajo el brazo un
periódico escrito en inglés. El viejo, por el contrario, sujeta con la zurda un
par de libros con literatura del boom latinoamericano.
Caminan sin prisa, en paralelo. Mientras el
más joven vapea con excitación, el otro fuma estiloso en una pipa. De súbito,
el hombre mayor se detiene frente a un edificio con aroma nostálgico.
- Aquí es, Ricardo.
- Pero, papá, ¿no me ibas a mostrar un
edificio singular?
- Y este lo es, créetelo.
Ricardo hecha un vistazo, mostrándose
decepcionado ante la visión de una fachada sucia y cuarteada, sin color
definible, intuyendo una decadencia aún mayor en los interiores del inmueble.
- Entonces era una casa lujosa y confortable
-añade.
- ¡Me estás hablando de la prehistoria!
- Te estoy hablando de hace cincuenta y cinco
años. Tú aún no habías nacido, y ni siquiera conocía a tu madre.
- Eso ya lo sé. Pero yo quería que me
relataras una noticia impactante de cuando trabajabas de periodista, no que te
pusieras a hablarme de las bondades de una antigua casa como esta, con muy poco
futuro.
- No entiendes nada Ricardo. Hoy, exactamente
hoy, hace cincuenta y cinco años que estuve por primera y última vez en la casa
–apunta con el índice a la pared de color vainilla desleído.
- ¿Y?
- En ella escuché la historia más insólita
que yo recuerde en mis casi sesenta años de profesión periodística.
- Pues adelante con ella.
Padre e hijo se sientan en un banco
enfrentado a la vivienda en vías de perecer por inanición. Antes de comenzar
con los anales de aquella historia, el anciano se quita el sombrero de alas
agujereadas, y hace una especie de reverencia a la edificación de vestigios modernistas.
De repente y con pesar, discurre un preámbulo:
- A pesar de los años transcurridos, aún
resuena en mis oídos la frase paradójica y macabra: <<cómete un brazo,
que te queda el otro>>.
- ¿A dónde quieres ir a parar?
Su padre respira hondo antes de sondear el
pasado.
- Lo que voy a decirte sucedió durante un
caluroso mes de julio, de aquellos que se daban en Madrid en los últimos años
de la Dictadura, cuando aún apremiaba entre sus más fieles acólitos la
exaltación del espíritu nacional, y con ello, suponían, bastaba para mantener a
flote al Régimen, una vez faltara Franco.
>>Todo comenzó de un modo casual, mientras leía las noticias de El Caso sin algo más productivo que hacer en ese momento, salvo la lectura siempre provechosa de aconteceres inesperados, al menos para alguien del oficio como yo. Al llegar a una de las páginas, mis ojos se fueron a una noticia tan desconcertante como escueta que me dejó perplejo: <<Cirujano español sobrevive en mitad del desierto tras colisionar su avioneta, pilotada por él mismo, contra la inmensidad de las arenas.>>
La lectura en el Semanario provocó que el
resto de la tarde no hiciera nada útil, solo pensar, imaginarme al doctor en
medio de dunas gigantescas, y a merced de un sol aniquilador y desquiciante.
>>En aquellos días me encontraba
disfrutando de unas supuestas vacaciones en un pueblo de la Sierra de Madrid. Como
mi espíritu aventurero de entonces me obligaba a ser curioso e inquieto, y mi
ideal del oficio era sondear en lo más absurdo, sin temor al fracaso, o al
portazo por ser incisivo en exceso, me dispuse para viajar a la mañana siguiente
hacia la capital del Reino (del Reino es un decir, porque de aquella…),
intentando si preciso fuera, recabar más información al respecto del inaudito
acontecimiento.
>>Atrás dejaba la casita rodeada de
pinos, abedules y aire puro con fragancias de montaña; el río sinuoso
jugueteando entre las estribaciones del terreno que lo hacían, si cabe, más
cristalino y animado; o los trinos variados de aves en busca del alimento
diario…
- No te me vayas a poner ahora bucólico,
papá.
>>…Por un tiempo, sin ser consciente de
ello, aparcaba mi última investigación para el periódico en el cual trabajaba,
un proyecto que iba a abordar la vida de un ser aislado en plena vegetación
durante dos semanas, o sea, yo, a cambio de
explorar la capacidad que el ser humano puede llegar a alcanzar en
situaciones prolongadas de aislamiento. Mis jefes no estaban de acuerdo en el
propósito de dar carpetazo a unas vacaciones sugeridas por ellos mismos, a fin
de escribir sobre las vivencias de un urbanita. No obstante, la avidez en que
había mudado la perplejidad del día anterior, alimentaba la necesidad de saber,
extraviándome el cerebro en fantasías disparatadas sobre el suceso ocurrido al
galeno, si bien, ¡qué coño! En realidad empezaba a atosigarme, tanto el exceso
de silencio como la ausencia de seres vivos; así que me salí con la mía.
>>Llegué a Madrid apenas el sol
comenzaba a acuchillar con brillos refulgentes sus calles y viandantes, ajenos
ellos a mis aviesas intenciones. Trabajadores, mendigos, rateros, vividores,
ejecutivos del tres al cuarto y demás gentes, componían a mis ojos una familiar
caterva humana, desorientándome por momentos tras haber permanecido en el campo
seis días rodeado de una mesura casi perfecta; una suerte de concierto en el
que, ajeno al mundanal ruido, yo dirigía la orquesta, o eso me parecía.
Mientras divagaba sobre estas y otras ocurrencias, el taxista me trasladó en un
SEAT 1500 hasta la redacción del semanario que había publicado la escueta noticia,
a cambio de doscientas cincuenta pesetas.
>> Un asistente me hizo pasar a una
sala de espera desde la que se divisaba la calle principal. A esa hora estaba
siendo circundada por innumerables vehículos que comenzaban a escupir al cielo,
puro hasta pocos años antes, toneladas de dióxido de carbono, producto de las
dificultosas digestiones de sus motores; un tributo que los madrileños comenzábamos
a pagar con la llegada del desarrollo industrial.
- Es evidente que no puedes disimular tu vena
creativa. Hay que adornar antes de ir al grano, ¿Eh?
- Apenas llevaba un par de minutos cuando se
abrió la puerta de la sala, y un hombre joven cruzó el umbral, dirigiéndose con
paso decidido hacia donde yo permanecía de pie. Se trataba del Jefe de Redacción.
Con él apenas intercambié media docena de frases predecibles. Solo supo decirme
que la noticia obraba en su poder desde hacía pocos días, publicándola a
continuación. Nada nuevo me dijo que no supiese, salvo la dirección del desafortunado
doctor, o sea: Calle Fuencarral, nada más y nada menos. Pero no debía hacerme
ilusiones en cuanto a profundizar en los hechos: alto secreto.
>>Poco tiempo después me encontraba paseando
por esta misma calle, tramando argucias para disfrazar un poco el morboso propósito
que me obligaba a abandonar la tranquilidad de la Sierra. De tal manera, tras
cavilar durante un buen espacio de tiempo sin atinar con algo convincente,
decidí presentarme como un antiguo camarada de estudios del señorito, al cual
pretendía hacerle una visita, además de interesarme por el estado de salud de
su padre tras el accidente.
>>Divisé la vivienda enseguida, este
mismo edificio, entonces elegante y armonioso para gente con posibles. Me quité
el mismo sombrero que llevo ahora, entonces casi nuevo, y toqué el timbre con
ansiedad desbocada hasta cuatro veces. Al comprobar que nadie accedía a mi cita
con lo desconocido, convencido de la soledad de la vivienda, de la inutilidad
del viaje, volvía sobre mis pasos cuando oí tras de mí cómo se abría el portón.
Me giré para ver a una especie de ama de
llaves de mediana edad. En una suerte de interrogatorio en tercer grado me
preguntó sobre el asunto de mi visita. Con mucha maña y las argucias del
oficio, fui sorteando con evasivas la retahíla de preguntas que me iba planteando.
Sin pestañear, con el rostro impasible, me invitó a franquear la puerta de
entrada y a acompañarla a lo largo de un pasillo que desembocaba en un salón
espacioso. Luego se fue, no sin antes decirme que aguardase la presencia del
señorito.
>>La espléndida estancia de techos altos permanecía en penumbra merced a las contraventanas. Estas apenas sí dejaban traslucir diminutas rendijas de claridad, si bien suficientes para percibir el lujo comedido, también el buen gusto con que había sido decorada la estancia. No le faltaba un solo detalle ornamental para engrandecerla. Aquí un reloj carillón años veinte, allá una otomana antiquísima, la cual no podría fechar con exactitud, y algunos objetos más de años remotos poblando las paredes.
>>El tiempo parecía haberse detenido
allí dentro, mientras el calor se había quedado fuera de la mansión. Con
seguridad el sopor humillaba la carretera para golpear a los conductores sin
piedad alguna, de manera que agradecí a quien correspondiese la agradable
penumbra del salón.
- ¿Por qué no vas al grano? Mira que te gusta
retardar el desenlace.
- Por espacio de algunos minutos aguardé expectante
la presencia del hijo de la víctima. Al poco apareció un hombre joven y
bastante alto. Nos presentamos, dando inicio a una conversación en extremo
relajada; al menos, eso no era lo que yo esperaba. De él destacaría la
franqueza y naturalidad para abordar la realidad, al decirle de mi pertenencia
al oficio periodístico. Mi interlocutor fue narrando todos los misterios
alrededor del dramático suceso. No obstante, antes me hizo jurar que jamás
diría ni escribiría nada al respecto, salvo que las circunstancias fuesen otras
bien distintas, como la desaparición de todos los miembros de la familia, al
menos los más directos, a lo cual accedí de buena fe.
>>Al fin, tras algunos rodeos por parte
del hijo, supe el nombre del misterioso doctor. Se trataba nada menos que del
cirujano Ciro González Mancada, una eminencia en la implantación de
extremidades seccionadas accidentalmente.
>>Con presteza me
ofreció algo de beber antes de continuar relatando el triste asunto. Le propuse
un whisky, él también decidió servirse otro. Mientras preparaba los vasos, me
dijo ser arquitecto desde hacía tres años, estando ocupado esos días en un
proyecto de vital importancia para el casco antiguo de Madrid, por lo que no
podría demorarse en la charla.
>>Retomó el hilo de las confidencias
para decirme de buenas a primeras que no buscase a su padre en ningún hospital
de la ciudad: simple y llanamente se encontraba en una policlínica de Arabia.
Su padre -continuó con la explicación- había sido invitado a conferenciar en el
país del petróleo sobre el tema de la cirugía, siendo como era un afamado
doctor. Durante los días previos a la partida, este preparó a conciencia el
discurso, sin dejar nada al albedrío de la improvisación. El día de su marcha
revisó con la minuciosidad de un profesional todos los mecanismos de la avioneta
–por lo visto no solo era un extraordinario hombre de ciencia, también un
avezado piloto-, sin apreciar ninguna anomalía en la puesta a punto. Se
despidió de su familia, partiendo del aeródromo de Cuatro Vientos con rumbo al
lejano país. En el trayecto con destino a Riad, la avioneta comenzó a perder
combustible incomprensiblemente, debiendo de hacer un aterrizaje forzoso en
medio del desierto. No sufrió ningún daño personal, pero la radio del aparato quedó
inservible por la invasión de arena dentro del artilugio volador, al empotrarse
en una enorme duna que detuvo el avance de la avioneta.
>>Confundido por el asombro seguí la
conversación de mi interlocutor, el cual me ofrecía tabaco, aunque yo preferí
servirme de mi pipa, un rudimento a modo de bálsamo para aminorar esa especie
de aturdimiento. Mientras llenaba la cubeta con tabaco, tuve la sensación de
que una brisa helada comenzaba a surcar mi espalda, si bien no había corriente
alguna.
>>Manuel, ese era su nombre, había
regresado el día anterior tras visitar a su padre, permaneciendo en aquel país
por espacio de una semana. Esto quería decir que la familia conocía el luctuoso
suceso varios días antes de que se hicieran eco los periódicos. Por tanto, la
agencia encargada de la difusión del escueto titular, a instancias de la
Censura, atenuó la trascendencia del accidente, diluyéndose la asombrosa noticia
conforme transcurrían los días.
>>Mi padre -continuaba con la
explicación- permaneció dos días y dos noches sin apenas moverse de su
avioneta, como no fuera para mover algo las piernas y echar una ojeada al cielo
en busca de algún avión, lógico teniendo en cuenta el intenso calor durante el
día y el frío extremo de las noches. Al relente nocturno se cobijaba en los
restos de la avioneta, de manera que unas mantas siempre disponibles abrigaban
su cuerpo. Agua tenía la suficiente para aguantar durante tres semanas; así que
el único inconveniente para sobrevivir en tales circunstancias era la falta de
alimento, ya que solo contaba con un par de bocadillos y unas pocas latas de
conservas.
>>El doctor era optimista sobre la
posibilidad de ser avistado por los ocupantes de otro avión; por tanto, en esas
primeras horas no perdió el ánimo, limitándose a esperar. Mientras el tiempo
transcurría remiso, inspeccionó el material médico que transportaba en su
maletín, comprobando que no había sufrido daño alguno. Volvió a leer entonces
con detenimiento el discurso preparado para la ocasión, y cuyo soporte era el
instrumental médico necesario para una intervención quirúrgica un tanto
elemental, quedando satisfecho por la precisión de las palabras técnicas
escritas en una libreta. Si daban con él, llegaría a tiempo de disertar en
cuanto a su especialidad.
>>Transcurridos cuatro días del accidente aéreo, y como la impaciencia comenzaba a anidar en su cabeza, persuadido de la inutilidad de la espera, decidió caminar entre la inmensidad de las arenas con la ayuda de una simple brújula y el sustento de una cantimplora llena de agua. El sofoco era descorazonador, si bien la decisión de aventurarse en busca de congéneres, debía de ser más fuerte, pues no se entiende que no llevase ni una sola manta para abrigarse durante las noches. Para la caminata cubría su cara con un pañuelo, dejando al descubierto los ojos que le guiaban en esa nueva e inesperada aventura. Pese a ello, la cruda realidad habría de imponerse a las ansias de libertad. Durante su primera noche a la intemperie se desató una tormenta de arena, diluyéndose toda tentativa de evasión: decididamente continuaría atado a la prisión que era su avioneta. Regresó con mucha dificultad al punto de partida, utilizando en todo momento la brújula. Cuando dio con la avioneta, había estado en un tris de pasar de largo sin percatarse de su presencia, debido a las arenas que cubrían buena parte de la estructura metálica.
>>Los días se sucedían tras
el forzado aterrizaje. No recordaba si nueve o diez. El náufrago del desierto
comenzaba a sufrir las alucinaciones propias de una persona obligada a
permanecer por mucho tiempo en lugar inhóspito, acentuándose el problema por la
demanda de alimentos que le anunciaban sus tripas con melodía persistente y
poco halagüeña. El cirujano comenzó a sufrir una especie de delirio continuado,
acompañado de procesos febriles, a pesar de lo cual en ningún momento perdió la
razón por completo. En las pupilas se le dibujaban conejos correteando a su
albedrío, o atisbaba personas en el horizonte empuñando sendas cañas de pescar
con los sedales tensados por el peso de algún pez grandioso. Se alegraba
contemplando los inmensos robledales filtrando reverberaciones producidas en el
cielo infinito. Fue en alguno de esos periodos, sin abandonarle por completo la
lucidez, cuando decidió seccionarse su brazo izquierdo con el fin de calmar el
hambre insoportable que hacía mella en todo su cuerpo. La intervención,
precaria, la realizó con el material que llevaba en el maletín, sin ayuda
alguna, salvo su pericia y valentía de ánimo; y el arrojo, o mejor decir,
fuerza sobrenatural que todos sacamos a relucir en situaciones límite, cuando
la supervivencia solo se puede compensar con una heroicidad, como es renunciar
a una parte del propio cuerpo.
>>Solo un día después era avistado por
un avión militar, siendo conducido a un hospital de postín, posibilitando así
el milagro de la recuperación total, pues a pesar de la formidable
cauterización de la herida a la altura del codo, había perdido abundante
sangre.
- ¿Y luego, qué pasó?
- El estupor se imponía a mi raciocinio tras
escuchar lo ocurrido al cirujano por boca de su propio hijo. El frío bañaba
todo mi cuerpo de arriba abajo, mientras mis manos transpiraban un sudor helado,
o eso me pareció. Le pedí a mi interlocutor el favor de que abriera una
ventana, aunque entrase el sol con sus treinta y tantos grados, aunque nos
aplanase, pues ya no podía soportar más esa sensación de claustrofobia que se
empezaba a adueñar de mí. Manuel aceptó de buen grado, desatrancando las tres
ventanas de la estancia y sus respectivas contraventanas, antes de dar
continuidad al relato.
>>Después de algún tiempo, el padre
terminó de recuperarse física y psicológicamente de la falta de uno de sus
brazos. Merche, la esposa del doctor, y su hijo, viajaron de inmediato hasta
Arabia, una vez informados por la Embajada en Riad del accidente y posterior
rescate. Ambos estaban muy preocupados después de tantos días sin saber nada de
él, como no fuera la desaparición de la avioneta.
>>De
la casa me fui una hora después, acompañado por la mujer adusta con cofia
incorporada. Antes, Manuel me invitó a volver al chalé cuantas veces quisiera, aunque
nunca volví, pues la desgracia se cebaría muy pronto con él y su madre.
>>El resto de aquella mañana debí de
permanecer con la cara desencajada, pues los viandantes madrileños me miraban
extrañados, sin atender al rosario de coches y motocicletas que circulaban ya
entonces por Madrid.
- Un tío hambriento y medio ido secciona su
brazo para comérselo si no quiere morir de hambre. Algún caso similar he
escuchado; ¿eso es todo?
- Espera un poco y escúchame.
- Vale.
- Desde entonces he viajado unas cuantas
veces a Arabia, aunque en casa os dijera que lo hacía para ultimar una novela
que al final nunca he concretado.
- Eso
ya lo sé, como también sé que hace un taco de años que dejaste de viajar allá.
- Veinte. Al morir el cirujano. En principio
me atraía la idea de frecuentar al cirujano, de intimar con él y saber en
profundidad de lo ocurrido. Luego, fue la irrefrenable ansiedad de intimar con
el país, yendo incluso a la zona donde se había estrellado, pues no entendía ese
afán de Ciro por no regresar jamás a España; luego lo supe…
-¡Joder, papa! ¿Pretendes narrarme los
primeros párrafos de tu novela árabe?
- …El doctor jamás regresó a España,
permaneciendo en Arabia por el resto de sus días. Allí fue siempre un reputado
personaje de la sociedad de aquel país, no en vano, al año de estancia, pasó a
ser miembro de honor de la hermandad Abdul Lahren, una prestigiosa asociación
donde aún hoy tienen cabida personalidades del mundo que hayan perdido alguna
de sus extremidades. Esta organización benéfica está subvencionada por el
propio Rey, del cual las víctimas reciben una suma considerable de dinero,
suficiente para vivir con desahogo.
>> Huelga decir que el doctor se acogió
a la nacionalidad árabe, aprendiendo el idioma con rapidez y adaptándose con
facilidad a las costumbres de su nueva patria, incluyendo la religiosa. Merche,
la esposa, vivió entre aviones que desperezaban los aires mediterráneos,
mientras Manuel apenas sí iba un par de veces al año a la Capital. Sin embargo,
madre e hijo morirían apenas dos años después del accidente del cirujano, en el
regazo sanguinolento de la M-30. Durante sus años de vida en Arabia, Ciro se
dedicó a dar charlas y conferencias, al tiempo de ocupar el puesto de director
en afamados hospitales, además de presidir el colegio estatal de médicos por
espacio de ocho años. A su muerte, en 1994, era una eminente personalidad entre
sus nuevos compatriotas, los cuales lo despidieron con espléndidas exequias,
las propias de un sultán.
- La historia no está mal, pero le falta algo
más que tú sabes. Lo veo en tu sonrisa maliciosa.
- Cierto.
- Pues, adelante.
>En mi última visita a su casa de Riad, en
el Barrio de Addoho, Ciro me confesó el verdadero motivo de no regresar jamás a
España. Estaba muy enfermo y era consciente de que no volveríamos a vernos.
Hasta entonces no lo había dicho, pero sabiéndose a las puertas de lo
irremediable, se sinceró.
- ¿Quieres hacer el favor de ir al grano?
- Una semana antes de viajar a Arabia, Ciro se encontraba de viaje en Córdoba para un simposio. En el recorrido por las calles lindantes a la Mezquita, una gitana se ofreció a leerle la buenaventura en la palma de la mano. Ciro dejó que la examinara. De inmediato el gesto risueño de la vidente mudó a uno grave. Él le preguntó descreído si ocurría algo. La gitana le dijo que sí. Él le preguntó a su vez por el inconveniente. Ella le preguntó por sorpresa si iba a viajar al extranjero en pocos días. Él le dijo que sí. Ella le aconsejó no hacerlo. ¿Por qué?, le preguntó desenfadado. Porque esta mano que ahora sujeto está en peligro, le dijo la vidente. ¿Estás de broma?, replicó el doctor. Lo veo en las líneas de tu palma, dijo la mujer.
>> Ciro se alejó riéndose de las
ocurrencias de la gitana, no sin antes obsequiarla con una buena propina. La
mujer al ver el escaso eco de sus palabras, y la resolución de hacer el viaje
de todas, todas, antes de que lo dejara de escuchar, a viva voz le dijo:
“Cuando pierdas la mano y el brazo, jamás se te ocurra regresar a España; si
así lo haces serás hombre muerto”.
>Ciro no creía en esas cosas de
adivinaciones, pero al confirmarse los malos augurios de la vidente, se volvió
supersticioso en extremo, haciéndole caso, aunque ya fuera demasiado tarde para
revertir su historia. Porque la historia, en realidad, había comenzado mucho
antes.
- Explícate –le atajó Ricardo al hacer una
pausa su padre.
- Ciro era un niño con apetito desbocado, así
que, al mínimo indicio, soltaba la consabida frase: <<mamá, tengo hambre>>,
a lo cual esta replicaba con la no menos celebrada: <<pues cómete un
brazo, que te queda el otro.>>
- La verdad es que la historia es macabra en
extremo. De todos modos, lo que no termino de comprender es lo obsequioso que
se mostraba el dictador árabe con las personas sin piernas o brazos.
- Por lo visto, algún antecesor suyo sufrió la amputación de uno de sus brazos. Montaba un caballo al galope y al saltar este sobre un obstáculo, el monarca se cayó al suelo, siendo pisoteada una de sus extremidades por la pata de aquel. No hubo más remedio que operar. Desde entonces, él y sus sucesores se han mostrado generosos con quienes tienen la desgracia de compartir tal carencia.
Al
día siguiente, Ricardo escribía un exhaustivo reportaje sobre lo ocurrido para
el Daily Mirror, del cual es
reportero. El único añadido a historia tan inaudita, fue el escaso interés
mostrado por las autoridades españolas por repatriar al insigne cirujano, una
vez acomodado en tierras orientales, corriendo un tupido velo en cuanto a su
existencia, y convirtiéndose así en un anónimo hombre de ciencia que había
renegado de su patria.
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