miércoles, 22 de enero de 2025

Subir al campanario de San Francisco (mis charlas con Fermín)

Nos quedamos solos en la terraza del bar en cuanto se echó encima la oscurecida. No había vuelto a verlo desde el pasado día 7, también martes, cuando coincidimos en La Contramurada. Quedamos por teléfono para tomar un café. Él acababa de llegar de Maó, donde se ocupa de ultimar una obra de envergadura para el Consell. Enseguida sacó a relucir  sus inevitables ocurrencias.


 - Aquí el sol se retira antes que en Villafranca. Lo menos media hora -Soltó de sopetón, en cuanto el camarero fue adentro a dar el recado de la bebida.

  - Un poco más -le dije-. Pero también amanece más temprano. 

  - ¿Te has fijado que Menorca está a menos distancia de Italia que de Villafranca? 

  - Al menos a la Isla de Cerdeña -repuse-. Más del doble. 

  - Ya ves: no nos vimos en Villafranca y al poco nos encontramos aquí. El mundo es un pañuelo, Julio. 

  - Y que lo digas. 

  - ¿Te acuerdas cómo nos vimos por primera vez?
 
  - Cuando estudiábamos en los Paúles.
 
  - Sí, pero yo me refiero a la primera vez que hablamos. 

  - Supongo que en alguna de las clases de Matemáticas, o de Lengua, Sociales, tal vez.

 - Pues no. Coincidimos en nuestra primera clase de solfeo. La daba el Padre Seoane. 
 
  ¡Claro! Estaba en lo cierto. Aún lo recuerdo sentado al piano (el de la imagen, creo), afianzando el tono y el compás para que no nos equivocáramos; yo un poco más, ya que, a pesar de entonar bien, a veces se me iba el brazo antes a la derecha que a la izquierda, en el 4 x 4. 

  - También nos acompañaba Berto, que en paz descanse. Él tocaba la guitarra, y tú y yo nos decantamos por el piano. 

  Tenía razón. Si bien a él siempre se le dio mucho mejor tocar las teclas, hasta el punto de haber aprobado con nota los tres primeros cursos de piano. Yo nunca llegué a superar el primero, pero tampoco llegué a presentarme a convocatoria alguna, conformándome en completar con éxito (exámenes en el Conservatorio de León) los dos primeros cursos de solfeo. 

  - Fue una lástima no haber continuado los estudios de piano, aunque era difícil por aquel entonces compaginarlos con el BUP, y más cuando el Padre Seoane se fue de Villafranca. Pero a nuestra manera disfrutábamos con las pequeñas cosas. 

  - ¡¿Como cuáles?! 

  - Por ejemplo en los veranos. ¿Te acuerdas cuando íbamos a la Iglesia de San Francisco para ultimar en la sacristía el Plan X? Y antes de irnos, subíamos por la escalera que da acceso al campanario, subiendo tú solo el último tramo de escalera de hierro al aire para alcanzar la torre. 

  Sí me acuerdo. Bien avanzada la tarde íbamos a la Imprenta a por el manojo de llaves de la Iglesia (por entonces se custodiaba allí), y una vez dentro cerrábamos con llave (cosas de críos) para que nadie nos importunara. Accedíamos a la sacristía y sobre una mesa colocábamos el croquis de folios donde Fermín planeaba en complicidad conmigo, pluma estilográfica incluida, la colocación de una bomba en el punto X, un disparate como una casa de grande que nunca llevamos a término, salvo en nuestra imaginación, más en la de él. Luego, para concluir los preparativos con éxito, los dos subíamos por la escalera de acceso al campanario, y una vez en la base, él se quedaba esperando/vigilando mi ascenso por las barretas verdes de la torre, torre con reloj en funcionamiento de aquella, y las campanas, por descontado. Él no subía por padecer vértigo. Yo echaba una ojeada a todas las edificaciones, y antes de abandonar los campanarios, me introducía por el hueco equidistante entre las dos torres gemelas, y caminaba a través del altillo, por encima de la nave, con cierto temor a que se hundiera. Eso venía a ser algo así como una prueba de envergadura, acorde a la complejidad de ubicar una bomba sin ser descubierta; vamos: un disparate perpetrado por chavales con demasiada imaginación. Pero ¿dónde íbamos a poner la bomba? 

 
                                                                    - - La bomba, mira que le dábamos vueltas y más vueltas, nunca llegamos a imaginarla colocada en algún lugar.

 Cuando llega el camarero con las dos tazas de cafés humeantes, se nos queda mirando y esboza una sonrisa al escuchar lo de la bomba.  

 - Hablamos de cuando éramos unos chiquillos, y jugábamos con hipótesis, y todo era echar a volar nuestra imaginación -aclara Fermín-. Ahora, a nuestra edad nos reímos de aquellas ocurrencias. Yo soy ingeniero, de la Península, y trabajo en Mahón. Me llamó Fermín -Terminaron estrechándose la mano, yo también con él, Pau de nombre. 

  - ¿Sabes que ahora pagaría lo que fuera por subir al campanario de San Francisco contigo, y disfrutar de la vista que tú me decías que era preciosa? 

  - Pero tú no puedes subir, recuerda que padeces de vértigo. 

  - Eso fue hace mucho tiempo. Aquello lo superé al cabo de los años. No me quedaba otro remedio si quería convertirme en un ingeniero. 

  - Ahora tienes la alternativa de utilizar un dron. 

  - No es lo mismo. Nunca unas cámaras ubicadas en un dron podrán sustituir a mis ojos. 

  Nos despedimos quedando de telefonearnos otro día. Antes del adiós le dije que por mí no había inconveniente: si se daba la ocasión de subir juntos hasta el campanario de San Francisco y pasear por el altillo disforme, por encima de la nave, hasta alcanzar el ventanuco opuesto, adelante; pero, a lo mejor no nos dejaban subir, si no era con la vigilancia de alguien, porque antes, hace casi cincuenta años, eso no importaba, y ahora la seguridad es lo principal. No obstante, de hacerse realidad, pensé, sería como recuperar por un instante un trocito de la Villafranca ideal, la Villafranca soñada por él y también por mí, ¡para qué nos vamos a engañar!


                                                                                                         



1 comentario:

  1. Estupendo relato ,que bonitas esas conversaciones sinceras entre dos amigos.Recordar es "" revivir"" un saludo julio.

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