martes, 26 de enero de 2016

Personajes de allá (2)


  Con la fuerza de la costumbre, aquella mujer de edad indefinible en el imaginario de chavales como nosotros, la habíamos convertido en una de las piezas preponderantes, sino en el componente principal de aquel territorio de ventas, amas de casa y romanas, lindante con la Iglesia de San Nicolás. Porque, una vez acabado el cole, era ella quien nos podía facilitar los momentos de mayor algazara y felicidad cuando se trataba de gastar las dos pesetas de casa.


  Casi todas las veces a I. se la encontraba encogida, sentada detrás del minúsculo y milagroso carrito años cuarenta. La silla debía de ser por fuerza escasa, pues trato de evocar el artilugio para el reposo, y soy incapaz siquiera de inventar algo de enea para aquellas posaderas invisibles. Toda enlutada a excepción del acomodo de una toquilla gris flecada y con borlas, además del moño de pareja tonalidad, con los ademanes propios de una abuelita -en cierto modo lo era para nosotros-, presagiaban a una viuda con muchos años sin su media naranja. Mis amigos y yo nunca nos preocupamos por saber de la muerte del marido, pues la considerábamos una de tantas mujeres perteneciente al grupo de las abuelas de aquel tiempo, que guardaban fidelidad inquebrantable al negro como muestra de cariño eterno al ser querido.


  No solo era nuestra conseguidora, ella también era una mujer capaz de embobarnos, porque le gustaba la charla. Hablaba y hablaba, chispeándole los ojos al mentar a los nietos de Francia. Entonces adivinábamos a una mujer buena y amiga de los niños, aunque a veces, pocas, se disfrazara de vieja cascarrabias, algo que ocurría cuando nosotros la tanteábamos con el regateo. Eso sí, si un día muy particular la cogía levantada con el pie derecho, entonces se volvía obsequiosa y nos vendía dos chicles al precio de uno, o nos regalaba un palote.


  Reconozco que a mis siete u ocho años, mi vida giraba fundamentalmente en torno a los cromos coleccionados con avidez, y a la figura serena pero cariñosa de la entrañable vendedora. Y también al carrito de pintura gris plástica de dos puertucas superiores acristaladas, con sus cristales laterales por los que tanteábamos con las bocas hechas agua, el volumen y calidad de chicles, pipas, caramelos o los sobrecillos con polvos sabor a coca cola, sin olvidar la caja con un sinnúmero de sobres de cromos donde se escondían los Iribar, Pirri, Sol, Gárate, Violeta o Asensi, esperando a ser rescatados por algún comprador.


  Lo de detrás eran palabras mayores, y como casi nunca veíamos dentro del cuchitril de almacén, ni nos parábamos a pensar en la abundancia de chucherías y en que la anciana tuviera allí para completar hasta varios álbumes con todos los artistas del balón, incluido Rexach, que se nos resistía tanto como las matemáticas de don G.


  Ya adolescentes y sin tanto entusiasmo por los cromos y las Pipas Facundo, supimos que I. pertenecía a los Testigos de Jehová, tras lo cual empezamos a mirarla con cierto resquemor. Hoy no me queda otra que esbozar una sonrisa benevolente, pero entonces nos parecía como si hubiera traicionado nuestra confianza, para irse con gente tan "fanática". Llegamos a discutir, mas ella no daba el brazo a torcer, y yo digo, que con convicción numantina, censuraba nuestras inamovibles creencias.


  Ahora que han pasado tantos años sigo haciéndome la misma pregunta: ¿adónde habrá ido a parar aquel carrito como de juguete, que después pasó a cargo de otros comerciantes? Como artilugio del imaginario villafranquino de un tiempo pasado, debería de tener la condición de una pieza de museo, y con ello la de su conservación, si aún existe.


  Aquel espacio a resguardo al principio de la plaza de abastos, ahora impalpable, podría hablar sin descanso de la amiga I., y de las contadas caminatas hasta su casa, además de sus múltiples amigos, los pequeñajos, amén de las provechosas tertulias con las que estimulaba nuestras mentes. ¡Si las piedras hablaran!



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