martes, 27 de febrero de 2024

Y Dios tiró los dados

 

Cuando el joven abrió el picaporte evitando hacer ruido y asomó con cautela la cabeza, la muchacha no podía saber la trascendencia que tendría en su futuro esa visita. 

  En la salita, amueblada con sencillez, ella estaba sentada de espaldas a la puerta y frente a la ventana, en un sofá de escay marrón. Tenía la cabeza levemente agachada hacia la labor que descansaba sobre su regazo. Era un mantel de tela blanca de panamá en el que bordaba unos ramilletes verdes. Sobre la mesa, había una revista doblada en la que aparecía un gráfico detallado de los motivos elegidos pora el bordado. Una caja de lata con la marca Coca Cola en grandes letras rojas, a la derecha de la revista, contenía hilos de varios colores, agujas y tijeras. 


Así comienza, Y Dios tiró los dados (2023). En el primer párrafo la autora nos advierte de algo importante: una inquietud, un riesgo; algo que le puede ocurrir a la muchacha, ajena a la presencia de un joven que la acecha. Sin embargo, el segundo párrafo, se limita a describir la estancia donde se encuentra, posponiendo por un momento el desarrollo y resolución del enigma. Se trata de un recurso muy apropiado para mantener en vilo al lector, algo característico de las novelas de suspense, y que Campelo aplica con la precisión de un cirujano. La acción transcurre en 1963, y si bien lo que va a ocurrir no es determinante para la resolución del conflicto, sí afecta a dos de los protagonistas secundarios de la trama. 

                                                                                                                

  A estas alturas de su trayectoria literaria, con tres novelas publicadas en apenas dos años, la villafranquina está consolidada como una gran escritora de misterio, de ahí que ya se la conozca con el sobrenombre de: la Agatha Christie del Bierzo. 


  Para esta novela que se desarrolla en plena pandemia, si bien los acontecimientos principales han sucedido cuarenta años antes, la autora ha elegido el Convento de los Padres Paúles de Villafranca, un lugar no desconocido para mí -estudié durante dos cursos en régimen externo-, que me ha hecho retroceder en el tiempo, intentando recuperar vivencias y sus rincones: la cocina, la biblioteca, el salón de estudios, el aula donde estudiaba, el comedor, la bodega, los campos de fútbol, la viña, la porqueriza, etc., sin ser capaz de retener con nitidez algunos de ellos por culpa de la memoria, juguetona y perezosa al haber transcurrido casi cincuenta años. Inconveniente que no me ha impedido disfrutar con el argumento, no resuelto hasta las páginas finales, otra de las reglas indiscutidas para una novela de este género. 


  El argumento aborda la investigación por parte de un antiguo alumno, Mauro, de un suceso desgraciado (se cree en el accidente, pero no es descartable un asesinato) ocurrido en 1981 a Pablo, su mejor amigo en el internado. A partir de una escritura agil, donde las confidencias a medias por medio de diálogos abundantes, dejan en el ánimo de los lectores más incógnitas que certezas, la autora pretende jugar al despiste consiguiéndolo a satisfacción, pues, al menos yo, no podía imaginarme al responsable de la desgracia. Antes del desenlace, Mauro -que es en buena parte el narrador de la historia-, ha convocado a un nutrido grupo de alumnos, trabajadores y religisoso de entonces, para que se hospeden en lo que había sido el Convento, ahora convertido en hospedería, a fin de desenredar el ovillo. 


  Bajo mi punto de vista, la mayor virtud de Campelo es su capacidad de suscitar inquietud entre los lectores, consiguiendo que permanezcamos enganchados como alfileres al libro hasta su resolución, y eso ya dice mucho del dominio que tiene en un terreno tan resbaladizo como es el de las novelas de suspense, aguardando con ansiedad a su próxima entrega. 






                                                                                                     

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