sábado, 25 de marzo de 2017

El balcón en invierno



  "Yo empecé a escribir una novela, pero de repente pensé hacer algo más sincero y esencial", decía Luis Landero, refiriéndose a su última obra hasta aquel 2014. Cuando empezaba a redactar el 2º capítulo, se dio cuenta de que en realidad estaba escribiendo sin invenciones, trayendo al texto los recuerdos más indelebles de su vida. Decía por aquel entonces que le daba pereza embarcarse en una nueva novela, admitiendo con pesar, de la decadencia de la novela, un género cada vez menos seguido por culpa de los nuevos hábitos y de las revolucionarias redes sociales. El escritor, no obstante, ha vuelto a caer en la tentación este 2017, al publicar La vida negociable.

  El escritor, nacido en Alburquerque -no la ciudad del estado de Nuevo México, sino la localidad extremeña-, se asoma a un balcón que le devuelve el signo del tiempo presente: una ciudad ruidosa y de prisas, que ahoga todo atisbo de meditación serena, provocando el hastío del novelador; por tanto, don Luis, acodado para atraerse una nueva ficción con la cual se siente identificado, inopinadamente, se acoda 50 años antes sobre otro balcón, en el pequeño espacio pacense, un balcón amparado por una memoria que quiere aprehender a toda costa.

   Y desde allí, desde el invierno madrileño, descorre las puertas y ventanas de su infancia rural, para describirnos un mundo en vías de extinción, trayéndonos a la palestra términos casi en desuso, además de recordarnos las antiguas labores del campo. En una entrevista que le hacían referida al libro, decía: "la vida rural ha desaparecido en todo el mundo, y lo que queda no tardará en desaparecer", en buena medida, añado yo, por las mentes obtusas de la mayoría de políticos, de un color y otro, que solo aciertan a analizar el rendimiento desde el ámbito exclusivamente económico.

  A lo largo de esta biografía sincera, Luis Landero nos dice de la dificultad para ser feliz mientras el padre vivía, un hombre muy severo que no era un virtuoso de la faena, y sí de recordarle cada día su responsabilidad, para ser el día de mañana un hombre de provecho. De la existencia en su casa de un único libro, un libro que leyó, o mejor, devoró con emoción, a pesar de pertenecer a una trilogía; y como su lectura, además de la influencia del maestro, Gregorio Manuel Guerrero y de las historias, reales o no, que le contaba su abuela Frasca, terminaron por inocularle la vocación por la escritura. Y también de su adolescencia madrileña en el Barrio de la Prosperidad, o de su oficio temporal de guitarrista profesional.

   A lo largo de este libro biográfico -nada de mentiras a pesar de que para su familia tenía bien ganada la reputación de embustero-, Luis Landero se sincera consigo mismo y admite ser descendiente de hojalateros, de su pertenencia a una familia labradora, originaria de un espacio geográfico que hoy puede parecernos arcaico. Nos recuerda que en aquellos años de miserias la gente emigraba. En otra entrevista de 2014, dice al respecto: "La emigración de los años 50 y 60 fue una explosión liberadora de gente que vivía en semiesclavitud". No obstante, pese a todas las vicisitudes, se desprende de la narración con tintes nostálgicos, que Luis fue un niño feliz, un niño emigrante en Madrid.

  A quienes han leído Juegos de la edad tardía, hay que advertir que no esperen algo parecido, pues Landero ha decidido profundizar en lo más recóndito de la memoria, para traernos sus recuerdos de más de medio siglo. Un libro recomendable para los nostálgicos de otra forma de vida, si uno está dispuesto a ir de la mano del extremeño para leer sus confidencias más secretas.

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