lunes, 28 de julio de 2025

Personajes de allá (3)

 

 

Antes que una auténtica celebridad en cualquier barrio o casa de la Villa, o ser el paradigma de una laboriosidad humilde y tranquila en medio del ralentizado vigor de Villafranca, J. era un ser excepcional, querido y respetado por todos los vecinos. Hijo único, humilde de por vida, con cabaña como guarida en sus primeros años de vida. De talla escueta, rostro peculiar de color ceniza, como para una película de Buñuel (según describía Antonio Pereira), o de Fellini, y el pelo lacio, peinado hacia atrás a lo Piru Gainza, hizo de su ocupación en variedad de oficios y quehaceres, algo consustancial a su modo de entender la vida; y hoy, de vivir, si se declarara inconstitucional el retiro, sería el ejemplo de hombre dispuesto a morir con las botas puestas sin la mínima objeción.


  Y es que no le faltaban agallas ni presencia de ánimo para ser algo así como el pluriempleado más divergente por necesidad dineraria, pero también por un apremio de índole espiritual, o eso me parece a mí. Socorrido por pantalón de siempre, tirando a gris, un jersey de lana sufrida para el invierno -nada de impermeables, mucho menos un sobretodo-, su inconmovible jovialidad, y esa costumbre de pegar la hebra por pura necesidad de sentirse vivo, hacía de la calle y sus moradores (de cualquier apellido y condición) una especie de albergue indispensable. O quizás fuera a la inversa y éramos sus paisanos quienes sentíamos la irreprimible necesidad de charlar con él para volver a sentirnos vivos, como los verdaderos seres humanos.


  No estoy seguro del todo, pero creo que mi primer recuerdo de P. -también se le conocía por el apelativo- no es del todo agradable. Ahora mismo, chiquillo de 4 ó 5 años en fiesta patronal, al lado mismo de la ferretería pasado el puente, lo veo aparecer por debajo de las faldas del gigantón con una sonrisa de miedo perlada por el sudor del esfuerzo, y yo llorando a moco tendido, porque además del susto por el cuerpón y cabezudo de Sancho, que no paraba de correr tras los más menudos, debía mirar de más cerca a ese hombre de faz imposible emergiendo de las entrañas del barrigudo. Luego, con el hábito de los años, el roce frecuente y sus idas o venidas con los cilindros naranja al hombro para hacer más fácil el cocinar o calentar a los villafranquinos, el resquemor fue mudando en un aprecio y respeto hacia él.


  Aunque por encima de otros apegos, J. fue, es y será el guardián de La Colegiata. Cuando una madrugada de Reyes Dios se acordó de él sin llegar a los 70, los feligreses y descreídos ya lo tenían en un altar; y acaso, de haber tenido padrinos encumbrados que hubieran publicitado su celo y amor inquebrantable hacia los negocios divinos, cuando menos hubiera tenido un merecido homenaje.


  Claro que él jamás dio la mayor importancia a ser de facto el pulsor del corazón de la Villa a través de badajos, bronces y cuerdas. Con sus manos callosas erizadas de venas, pulsaba los martillazos cada cuarto antes de la misa diaria: 30 en el primer aviso, 25 al segundo y 20 en el último. De inmediato la celebración, y ahí estaba él socorriendo al párroco: tocando la campanilla, quemando el incienso en las grandes ocasiones, llenando el acetre de agua para el hisopo, o disponiendo los Santos Evangelios sobre el atril. En ocasiones subía al campanario para acompasar los toques lentos y tristes que se iban acelerando para advertir de la pérdida irreparable de algún vecino, o para dirigir el toque solemne de las grandes festividades.


  De tanto en tanto, J. exploraba otros esparcimientos, como ser portador de andas en Semana Santa, de la cruz mortuoria en sepelios de hermanos de la Venerable Orden Tercera de San Francisco, o trencilla. Recuerdo ahora un partido en La Ruquela que jugaban el Sparta y Corullón. El encargado de arbitrarlo era él. Mediado el primer tiempo, la parroquia local consideró un error garrafal la no apreciación de un penalty y se armó la marimorena, con insultos y gestos amenazadores que J. no estaba dispuesto a soportar. Así que en medio del partido se marchó con la intención de no volver. Al final lo disuadieron y regresó al cesped para dirigir a los contendientes hasta el final. Ya no hubo más trifulcas ni improperios.


  Por supuesto, cada 27 de enero, se reservaba el papel casi estelar de las fiestas de Santo Tirso. Apremiado por los vecinos y visitantes, auxiliado de una vara larga con hojas de periódico empapadas de gasolina, P. (nunca era más mentado por P. que en tal fecha, tal vez porque el alias encajaba mejor con la casa del petróleo) prendía fuego a la gran hoguera, dando así el pistoletazo de salida a los festejos.


  Una mañana de hace los casi cuatro decenios apareció muerto. Quizá los Reyes Magos lo premiaron precipitadamente con la gloria eterna, rebajándolo del servicio eucarístico, a fin de que a partir de ese día oficiara de sacristán en la otra vida. Lo que jamás se me ha olvidado es la impresión de verlo de cuerpo presente en aquella humilde morada. En ese momento me di cuenta de que un pedazo enorme de Villafranca y de sus habitantes se nos moría con él.



miércoles, 23 de julio de 2025

Novelas extrañas, inclasificables

Decía Paco Gaballo que no hay mejor medicina para  el entendimiento que echarse entre pecho y espalda un buen libro desconcertante. <<Cuando no estoy porque no me encuentro, lo más sensato es leer un libro extraño, inclasificable; así me resulta más fácil regresar a lo cotidiano>>. Parecen paradógicas las palabras del filólogo colombiano, teniendo en cuenta la incomodidad, casi siempre, de no entender por completo el estilismo y/o argumento de una obra cualquiera. Y pese a ello puede que le asista la razón.

   No hace mucho que salió publicada una lista de novelas, digamos, extrañas, y en ella, el premio se lo llevaba Los sauces, un libro tan terrorífico como desconcertante, teniendo en cuenta su comienzo, con isla de por medio incluida; y como esta, menguando a cada crecida de las aguas, obliga a los exploradores a internarse en un bosque de sauces con vida poco corriente.

  Este libro escrito por Algernon Blackwood hacia 1907, pudiera ser el más extraño de todos, yo no voy a refutar su preeminencia; sin embargo hay otros muchos que en mi modesta opinión lo superan en su desconcierto. Es el caso del Ulises (1922), de James Joyce, novela densa y extensa que describe la vida y milagros de Leopold Bloom en un solo día, el 16 de junio de 1904. Joyce desgrana con maestría las luces y sombras de un modesto burgués, al tiempo de descubrirnos con brillantez la ciudad de Dublín a inicios del Siglo XX. No por su genialidad deja de ser una novela compleja y difícil de digerir si no estamos atentos a cada sustancia, teniendo en cuenta la mezcolanza de imágenes e impresiones, texturas y sabores del libro, un perfecto cóctel no hecho para todos los gustos. Con toda su carga anímica, pasa por ser para muchos de los entendidos en materia, la novela de las novelas, una fuente infinita de influencias en muchos escritores coetáneos y más recientes.



  Pero hay otras novelas, incluso previas, que también beben de la extrañeza, o esa suerte de desconcierto que suscitan  al ser leídas, y sin embargo las frases, el argumentario o el tono, no terminan de encajar en nuestro modo de entender la literatura. Una de ellas es Niebla, de Miguel de Unamuno, escrita en 1907 y publicada en 1914. Representante capital de la Generación del 98, plantea una  duda existencial en cuanto a lo que significa la vida, la cual, bajo su prisma de la duda permanente que le persigue a cada instante, no deja de ser una nebulosa, una "nivola", enfrentada a la novela realista predominante a finales del Siglo XIX y comienzos del XX, lo que le permite ciertas licencias para experimentar y convertir a esta Nieba  en una de sus más celebradas obras.  




  Aunque para extraña y luminosa en cuanto al argumentario, y lo que pretendía transmitir Luis Landero, tal vez Juegos de la edad tardía (1989) sea la novela más impactante de aquel final de década. El pacense hilvana una historia donde el absurdo y los sueños se dan la mano, de tal modo que un modesto y atípico oficinista, ya maduro, permite ser reverenciado por Gil, otro personaje humilde con escasas luces para diferenciar la realidad de los anhelos. Con ella el de Alburquerque alcanzó la cima literaria, y acaso su mejor obra hasta la fecha. Como le ocurriera al mexicano Juan Rulfo al publicar Pedro Páramo (1955), una novela casi insuperable y con un trasfondo de guerra que apenas importuna la verdadera historia de Juan Preciado, y la más evanescente de su propio padre, el tal Pedro Páramo. Con esta obra por donde desfilan decenas de personajes, adentrándose poco a poco en los chocantes entresijos de la comunidad de Comala, Rulfo consigue atrapar al lector en lo que entonces aún no se llamaba realismo mágico, aunque con todas las de la ley lo fuera. En cierto modo su obra de apenas cien páginas se convierte en la precursora del boom latinoamericano; en este caso a partir, es mi opinión, de un limbo imaginario que muy bien podría parecerse a lo que entendíamos por Purgatorio. 


  Ahora bien, para obras extrañas y a un tiempo espeluznantes, Nuetra parte de noche (2019), de la argentina Mariana Enríquez, podría muy bien hacerse acreedora a lo indecible, al menos desde la perspectiva de lo horripilante. La ganadora del Premio Herralde con esta novela, nos plantea la escritura desde las vísceras, de manera que el chaval que va para adulto con percepciones extrasensoriales magníficas, habrá de eludir el peligro constante de otras personas como él, familiares, que solo pretenden exprimirlo para beneficio propio a partir de sesiones espiritistas, o algo parecido.

 
  En el contexto de lo extraño, también de lo claustrofóbico se puede encasillar casi toda la obra de Franz Kafka. Es, por ejemplo, El castillo (1926), una obra que refuerza el mensaje transmitido por el autor, una y otra vez, de su modo de estar en el mundo que transcribe a lo literario: el de un ser desubicado del tiempo que le tocó vivir. En esta, Kafka pasa a ser un agrimensor que pretende hablar con las máximas autoridades de la fortificación; y sin embargo es incapaza de ello porque entre él y los mandamases se interponen obstáculos insalvables. Kafka se hace eco de la burocracia, de la frustración, de su propia frustración como ser humano. Como claustrofóbica, o más bien habría de decirse mortuoria, y extraña, es La ruina del Cielo (1999), correspondiente a la trilogía El reino de Celama. Luis Mateo Díez, nos muestra un inventario exhaustivo de personas difuntas, o casi, con una maestría indiscutible. El lacianiego desborda inventiva para describir con precisión a aquellos habitantes que un día echaron raíces en la comarca o región de Celama, un trasunto más próximo a Comala que a Macondo, pero hecho a partir de su particularísima manera de componer las palabras.


  Hay otras muchas novelas perfectamente encuadrables en este fenómeno de la extrañeza. En este encuadre, a veces difuso, cabe citar El gran Gatsby (1925). La obra más conocida de F. Scott Fitzgerald, nos sumerge en la vida de un joven amoral que trata por todos los medios a su alcance de subir en el escalafón social para codearse, y/o imitar a la flor y nata. Él es tan encantador como difícil de conocer a fondo, con lo cual nunca queda clara su personalidad ni sus reales intenciones. También El villorrio (1940), escrita por William Faulkner, otro de los americanos ilustres, podría encajar en esta clasificación, si bien en este caso sería más bien por la complejidad narrativa que se sustenta en buena parte en algunas historias publicadas anteriormente como cuentos. Una historia lineal que se interrumpe a veces y se dispersa con las frecuentes digresiones, aunque fundamentales para el buen desarrollo de la novela. 



  Pero no cabe la menor duda de que un buen puñado de novelas con la calificación de extraño, de insólito, se han escrito aquí, y al otro lado del Atlántico. Una de ellas es San Camilo 1936, publicada en 1969. En ella, Camilo José Cela aborda desde monólogos interiores las vísperas y festividad de ese año fatídico. A través de sus páginas desfilan infinidad de personajes, algunos de postín y muchos pobres y miserables de solemnidad, sin que casi ninguno sea consciente del drama que asolará España. Entre el discurso, la mayoría del tiempo en segunda persona, también cupo otro monólogo interior más, el de su tío Jerónimo, un republicano con firmes convicciones, algunas subiditas de tono. Es esta una novela tan ambiciosa como compleja, requiriendo del lector la máxima atención y compromiso con sus páginas.



   Al otro lado del charco las obras con tendencia a transmitir el desconcierto son abundantes. Ahi está Rayuela (1963), de Julio Cortázar, aclamada novela. O La invención de Morel (1940), de Bioy Casares. O Cien años de soledad (1967), la cumbre creativa de García Márquez y el paradigma de lo que se ha venido a llamar realismo mágico. O La Casa Verde (1966), un arriesgado ejercicio de filigrana novelística a cargo de Mario Vargas Llosa. A través de sus páginas, el peruano pergueña con habilidad incuestionable, pequeñas historias que se entrecruzan para completar un rompecabezas en cuyos vértices aparecen Piura y el poblado de Santa María de Nieva. Con esta su segunda novela conquistó el Premio Rómulo Gallegos. 


  La relación de novelas y hasta cuentos con esa máxima de lo desconcertante es incontable. Podrían añadirse, por ejemplo, El libro del desasosiego, del cultivador de heterónimos, Fernando Pessoa; La casa de hojas, de Mark Danielewski, una obra de culto con la ciudad de Los Ángeles y un manuscrito como motores de la historia. Y aqui en España, Volverás a Región, del huidizo Juan Benet. 2666, del chileno afincado en España, Roberto Bolaño. Cristo versus Arizona, del propio Cela. O la aclamada Tiempo de silencio, de Luis Martín Santos. Todos estos autores y muchos más quisieron con sus innovaciones y arriesgando, dar un giro radical a su producción literaria, intentando huir de lo acomodaticio en algún momento de su vida como literatos. Algunos fracasaron en el intento de ir más allá de la lógica de una línea recta, sin desvíos; pero otros lograron alcanzar el objetivo de ser valorados como se merecían. Y sin duda todos los mencionados se pueden dar por satisfechos porque sus obras son magníficas, siendo algunas de ellas clásicos de la literatura universal para goce de quienes disfrutamos con sus lecturas.