martes, 29 de abril de 2025

Las flores de diciembre

 
Las flores de diciembre (2023), es la tercera novela del escritor madrileño afincado en Barcelona, Jon Vendon. Con este trabajo, Vendon ha aparcado por el momento -si no lo desmiente su última creación, Títeres (2024)-, la acción trepidante, para ocuparse en hilvanar una historia, si se quiere más humana, pausada, introspectiva; aunque no falten los diálogos, que ayudan, y de qué manera, a avanzar con cierta agilidad en la narrativa. En mi modesta opinión, Vendon ha conseguido concretar una novela reflexiva, poniendo a los lectores en el disparadero de aceptar o no a Fermín, el abuelo que ha vivido una doble vida: la visible y la oculta.  

  La novela discurre entre el pasado y la actualidad. Alicia, la nieta favorita de Fermín, se verá abocada a desentrañar su misteriosa vida, ocultada en buena medida al exiliarse una vez concluida la Guerra Civil, como uno más de los republicanos que la perdieron. El abuelo Fermín había regresado a España al enviudar, pero nunca le confesó sus andanzas lejos de la Patria. Alicia, que también ha vivido lejos, vuelve a España para realizar un postgrado universitario. Impelida por la nostalgia, por el compromiso de vivir en Galicia, en la casa heredada del abuelo, se plega al deseo de este. Un día como otro cualquiera, Alicia descubre la existencia de un baúl con sus pertenencias más personales, cartas, fotos, documentos. Ese viejo baúl esconde la biografía autorizada y la secreta de su existencia, incluyendo el misterio oculto durante tantos años: el de un amor por una nativa que da al traste con las aspiraciones de matrimoniar con quien había sido la novia formal e indubitable de los últimos años. 

  La novela está muy bien engastada, lo que ha permitido al autor introducir giros en la historia que casan con la ambientación, preparando sin estridencias el final, un final con sorpresa incluida. Entre los muchos episodios, apasionantes la mayoría de ellos -lo que da muestra de haberse documentado con minuciosidad-, yo destacaría el encuentro con la guerrilla cubana, al frente de la cual iba el Comandante Fidel Castro. Pero hay otros muchos más, discurriendo en su mayoría entre México y Cuba. 

  Para mí, y es una opinión subjetiva, Las flores de diciembre mejora en solided a su predecesora. Sin quitar méritos a El hijo de Caín, que los tiene, esta novela se beneficia de un mayor poso de madurez, enriquecido con la estética del <<estilo directo, fácil de leer, sin más paja>>, como dice Jon Vendon para referirse a su propia escritura. En resumidas cuentas, una novela para disfrutar con el poso de la nostalgia, y de la vida, cuando la vida de verdad da muchas vueltas, como se da en este caso.




miércoles, 23 de abril de 2025

El tren no circula por el mar

                                                                                                                                                                      

Afuera a las doce del del mediodía, el calor abrumaba, y añadiendo la dosis extra de desorbitada humedad propia de la costa mediterránea, el bochorno se afianzaba, casi palpándose en su forma informe. Dentro, el aire acondicionado del museo hacía agradable la permanencia en él, favoreciendo el deleite y arrobamiento de los visitantes.


  Iselín, el ujier con gorra de plato marrón y uniforme azul de los tres últimos lustros, andaba mohíno y receloso por los pasillos ajedrezados de la sala octogonal. A escasos pasos del empleado, los ojos de una pareja pintoresca acechaban, observando ensimismados un cuadro diminuto y singular, sin prestar atención al resto de la concurrencia. Ella frisaba los treinta, y vestía zapatillas, camiseta y pantalón deportivos, amén de afear su cabello rubio y lacio recogiéndolo en un moño deplorable. Él, acaso hermano gemelo, deslucía el rostro con su barba de chivo, menguada en las mejillas, y una suerte de pelusa apelmazada en el mentón. También parecía dispuesto al ejercicio, con sus zapatillas y chándal rojos a juego con el uniforme de la acompañante.


  Iselín escrutaba a los adefesios con el ánimo de descifrar la incógnita de su malignidad, como un sabueso hace con las gentes de mala ralea que están predispuestas a delinquir. Con la mirada torva y al acecho de cualquier movimiento sospechoso, Iselín se aproximó a su compañero Martínez.


  _ Aquella pareja de allá me escama. Creo que deberíamos hacer algo.

  _ ¡Quiá! Tú eres muy suspicaz, Iselín. ¿Cuántas veces hemos visto gente aún más extraña y nunca ha pasado nada?


  El viejo Martínez ni siquiera miró a la pareja cuando el ujier los señaló con el índice. Así que Iselín se impacientó  y retomó los paseos por los azulejos, sin dejar de mirar con descaro o de reojo al dúo, según fueran las circunstancias. El deambular duró poco, lo justo hasta que descubrió algo insólito y volvió sobre sus pasos hasta el velador de Martínez con muestras de nerviosismo.


  _ Estos tipos traman algo. Me da en la mollera que no son trigo limpio. ¡Mira sus manos!

  Martínez obedeció, percatándose de la ausencia de dedos meñiques en la mano izquierda de cada uno.

  _ Sus manos sólo tienen cuatro dedos, ¿y qué?

 _ Esos son musulmanes y ya han robado antes; por eso se los habrán cortado.

 _ Tú te devanas demasiado los sesos, Iselín. Esos tienen pinta de ser hermanos gemelos, y yo me aventuro a decir que sólo es un defecto de nacimiento. ¿Acaso no te falta a ti el pezoncillo derecho?

  _ Es distinto Martínez.


  El incrédulo dio la espalda al compañero para recoger las entradas a un grupo de escolares. Con la irrupción de la chiquillería y la guía se formó un repentino baturrillo de cuadernos, prospectos, susurros y balbuceos que la audaz pareja de rojo aprovechó para escapar con el cuadro tanto tiempo reverenciado. Martínez ni siquiera los vio pasar a su lado, despistado como estaba contemplando con ojos saltones a la joven que inculcaba a los estudiantes el amor por la pintura. Iselín, por el contrario, salió a darles caza tras perder unos segundos preciosos por la inesperada  maniobra y el obstáculo humano.


  Afuera, el calor era aterrador. El sol en su cenit reverberaba sobre los vehículos aparcados a lo largo de la avenida, deslumbrando a perseguidos y perseguidor. En lontananza, al final de la infinita travesía, las mansas olas acariciaban la playa. Sin embargo, entre el agua y el museo, los rascacielos a ambos lados, cegando cualquier simulacro de bocacalle, el tráfico incesante de autos con sus ruidos atronadores, los transeúntes componiendo una masa amorfa, los adoquines de las aceras infectos de desperdicios y las vallas publicitarias aturdiendo y afeando la urbe, la hacían un remedo de Babel, una rémora para los huidos y sus cazadores (en la persecución, a Iselín se le había unido un municipal), cuya única forma de salvarla era la de correr y correr avenida abajo, camino del mar. Los fugitivos pisaban el firme con la certidumbre de un destino poco halagüeño, mientras sus enemigos afianzaban con cada zancada el convencimiento de darles alcance.


  _ ¡Manolo!

  _ ¿Qué?

  _ Nos hemos equivocado.

  _ ¿Por qué, Silvia?

  _ ¿Acaso no lo estás viendo?

  _ ¿El qué?

  _ Nos están persiguiendo como a alimañas.

  _ ¿Y qué querías, Silvia?

  _ Debimos ser más cautos, Manolo.

  _ Jamás se debe ser prudente cuando alguien te roba.

  _ Hasta en el sufrimiento hemos de resignarnos.

  _ ¡Venga! Corre y déjate de charlas. Se están acercando más y más.

 



  Los caminantes se extrañaban de la singular persecución; no obstante, enseguida miraban al cielo evitando comprometerse en un asunto tan escabroso. Que lo solucione la autoridad, decían sus conciencias conmiserativas.


  _ ¡Manolo!

  _ ¿Qué?

  _ ¿Aún llevas el cuadro?

  _ Sí, Silvia; lo llevo en el bolsillo del chándal.

  _ ¡Manolo!

  _ ¿Qué quieres ahora, Silvia?

  _ No debimos marchar de San Lázaro.

  _ Los médicos dijeron que ya estábamos curados.

  _ Sólo fuimos dóciles con ellos.

  _ A la fuerza. ¿Acaso pretendías que nos mataran con alguno de sus malditos electrochoques?

  _ ¡Ya!

  _ Los artistas no podemos vivir encerrados en compañía de locos, o definitivamente nos volvemos como ellos.

  _ ¡No grites tanto Manolo!

  _ Tú tienes la culpa, Silvia. No podemos hablar y correr a un tiempo, jadeantes y sudando como estamos.

 

  Al aproximarse a su destino, los escapados vislumbraron un alud de bañistas asoleados y supuestamente dichosos por resistir el tormento a cambio de la mudanza de sus pieles por otras más bronceadas. En el horizonte entrevieron un grupo de gaviotas que desperezaban sus alas en derredor de una pequeña embarcación. A su vez, ellos eran asaeteados por el rigor del estío y el sofoco de la carrera. Sin embargo, la mujer parecía no acomodarse al silencio, a pesar de la reconvención del compañero.


  _ En San Lázaro estábamos muy bien atendidos.

  _ De acuerdo; pero yo debía recuperar lo que es mío.

  _ El cuadro.


  _ ¡Claro, mujer! Yo lo pinté antes de ponerme enfermo. Y ya ves, a raíz de aquella exposición que los siquiatras dijeron que jamás había hecho, me obligaron a desprenderme del cuadro y decidieron que debían encerrarme, porque, según dijeron, El tren no circula por el mar era de Juan Gris y no mío.


  _ La gente no entiende de surrealismos, Manolo.

  _ Y además me humillaron diciendo que jamás en mi vida había pintado un cuadro.

  _ A mí también me humillaron, o ¿acaso no te acuerdas de que decían que yo nunca había sido tu marchante y que toda mi vida la había dedicada a la puericultura? ¡Con lo que yo detesto a los niños!

  _ Mamá es la culpable de todo esto, Silvia.

  _ ¿Por qué dices eso ahora?

  _ Desde aquel día de nuestra infancia que nos juramentamos, mamá hizo lo indecible para internarnos.

  _ No es de extrañar. Cualquier madre habría hecho lo mismo si sus hijos deciden amputarse los dedos meñiques.

  _ ¡Silvia!

  _ ¡Manolo!

  _ ¿Acaso no era un juramento de fidelidad eterna?

  _ Sí; sin embargo no estuvo bien. Y si mamá no lo descubre a tiempo hubiéramos muerto desangrados.

 

  Manolo volvió la vista atrás y vio el altozano de San Lázaro, con su blanquísimo edificio para enfermos mentales, y a escasos metros, a la pareja de perseguidores que les increpaban, conminándoles a detenerse si no querían morir a tiros. El hombre no se amilanó y al volver la vista al frente, descubrió a un grupo de chavales, los mismos del museo, que les hacían el pasillo para que avanzaran sin complicaciones, y les jaleaban apremiándoles en la huida.


  _ ¡Manolo!

  _ ¿Qué quieres Silvia?

  _ ¿Y si nos rendimos? Estamos cometiendo una estupidez.

  _ No quiero hablar del asunto. Este cuadro es mío. Me ha llevado medio año recuperarlo y no pienso renunciar a él.

  _ No tenemos escapatoria.

  _ Prefiero ahogarme en el mar.

  _ Pues yo no.

  _ ¿Es que quieres volver con los loqueros?

  _ Sí.

  _ ¿Y qué hay del juramento de la niñez?

  _ De acuerdo; tú ganas.

 

  Los larguiruchos bloques de viviendas estrechaban el cerco hacia la desembocadura de la angosta playa, sumergidos estos más de cien metros mar adentro. Las finas arenas estaban atestadas de gente que rodeaba extrañada una ambulancia con las puertas traseras abiertas.

  _ ¡Vamos! ¡Venid aquí! Os estamos esperando.

  Aquellas voces y silueta eran indefectiblemente las del doctor Aráez, al cual acompañaban tres enfermeros. Pero, a pesar de ello, hicieron caso omiso y se adentraron en el agua hasta ser perdidos de vista por la muchedumbre.

 

 

 


  _ ¡Despierta Manolo!

  _ ¿Eh? ¿Qué pasa?

  _ ¡Manolo, despierta!

  _ ¿Eres tú, Silvia?

  _ Sí, cariño.

  _ ¿Por qué me despiertas?

  _ ¿De verdad pretendes dormir toda la mañana? Ya son las doce.

  _ ¿Qué pasa ahora?

  _ Tu hermano, que le llames. ¡No sé cómo puedes estar tumbado con este calor!

  _ Cariño, deja que me recupere de la resaca.

  _ ¿Ni siquiera piensas levantarte a leer las críticas de los periódicos?

  _ ¿Qué dicen de la exposición?

  _ Levántate y lo sabrás.

  _ No puedo; todo me da vueltas.

  _ ¿Qué querías, con tanto gin-tonic?

  _ He tenido una pesadilla horrible.

  _ Sabiendo lo mal que te sienta el alcohol, no sé por qué te empeñas en celebrarlo a lo grande.

  _ No pretenderás que delante de los amigos me comporte como una hermanita de la caridad.

  _ Bueno. Es igual Manolo. La cuestión es que ha llamado tu hermano Iselín y me ha dicho que le telefonearas cuanto antes.

  _ ¿Qué querrá? Es desconcertante. En el sueño alguien se llamaba como él, y los ladrones se llamaban como tú y yo. La pareja del sueño se escapaba con El tren no circula por el mar que, en vez de medir tres por dos y medio metros, apenas alcanzaba los quince por diez centímetros.

  _ ¡Menéate! ¡Levántate y telefonéale!

  _ Está bien. Mientras me visto podrías hacerme un café bien cargado. La cabeza se me va para todas partes.

  _ De acuerdo.

  La esposa se atrincheró tras los fogones, ahíta de las borracheras y extraños sueños del marido. Maldijo las manchas de la vomitona puestas al descubierto por el sol deslumbrante de mediodía. La cafetera resopló al hervor justo cuando el marido entraba azogado. Apenas se tenía en pie y su rostro había palidecido.

  _ ¿Silvia?

  _ ¿Qué pasa, Manolo?

  _ Ha ocurrido algo horrible. Un desalmado ha entrado en la exposición y ha destrozado El tren no circula por el mar. El individuo se llama Augusto y al parecer se ha escapado de San Lázaro. La acuarela se ha convertido en un mar ridículo y gris al diluirse los vagones.

  _ ¿Estás seguro?

  _ Sí. Iselín me lo ha contado. Lo más lamentable es que estoy seguro de haber charlado largo rato con ese loco la pasada tarde; hablamos de Juan Gris y de otros pintores, y me pareció agradable y de lo más inofensivo.

  _ ¿Y cómo lo hizo?

  _ Lo roció con agua marina.

  Manolo se escaldó la lengua al beber el café, pero así y todo, trastabillándose y cadavérico, partió veloz camino de la sala octogonal para valorar los daños reales causados a su cuadro preferido.

  Silvia no volvió a tener un rato de tranquilidad en todo el día. Se devanó los sesos con la fuga de su primo del psiquiátrico de San Lázaro y la manera de confesar al marido lo del parentesco. Y es que a Manolo jamás le había contado la historia del paranoico Augusto, que se creía discípulo de Juan Gris.






lunes, 14 de abril de 2025

El Padre Airas (mis charlas con Fermín)

Fermín está pensativo delante del café. Contempla desde la terraza la inmensidad del mar, sin ver. Visualiza algo muy diferente, sospecho. Como el mutismo se adueña del ambiente, le pregunto:  

  - ¿Dónde estás, macho? 

  Él me mira con sus ojos escrutadores y dice:
  
- En el pasado. Casi medio siglo antes. En realidad ahora mismo que estoy aquí, en tu compañía, me veo charlando contigo en el patio del Colegio de los Paúles, cincuenta años atrás. Es esa hora de la tarde, después de haber merendado pan con nocilla, y un poco antes de entrar en el estudio a completar los deberes, para luego abandonar el Colegio de los Paúles hasta el día siguiente, a eso de las siete de la tarde.  

  Feli deja de hablar. Intuyo que espera una interpelación lógica. Yo no la tengo, y como no le doy la réplica esperada, él pregunta por sorpresa:  

  - ¿Cuál es de tu estancia en el Colegio, el recuerdo más imborrable?  

  - No sé decirte. Tengo muy gratos recuerdos. Quedarme con uno solo es difícil.  

  - Yo cuando rememoro mi pasado de estudiante, siempre, siempre, me viene a la memoria el Padre Airas.  

  Por un momento me quedo desconcertado. Yo intuía algo diferente; incluso, puestos a decantarse por una persona, habría creído en la elección del Padre Seoane, el encargado de dar la asignatura de música, además de clases particulares de solfeo y/o piano. O incluso Pascual, el Padre Superior. Y si me apuras, el Padre Prieto, o el Padre Eloy, que luego se salió de cura; o incluso el Padre Pérez, el bodeguero. ¿Y por qué no el Padre Lorenzo que impartía la clase de inglés? O José Luis, el paúl más desenvuelto del Colegio y que no pisaba un aula, al menos la nuestra. 

  Retrocedo inevitablemente a los años de 1970 empujado por mi amigo. Me veo acompañado de otros chavales: Belmonte, Armando, Malagón, Quico, Lorente, Isidro, Pablo, Frey, Jesús... El Padre Airas imparte la clase de literatura. Todos en silencio escuchamos su dictado. Hoy habla, por ejemplo, de Milagros de Nuestra Señora, del riojano Gonzalo de Berceo. Creo que todos nos aplicamos a transcribir en el cuaderno sus palabras, a velocidad de crucero. Menos mal que de vez en cuando hace una pausa, a fin de explicar con más rigor algún detalle del primer poeta nacional conocido -en opinión del docto Marcelino Menéndez Pelayo, su filólogo de cabecera junto al gallego Ramón Menéndez Pidal-, algo agradecido por nuestras manos acalambradas.   

   - No he sido tan devoto de la lengua, como tú; sin embargo...

  - Pues sacabas mejores notas.  

  - Porque era más aplicado. A lo que iba. Yo soy de ciencias, pero reconozco que con Airas he disfrutdo más que con ningún otro profesor de la materia. En realidad era como si diera tres asignaturas: la propia lengua, con sus reglas y ortografías; literatura, en la cual analizaba a autores consagrados, desde Jorge Manrique hasta James Joyce, pasando por Buero Vallejo o Marcel Proust. Y por último estaba la obligatoriedad de leer algunas decenas de libros. Me acuerdo cuando tuvimos que leer La tía Tula. La novela me impactó, hasta el punto de empezar a ver la vida de otra manera. 

  - Admito que era muy buen profesor, pero demasiado severo.  

  Ahora mismo lo estoy viendo en la biblioteca. Nosotros sentados leyendo el libro correspondiente. Yo leo con atención Jeromín, la vida de Don Juan de Austria desde el enfoque de Luis Coloma (el Padre Coloma). Él va a salir de la estancia en cuanto se haga el silencio. A punto de partir coloca el cigarrillo sobre la boquilla negra y le prende fuego. A cargo del grupo se queda uno de nosotros, con el objetivo de que no se alborote el gallinero; y si se alborota -algo poco probable si quien ha dado el encargo es él-, la reprimenda será de aupa.  

  - Severo con quien rompiera la disciplina; de lo contrario todo era como una balsa de aceite.  

  - Todos le temíamos. Y eso no ocurría con ningún otro cura. 

  -  Él tenía una sonrisa inquietante, lo que de aquella no nos dábamos cuenta, aunque imponía lo suyo. Era una especie de sonrisa sardónica. Se le Contraían los músculos faciales y apenas se le abría la boca. Eso, unido a las gafas, un tanto extrañas, le terminaban de dar un aspecto amenazador. Pura apariencia.  

  El Padre Airas debía ser gallego, aunque el acento no lo delatara. De delgadez acusada y estatura media, y con un rostro difícil de olvidar, como lo fueron los de Max Von Sydow o Christopher Lee, podía dar el pego como actor en papeles de malo. Su voz no era estridente, no lo necesitaba; sin embargo resultaba confiable y rotunda. Recuerdo una vez, ya pasada la Semana Santa, cuando ceremonioso y dibujando esa sonrisa tan acusada, dijo a toda la clase: <<Uno de vosotros lleva tiempo copiando los exámenes. No sé quién es, pero el día que lo pille se va a acordar de mí. No lo aprobaré jamás>>.  Todos nos quedamos suspensos, mirándonos sin entender muy bien hacia dónde se dirigían los tiros.  

  - ¿Te acuerdas cuando en el examen final de octavo pilló copiando a V. y no lo aprobó?  

  - Aquello fue muy comentado. Su madre vino a interceder por el hijo, apelando a las buenas notas que había sacado durante el curso, pero no hubo manera. Al final cumplió lo dicho, dejándolo sin el Graduado Escolar.  

  - Y eso que estaba encandilado con sus filigranas jugando al fútbol. En una ocasión, yo le escuché decir algo así como: <<Qué lastima que no le acompañe el físico, porque podría ser un futbolista de nivel>>. Debió de suponer un desengaño saber que el chico de las filigranas, del juego bonito, era en realidad el copión. 

  Nos quedamos en silencio repentino. En tanto Fermín columbraba con atención el navegar de un barco de Balearia, a mi mente regresa el tono persuasivo de Airas. Me acuerdo perfectamente -de otras muchas cosas no-, cuando, tras analizar la figura del astorgano Leopoldo Panero, criticó con dureza la película de Jaime Chávarri, El desencanto, en torno a su figura, aduciendo su artificio y la dudosa sinceridad de su esposa e hijos. De aquella no le di mayor importancia a dicha historia, pero con el tiempo, mucho después, he llegado a verla unas cuantas veces; y sea sincera o insincera, me parece uno de los mejores trabajos del director madrileño. En esas, sometido por el influjo del pasado. Mi amigo deshace el silencio. 

  - Me hubiera gustado conservar algún cuaderno con sus apuntes.  

  - ¿Sabes que yo tengo el cuaderno con los apuntes de todos los escritores y libros que trató en sus clases. No sé dónde lo tengo, pero está en casa. Es, te lo puedes creer, el único objeto físico que me une a aquellos años, y en concreto al Padre Airas. Bueno, también el libro La Isla del Tesoro, el premio por quedar campeones de la liga de los pequeños (de los menos hábiles para jugar al fútbol). 


  Cuando hemos charlado largo y tendido de nuestra prehistoria estudiantil, y se va adueñando el crepúsculo, Fermín me ruega que en nuestro próximo encuentro le enseñe el cuaderno. En última instancia admite que está dispuesto a comprármelo, aunque no sea de su puño y letra. Y yo le digo que siempre es posible un trato. Pero ahora, terminando de escribir este pasaje memorístico, y con mi cuaderno de hace tantísimos años rescatado del baúl de los objetos arrinconados- ahora lo ojeo con apremio delante del ordenador-, estoy pensando que no se lo voy a vender, aunque la oferta sea tentadora. Eso sí: se lo enseñaré presumiendo del objeto, no tanto de mi letra, tosca y alterada.