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Cuando
Mencía Adiosgracia oyó el tañido fúnebre planeando desde las campanas de San
Miguel, le faltó tiempo para telefonear a la funeraria reclamando un féretro.
En ese instante tanto tiempo anhelado, tuvo la certeza de que Guillermo Oliverio
Ayala había pasado a mejor vida. Su amor platónico, aquel mal nacido sin
entrañas, tan aficionado a engañar a doncellas como a retozar con mujeres de todo
uso; el joven que la iba a hacer tan feliz por el resto de sus días y sin
embargo la había convertido en una anciana insociable, desmemoriada y
solterona, Dios, para su satisfacción, acababa de llevárselo de este mundo
antes que a ella.
Con rictus de alegría incontenible y con la
parsimonia que da el poso de los años, al entrar en la alcoba de la recreación
y deleite amorosos en la soledad de infinidad de días y noches, la anciana
volvió a rociar todo su cuerpo con perfume de jazmín, a pesar de haberlo hecho
sólo dos horas antes, enlutándose de arriba abajo, como había prometido al
Santo Cristo, recién acabada la Guerra, si le hacía la gracia de poder asistir
al velorio y entierro de aquel sinvergüenza.
Casi todo lo enjundioso comenzó un domingo de
primavera, cuando saliendo de misa de doce, Pacita, su comadre, la desengañó en
cuanto a la verdadera traza de su prometido, aludiendo a la fama de putero del
apuesto indiano y a los crecientes rumores entre el vecindario sobre la secreta
paternidad del crío de Pura la costurera. Luego, por la tarde, en un rincón del
jardín, junto a un sauce llorón y los rosales en flor, el veinteañero Guillermo
Oliverio Ayala le confirmaría punto por punto la veracidad de los rumores,
admitiendo además lo que su parienta no se había atrevido a decirle: que ella,
a su vera, de forma esporádica, también había calentado sus huesos y soledad. Y
es que el argentino sería un mozo con incontinencia y premura, pero era incapaz
de mentir.
Este trabajo supuso mi primera incursión seria en la escritura de ficción.
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